– ¿Estáis pensando lo mismo que yo? -preguntó Melanie.
Candace asintió.
– Me recuerda a los dibujos de cavernícolas que había en los libros de texto de la escuela.
– ¿Habéis visto sus manos? -preguntó Kevin.
– Sí -respondió Candace-. ¿Qué tienen de particular?
– El pulgar. No es como el de los chimpancés. Está separado de la palma.
– Tienes razón. Y eso significa que es capaz de oponerlo a los demás dedos.
– ¡Santo cielo! -susurró él-. Las pruebas circunstanciales se acumulan. Supongo que si en el brazo corto del cromosoma seis se encuentran los genes evolutivos responsables de la bipedación, también podrían encontrarse allí los que permiten oponer el pulgar a los dedos.
– Lo que lleva a la cintura es una liana -observó Candace-.
Ahora la veo con claridad.
– Acerquémonos un poco más -sugirió Melanie.
– No sé -dijo Kevin-. Creo que estamos tentando a la suerte. Con franqueza, me sorprende que aún no haya huido de nosotros. Tal vez deberíamos sentarnos aquí a mirarlo.
– Hace muchísimo calor al sol -replicó Melanie-. Y todavía no son las nueve, así que dentro de un rato será peor. Si decidimos sentarnos a observar, yo propongo que sea a la sombra. Y entonces también me gustaría tener la comida con nosotros.
– Estoy de acuerdo -intervino Candace.
– Claro que estás de acuerdo -se burló Kevin-. Me sorprendería que no fuera así.
Estaba cansado de ver que cada vez que Melanie hacía una sugerencia, Candace la apoyaba incondicionalmente. Gracias a su adhesión, se habían metido en más de un lío.
– Gracias por el cumplido -dijo Candace, indignada.
– Lo siento -se disculpó él, que no prentendía herir sus sentimientos.
– Bueno, yo me acercaré -dijo Melanie-. Al fin y al cabo, Jane Goodall consiguió aproximarse a los chimpancés.
– Es verdad -repuso Kevin-, pero después de meses de acostumbrarlos a su presencia.
– De todos modos voy a intentarlo -insistió ella.
Kevin y Candace dejaron que avanzara unos tres metros, luego intercambiaron una mirada, se encogieron de hombros y la siguieron.
– No tenéis que hacerlo por mí -dijo Melanie.
– En realidad, quiero acercarme lo suficiente para ver la expresión de la cara de mi doble -susurró Kevin-. Y también quiero mirarlo a los ojos.
En silencio, y con paso lento y sigiloso, los tres consiguieron llegar a unos seis metros del bonobo. Luego volvieron a detenerse.
– ¡Es increíble! -susurró Melanie sin apartar los ojos de la cara del animal-. Los únicos indicios de que el animal estaba vivo eran un parpadeo de vez en cuando, algunos movimientos de los ojos y el ensanchamiento de las fosas nasales con cada inspiración.
– Mira esos pectorales -indicó Candace-. Es como si se hubiera pasado media vida en el gimnasio.
– ¿Cómo creéis que se hizo esa cicatriz? -preguntó Melanie.
El bonobo tenía una gruesa cicatriz que se extendía desde un lado de la cara casi hasta la boca.
Kevin se inclinó y lo miró a los ojos. Eran castaños, igual que los suyos. Puesto que tenía el sol de frente, las pupilas eran apenas un puntito. Kevin aguzó la vista, buscando algún indicio de inteligencia, pero era difícil detectarlo.
De improviso, el animal hizo chocar las palmas con tanta fuerza que el eco hizo vibrar las hojas de la arboleda. Al mismo tiempo gritó: "¡At!".
Kevin, Melanie y Candace dieron un respingo. Preocupados desde un principio por la posibilidad de que el bonobo huyera de ellos, ni siquiera habían pensado en una conducta agresiva. El violento palmoteo y el grito los asustó, haciéndoles temer un ataque. Sin embargo, el animal no los atacó y volvió a quedarse petrificado.
Después de un instante de confusión, recuperaron parte de su anterior compostura y miraron con nerviosismo al bonobo.
– ¿A santo de qué ha hecho eso? -preguntó Melanie.
– No creo que tenga miedo de nosotros -dijo Candace-. Tal vez deberíamos retroceder.
– Estoy de acuerdo -asintió Kevin con inquietud-, pero hagámoslo despacio. No os dejéis dominar por el pánico.
Siguiendo su propio consejo, dio unos pasos lentos hacia atrás e hizo señas a las chicas para que lo imitaran.
El bonobo reaccionó llevándose una mano a la espalda y cogiendo una herramienta colgada a la liana que le rodeaba la cintura. Alzó la herramienta por encima de su cabeza y volvió a gritar "¡At!". Los tres se detuvieron en seco, con los ojos desorbitados de horror.
– ¿Qué significa "At"? -gimió Melanie al cabo de unos segundos. ¿Será una palabra? ¿Es posible que hablen?
– No tengo la menor idea -respondió Kevin con voz temblorosa-. Pero al menos no se ha arrojado sobre nosotros.
– ¿Qué tiene en la mano? -preguntó Candace con aprensión-. Parece un martillo.
– Lo es -respondió Kevin-. Es un martillo de carpintero.
Ha de ser una de las herramientas que robaron los bonobos durante las obras del puente.
– Mira cómo lo sujeta -dijo Melanie-, como lo haríamos tú o yo. No cabe duda de que puede oponer el pulgar a la palma.
– ¡Tenemos que escapar! -gimió Candace-. Me habíais dicho que estas criaturas eran tímidas, y éste no tiene ninguna pinta de serlo.
– ¡No corras! -advirtió Kevin con los ojos fijos en los del bonobo.
– Vosotros quedaos, si queréis, pero yo vuelvo a la piragua -dijo Candace, desesperada.
– Nos iremos todos, pero despacio -dijo Kevin.
A pesar de las advertencias, Candace dio media vuelta y echó a correr. Sin embargo, no había recorrido más de unos metros cuando se detuvo en seco y gritó.
Melanie y Kevin se volvieron, y contuvieron la respiración al descubrir la causa del susto de su amiga: unos veinte bonobos más habían salido del bosque y se habían dispuesto en semicírculo, bloqueando la salida de la arboleda.
Candace retrocedió despacio, hasta que chocó con Melanie.
Durante un minuto nadie habló ni se movió, ni siquiera los animales. Luego, el ejemplar número uno volvió a gritar "¡At!", y los bonobos comenzaron a rodear a los humanos.
Candace dejó escapar un gemido de angustia mientras ella, Kevin y Melanie se aproximaban entre sí, formando una piña. El cerco de los animales comenzó a cerrarse como un lazo. Los bonobos se aproximaron lentamente y pronto los humanos pudieron percibir su olor penetrante. Los animales tenían una expresión indescifrable, pero atenta. Sus ojos destellaban.
Por fin se detuvieron a menos de un metro del grupo y estudiaron los cuerpos de los tres amigos de arriba abajo. Algunos empuñaban piedras en forma de cuña, como la que había matado al bonobo número sesenta.
Ellos no se movieron. Estaban paralizados de terror. Todos los animales parecían tan fuertes como el número uno.
El bonobo número uno permaneció fuera del apretado cerco. Todavía tenía el martillo en la mano, pero ya no lo levantaba. Se aproximó y caminó alrededor del grupo, mirando a los humanos por entre las cabezas de sus congéneres. Luego emitió una retahíla de sonidos acompañados de ademanes.
Algunos de los demás bonobos le respondieron y uno de ellos tendió el brazo hacia Candace, que soltó un gemido ahogado.
– No te muevas -consiguió decir Kevin-. Creo que el hecho de que hasta ahora no nos hayan hecho daño es buena señal.
Candace tragó saliva con dificultad mientras la mano del bonobo le acariciaba el cabello. Parecía fascinado por el color rubio. La joven tuvo que hacer acopio de todo su valor para no gritar ni retroceder.
Otro animal comenzó a gesticular y emitir sonidos. Luego se señaló un costado, donde Kevin vio una larga sutura quirúrgica.