– Claro, señora -respondió-. No hay problema.
– ¿Puedo dejar mi maletín aquí? No hay nada de valor dentro.
– De todos modos estará seguro.
Laurie bajó y se dirigió a la puerta de la funeraria con nerviosismo. Recordaba como si fuera ayer el caso que el doctor Dick Katzenburg había presentado en una conferencia cinco años antes. Un hombre de veintitantos años había sido prácticamente embalsamado vivo en la funeraria Spoletto como castigo por arrojarle ácido en la cara a Pauli Cerino.
Se estremeció, pero se obligó a subir por la escalinata de la entrada. Nunca terminaría de recuperarse del trauma que le había dejado el caso Cerino. La gente que fumaba en la puerta no le prestó atención. A través de la puerta cerrada se oía una suave melodía de órgano. Laurie giró el pomo de la puerta, que estaba sin llave, y entró.
Aparte de la música no se oía prácticamente sonido alguno. El suelo estaba recubierto con una alfombra tupida. Había pequeños grupos de personas en el vestíbulo de entrada, pero hablaban en susurros. A la izquierda había una serie de ataúdes barrocos y urnas funerarias en exhibición. A la derecha, una sala de velatorio llena de gente sentada en sillas plegables. Al fondo de la estancia había un ataúd sobre un lecho de flores.
– ¿En qué puedo servirle? -preguntó alguien en voz baja.
Un hombre delgado, de aproximadamente la misma edad que Laurie, con la cara demacrada y facciones tristes se había acercado a ella. Estaba completamente vestido de negro, salvo por la camisa blanca. Era obvio que trabajaba allí. A Laurie le recordó a un predicador puritano.
– ¿Ha venido a presentar sus respetos a Jonathan Dibartolo? -preguntó el hombre.
– No -respondió Laurie-. A Frank Gleason.
– ¿Perdón?
– A Frank Gleason -repitió.
– ¿Y usted se llama…? -preguntó el hombre.
– Doctora Laurie Montgomery.
– Un momento, por favor -repuso mientras salía literalmente corriendo.
Laurie miró a los asistentes del velatorio. Sólo había visto esa cara de la muerte en una ocasión, cuando su hermano había fallecido a causa de una sobredosis a los diecinueve años.
Entonces ella tenía sólo quince. Había sido una experiencia traumática en todos los sentidos, sobre todo porque ella misma lo había encontrado muerto.
– Doctora Montgomery -dijo una voz suave y untuosa-.
Soy Anthony Spoletto. Tengo entendido que ha venido a presentar sus respetos al señor Frank Gleason.
– Exactamente -dijo. Se giró y vio a otro hombre de traje oscuro. Era obeso y tan grasiento como su voz. Su frente brillaba en la suave luz incandescente.
– Me temo que será imposible -se disculpó Spoletto.
– Llamé esta tarde y me dijeron que lo estaban velando.
– Sí, desde luego -respondió él. Pero eso fue esta tarde.
Por petición expresa de la familia, el velatorio se llevó a cabo entre las cuatro y las seis.
– Ya veo -dijo Laurie, desconcertada. Puesto que no había planeado su visita, la idea de preguntar por el cadáver de Gleason se le había ocurrido a último momento. Ahora que el velatorio había acabado, no sabía qué hacer-. Quizá podría firmar el libro de visitas, de todos modos.
– Me temo que eso también es imposible -repuso Spoletto-. La familia se lo ha llevado.
– Bien, eso es todo entonces -dijo Laurie haciendo un ademán lánguido con el brazo.
– Lo lamento -se disculpó Spoletto.
– ¿Sabe cuándo es el entierro?
– Aún no me han notificado nada al respecto.
Gracias-dijo Laurie.
– De nada -dijo él, abriéndole la puerta.
Ella salió y subió al taxi.
– ¿Adónde vamos ahora? -preguntó Michael.
Laurie le dio las señas de su casa. Mientras el taxi arrancaba, se inclinó para echar un último vistazo a la funeraria. Había hecho el viaje en balde. O quizá no. Después de hablar unos instantes con Spoletto, se había dado cuenta de que su frente no estaba grasienta. A pesar de la baja temperatura en el interior del establecimiento, el hombre sudaba. Se rascó la cabeza, preguntándose si ese detalle tendría alguna relevancia o si volvía a dar palos de ciego.
– ¿Era un amigo? -preguntó Michael.
– ¿A quién se refiere?
– Al finado.
Laurie dejó escapar una risita triste.
– No exactamente -respondió.
– Entiendo -dijo él mirándola por el retrovisor-. Hoy día las relaciones son muy complicadas. Y le diré por qué…
Ella sonrió y se arrellanó en el asiento para escucharlo. La chiflaban los taxistas filósofos, y Michael era un auténtico Platón en su profesión.
Cuando el taxi se detuvo frente a su casa, Laurie vio una figura familiar en el vestíbulo. Era Lou Soldano, apoyado contra los buzones. En la mano tenía una botella de vino cubierta con un cesto de mimbre. Laurie pagó el viaje, dejando una generosa propina a Michael, y bajó del vehículo.
– Lo siento -le dijo a Lou-. Me dijiste que llamarías antes de venir.
El parpadeó como si acabara de despertarlo.
– Y lo hice, pero me respondió el contestador. Te dejé un mensaje de que estaba en camino.
Laurie consultó su reloj de pulsera mientras abría la puerta. Como había previsto, había tardado poco más de una hora.
– Pensé que sólo te quedaba media hora de trabajo -dijo Lou.
– No estaba trabajando -respondió ella mientras llamaba el ascensor-. He hecho una excursión hasta la funeraria Spoletto. -Lou arrugó la frente en una expresión de disgusto-.
No me riñas -añadió Laurie subiendo al ascensor.
– ¿Y qué? ¿Has encontrado a Franconi expuesto en un ataúd? -preguntó Lou con sarcasmo.
– Si te pones así, no te contaré nada.
– De acuerdo, lo siento.
– No he descubierto nada. El velatorio del hombre que me interesaba había terminado. La familia lo suspendió a las seis de la tarde.
Se abrió la puerta del ascensor. Mientras Laurie bregaba con la cerradura, Lou hizo una reverencia a Debra Engler, cuya puerta estaba entornada como de costumbre.
– Pero el gerente se comportó de forma sospechosa -dijo Laurie-. Al menos eso me pareció.
– ¿Por qué? -preguntó Lou mientras entraba en el apartamento.
Tom corrió desde la habitación, se restregó contra la pierna de Laurie y comenzó a ronronear. La mujer dejó el maletín en la pequeña mesa semicircular del vestíbulo para agacharse y rascarle detrás de las orejas.
– Cuando hablaba conmigo, sudaba -explicó.
Lou, que se estaba quitando el abrigo, se detuvo en medio de la operación.
– ¿Y eso es todo? ¿El tío sudaba?
– Sí, eso es todo. -Sabía qué pensaba Lou. Estaba escrito en su cara.
– Y dime, ¿comenzó a sudar después de que tú le hicieras preguntas complejas e incriminatorias sobre la desaparición del cuerpo de Franconi? ¿O ya sudaba antes de que hablaras con él?
– Antes -admitió ella.
Lou puso los ojos en blanco.
– ¡Guau! Otra encarnación de Sherlock Holmes. Quizá deberías hacer mi trabajo. No tengo tus dotes de intuición y razonamiento inductivo.
– Has prometido no regañarme -protestó Laurie.
– Yo no hecho tal cosa.
– De acuerdo, fue un viaje inútil. Ahora preparemos la comida. Estoy muerta de hambre.
Lou se pasó la botella de vino de una mano a la otra para terminar de quitarse la gabardina. Al hacerlo, arrojó inadvertidamente al suelo el maletín de Laurie. El impacto hizo que se abriera y se desparramara el contenido. El ruido asustó al gato que desapareció en el dormitorio, después de una lucha desesperada por mantener el equilibrio en el parquet encerado.
– ¡Qué torpe! -dijo-. Lo siento.
Se agachó para recoger los papeles, bolígrafos, portaobjetos y demás parafernalia y, al hacerlo, chocó con Laurie.
– Creo que es mejor que te sientes -dijo ella.