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– Espera a que volvamos de la isla.

– Desde luego -respondió Kevin.

– ¿Has descubierto algo más con el programa en tiempo real?

– Sí. Prácticamente he confirmado mi sospecha de que están usando cavernas. Mira.

Kevin cambió las coordenadas de la cuadrícula que estaba en la pantalla para ver una sección específica del macizo de piedra caliza. Luego indicó al ordenador que rastreara la actividad de su propio doble, el ejemplar número uno.

Melanie miró cómo el punto rojo trazaba una figura geométrica y luego desaparecía. De inmediato reapareció en el mismo punto y trazó una segunda figura. Por fin una secuencia similar se repitió por tercera vez.

– Parece que estás en lo cierto -dijo ella-. Sin duda parece que tu doble entra y sale de las rocas.

– Cuando vayamos allí, creo que deberíamos visitar a nuestros dobles. Son los ejemplares más antiguos, y si algunos de estos bonobos transgénicos se comportan como protohumanos, deberían ser ellos.

Melanie hizo un gesto de asentimiento.

– La idea de ver a mi doble me pone la carne de gallina.

Además, no tendremos mucho tiempo y, dada la superficie de dieciocho kilómetros cuadrados de la isla, será muy difícil encontrar un ejemplar específico.

– Te equivocas -dijo Kevin-. Tengo los instrumentos que usan para recoger ejemplares.

Se levantó de la silla del ordenador y fue hasta su escritorio. Cuando regresó llevaba el localizador y el radiorreceptor direccional que Bertram le había dado. Le enseñó los aparatos a Melanie y le explicó el funcionamiento. Melanie estaba impresionada.

– ¿Dónde está esta chica? -preguntó Melanie mientras consultaba el reloj-. Yo pretendía hacer la visita a la isla durante la hora de comer.

– ¿Siegfried ha hablado contigo esta mañana?

– No; lo hizo Bertram. Parecía furioso y dijo que yo lo había decepcionado. ¿Te imaginas? ¿Acaso cree que con eso me va a partir el corazón?

– ¿Te dio alguna explicación sobre el humo que vi? -preguntó Kevin.

– Sí. Me dijo que acababa de enterarse de que Siegfried había enviado una cuadrilla de obreros para construir un puente y quemar malezas. Dijo que lo habían hecho sin su cono cimiento.

– Lo suponía. Siegfried me telefoneó poco después de las nueve y me contó la misma historia. Incluso me dijo que acababa de hablar con el doctor Lyons y que éste le había dicho que lo habíamos decepcionado.

– Te habrá hecho llorar -dijo Melanie.

– No creo que lo de la cuadrilla de obreros sea verdad.

– Por supuesto que no. Bertram está al corriente de todo lo que pasa en la isla Francesca. ¿Acaso se creen que hemos nacido ayer?

Kevin se puso en pie y miró por la ventana a la lejana isla.

– ¿Qué pasa? -preguntó Melanie.

– Siegfried -dijo Kevin volviéndose hacia ella-. Estoy pensando en su amenaza de aplicarnos la ley ecuatoguineana.

Nos recordó que ir a la isla podía considerarse un delito castigado con la pena de muerte. ¿No crees que deberíamos tomarnos en serio su advertencia?

– ¡Joder, no!

– ¿Cómo estás tan segura? Siegfried me da mucho miedo.

– A mí también me daría miedo si fuera ecuatoguineana -repuso Melanie-. Pero no lo somos. Somos americanos.

Mientras estemos aquí, en la Zona, sólo pueden aplicarnos la ley de Estados Unidos. Lo peor que puede pasarnos es que nos despidan y, como te dije anoche, la idea no me disgusta.

Ultimamente Manhattan se me antoja un paraíso.

– Ojalá me sintiera tan seguro como tú.

– ¿Tu sesión con el ordenador esta mañana ha confirmado que los bonobos están separados en dos grupos?

Kevin asintió con la cabeza.

– El primer grupo es el más grande y permanece en las cercanías de las cavernas. Incluye a la mayoría de los bonobos maydres, entre ellos tu doble y el mío. El otro grupo está en una zona boscosa, al norte del río Deviso. Se compone en su mayor parte de animales jóvenes, aunque el tercero en edad también está con ellos. Es el doble de Raymond Lyons.

– Muy curioso -señaló Melanie.

– Hola -saludó Candace mientras entraba por la puerta sin llamar. ¿He llegado puntual? Ni siquiera me he secado el pelo.

En lugar de recogido con el moño habitual, llevaba el cabello húmedo peinado hacia atrás, despejando la frente.

– Justo a tiempo -dijo Melanie-. Y fuiste la única lista de los tres porque al menos dormiste un rato. Tengo que reconocer que estoy agotada.

– ¿Siegfried Spallek se ha puesto en contacto contigo? -preguntó Kevin.

– A eso de las nueve y media-respondió Candace-. Me despertó de un sueño profundo. Espero haberle hablado con cordura.

– ¿Qué te dijo? -preguntó él.

– En realidad fue muy amable -dijo Candace-. Incluso se disculpó por lo ocurrido anoche. También me dio una explicación sobre el humo que sale de la isla. Dijo que se debía a una cuadrilla de obreros que estuvieron quemando arbustos.

– Lo mismo que nos dijo a nosotros -señaló Kevin.

– ¿Y qué pensáis?

– No nos lo tragamos -respondió Melanie-. Es demasiado oportuno.

– Lo mismo pensé yo -dijo Candace.

Melanie cogió la bolsa de papel.

– Larguémonos de una vez.

– ¿Tienes la llave? -preguntó Kevin. Cogió el localizador y el radiorreceptor direccional.

– Por supuesto que la tengo -respondió Melanie.

Mientras cruzaban la puerta, le dijo a Candace que había preparado comida.

– ¡Genial! Estoy muerta de hambre.

– Esperad un segundo -dijo Kevin cuando llegaron a las escaleras-. Acabo de darme cuenta de algo: ayer debieron de habernos seguido. Es la única explicación para la forma en que nos sorprendieron. Desde luego, eso significa que debían de estar vigilándome a mí, pues yo fui el que hablé del humo con Bertram Edwards.

– Es razonable -dijo Melanie.

Durante unos instantes los tres se miraron entre sí.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Candace-. No podemos permitir que nos sigan.

– En primer lugar no debemos usar mi coche -dijo Kevin-.

¿Dónde está el tuyo, Melanie? Ahora que el tiempo está seco, podemos arreglarnos sin la tracción en las cuatro ruedas.

– Abajo, en el aparcamiento. He venido en él desde el Centro de Animales.

– ¿Te ha seguido alguien?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? No me he fijado.

– Mmmm -musitó Kevin-. Todavía creo que si están vigilando a alguien ha de ser a mí, así que tú, Melanie, baja, métete en el coche y dirígete a tu casa.

– ¿Y qué haréis vosotros?

– Hay un túnel en el sótano que llega hasta la central eléctrica. Espera unos cinco minutos en tu casa y recógenos en la central. Allí hay una puerta lateral que da directamente al aparcamiento. ¿Sabes dónde te digo?

– Creo que sí -respondió Melanie.

– De acuerdo -dijo Kevin-. Te veremos allí.

Se separaron en la planta baja, donde Melanie salió al calor del mediodía mientras Candace y Kevin bajaban al sótano.

Después de caminar durante unos quince minutos, Candace comentó que el túnel era un laberinto de pasillos.

– Toda la electricidad viene de una misma fuente -explicó Kevin-. El túnel conecta todos los edificios principales, excepto el Centro de Animales, que tiene su propio generador eléctrico.

– Es fácil perderse aquí -dijo Candace.

– A mí me ha pasado -admitió Kevin-, y varias veces. Pero en mitad de la temporada de lluvias, estos túneles resultan útiles. Son secos y frescos.

Cuando se aproximaban a la central eléctrica oyeron y sintieron las vibraciones de las turbinas. Un tramo de peldaños metálicos los llevó hasta la puerta lateral. En cuanto aparecieron, Melanie, que había aparcado bajo un árbol de malapa, acercó el coche y los recogió. Kevin subió en el asiento trasero para que Candace fuera en el delantero. Con la sofocante temperatura y el cien por cien de humedad, el aire acondicionado hacía que el interior del coche pareciera un paraíso.