– Es posible. Todo parece encajar. Desde luego, podría haberlo hecho.
– Creo que deberíamos comentárselo a Lou. -No me gustaría que fuera Vinnie, pero tenemos que descubrir quién ha estado filtrando información confidencial.
Por suerte para Laurie, su turno semanal como jefa de día había terminado y comenzaba el de Paul Plodgett. Este ya estaba ante el escritorio, examinando los casos que habían entrado la noche anterior. Laurie y Jack le dijeron que pensaban tomarse unos días de vacaciones y que no les asignara ninguna autopsia a menos que fuera imprescindible. Paul les aseguró que no habría necesidad, pues la lista de casos era pequeña.
Laurie, que sabía más de política que Jack, insistió en que, debían comentar sus planes con Calvin antes de abordar a Bingham, y Jack se sometió a su buen criterio. Calvin respondió con un gruñido que deberían haber avisado con más tiempo.
En cuanto Bingham llegó, Laurie y Jack fueron a su despacho. El jefe del instituto los miró con curiosidad por encima de la montura metálica de las gafas. Tenía la correspondencia en la mano y estaba a punto de leerla.
– ¿Quieren dos semanas a partir de hoy? -preguntó con incredulidad-. ¿Por qué tanta prisa? ¿Es una emergencia?
– Nos proponemos hacer lo que se llama turismo de aventura -dijo Jack-. Y nos gustaría marcharnos esta misma noche.
Los ojos vidriosos de Bingham iban y venían de Laurie a Jack.
– No pensarán casarse, ¿no?
– No será una aventura tan arriesgada -respondió Jack.
Laurie soltó una carcajada.
– Lamentamos no haber avisado con mayor antelación -dijo-. El motivo de nuestra prisa es que anoche los dos recibimos amenazas en relación con el caso Franconi.
– ¿Amenazas? -preguntó Bingham-. ¿Ese ojo a la funerala tiene algo que ver con ellas?
– Me temo que sí -respondió Laurie. Había hecho lo posible por cubrir el morado con maquillaje, pero sólo lo había conseguido en parte.
– ¿Y quién está detrás de esas amenazas? -preguntó Bingham.
– Una de las familias de la mafia de Nueva York -repuso Laurie-. El detective Soldano le informará al respecto y le hablará de la posibilidad de que exista un infiltrado de la mafia en el instituto. Creemos haber descubierto cómo robaron el cadáver de Franconi.
– Soy todo oídos -dijo Bingham.
Dejó la correspondencia sobre el escritorio y se reclinó en su sillón.
Laurie le contó toda la historia, subrayando el hecho de que la funeraria Spoletto tenía el número de admisión de la víctima sin identificar.
– ¿Y el detective Soldano cree que es conveniente que se marchen de la ciudad? -preguntó Bingham.
– Sí -respondió ella.
– Bien -dijo Bingham-. Entonces pueden marcharse.
¿Tengo que llamar a Soldano o me llamar él?
– Quedamos en que llamaría él.
– De acuerdo. -Miró a Jack-. ¿Y qué hay del asunto del hígado?
– Todavía está sin aclarar -respondió Jack-. Estoy esperando los resultados de las pruebas.
Bingham hizo un gesto de asentimiento y dijo:
– Este caso es un auténtico coñazo. Asegúrese de que me notifiquen cualquier descubrimiento mientras usted esté fuera. No quiero sorpresas. -Bajó la vista al escritorio y cogió la correspondencia-. Que tengan buen viaje, y no olviden enviarme una postal.
Laurie y Jack salieron al pasillo y sonrieron.
– Esto promete -dijo él-. Bingham era el principal obstáculo.
– Me pregunto si deberíamos haberle dicho que íbamos a Africa para investigar el asunto del hígado trasplantado dijo ella.
– No lo creo. Es muy probable que no nos hubiera dejado marchar. Lo único que él quiere es que el caso se esfume sin alboroto.
Cuando se retiraron a sus respectivos despachos, Laurie telefoneó a la embajada de Guinea Ecuatorial para informarse de los trámites necesarios para los visados, mientras Jack llamaba a las líneas aéreas. Laurie descubrió que Esteban estaba en lo cierto: el visado podía obtenerse en una mañana.
En la compañía Air France dijeron a Jack que se ocuparían de todo, y él quedó en pasar por la oficina por la tarde a recoger los billetes.
Poco después, Laurie entró en el despacho de Jack. Estaba radiante.
– Comienzo a hacerme a la idea de que nos vamos de verdad -dijo con entusiasmo-. ¿Qué tal te ha ido a ti?
– Bien -respondió Jack-. Salimos esta tarde a las ocho menos diez.
– No puedo creerlo. Me siento como una adolescente antes de su primer viaje al extranjero.
Tras hacer los arreglos necesarios para el viaje y la vacunación en el Hospital General de Manhattan, telefonearon a Warren, que dijo que llamaría a Natalie y se reuniría con ellos en el hospital.
Una enfermera les puso una serie de vacunas y les dio recetas de fármacos para prevenir la malaria. También les dijo que debían esperar una semana para viajar. Jack le explicó que era imposible, y la mujer respondió que se alegraba de no estar en sus zapatos.
En el pasillo, Warren preguntó a Jack qué había querido decir la enfermera.
– Las vacunas tardan una semana en hacer efecto -explicó Jack-, excepto la gammaglobulina.
– ¿Entonces corremos algún riesgo? -preguntó Warren.
– Vivir es un riesgo -bromeó Jack-. Ahora en serio, sí, corremos un riesgo, pero nuestro sistema inmunitario estará más fuerte día a día. El principal peligro es la malaria, pero pienso llevar una tonelada de repelente de insectos.
– ¿Entonces no estás preocupado? -preguntó Warren.
– No lo suficiente para quedarme en casa.
Abandonaron el hospital y fueron a un fotógrafo para hacerse las fotografías de pasaporte.
Con ellas, Laurie, Warren y Natalie se dirigieron a la embajada de Guinea Ecuatorial.
Jack cogió un taxi rumbo al Hospital Universitario. Una vez allí, subió directamente al laboratorio del doctor Malovar. Como de costumbre, el anatomopatólogo estaba inclinado sobre el microscopio. Jack esperó pacientemente a que terminara de examinar la muestra.
– Ah, doctor Stapleton lo saludó Malovar-, me alegro de verlo. Veamos, ¿dónde está su muestra?
El laboratorio del doctor Malovar era un polvoriento caos de libros, revistas médicas y centenares de bandejas de portaobjetos. Las papeleras estaban siempre a rebosar. El profesor se negaba rotundamente a que cualquiera limpiara su lugar de trabajo por miedo a que perturbaran su metódico desorden.
Con sorprendente rapidez, Malovar localizó la muestra de Jack encima de un libro de patología veterinaria. Sus dos dedos diestros cogieron el portaobjetos y lo pusieron bajo el objetivo del microscopio.
– Osgood tuvo una idea excelente al sugerir que el doctor Hammersmith examinara la muestra -dijo Malovar mientras enfocaba. Una vez satisfecho con el enfoque, se irguió en su silla, cogió el libro y lo abrió en la página señalada con un portaobjetos vacío.
Le entregó el libro a Jack, que miró la página indicada. En ella había una fotomicrografía de un corte de hígado, en la que se veía un granuloma similar al de la muestra de Jack.
– Es igual -aseguró el doctor Malovar e hizo una seña a Jack para que lo confirmara mirando por el microscopio.
Jack se inclinó y examinó el preparado histológico. Las imágenes parecían idénticas.
– Sin duda, ésta es una de las muestras más interesantes que me ha traído -afirmó el doctor Malovar, apartando de sus ojos un mechón de cabello gris-. Como puede ver en el libro, el microorganismo agresor se llama Hepatocystis.
– ¿Es poco común? -preguntó Jack.
– Bueno, yo diría que es insólito encontrarlo en el depósito de cadáveres de Nueva York -respondió el doctor Malovar-. ¡Extraordinario! Verá, sólo se encuentra en primates, y exclusivamente en primates de Africa y el sudeste asiático.
Nunca se ha visto en el Nuevo Mundo y mucho menos en humanos.
– ¿Nunca? -preguntó Jack.
– Mire, yo nunca lo había visto -dijo Malovar-, y he visto muchos parásitos hepáticos. Más aún, el doctor Osgood tampoco lo había visto nunca, y él ha visto más parásitos hepáticos que yo. Basándome en la experiencia de ambos, puedo afirmar que este parásito no existe en los seres humanos.