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– De acuerdo -dijo Kevin con súbita determinación-. Lo intentaré.

– Bravo -dijo Melanie.

Kevin se puso a gatas. Ya temblaba, sabiendo que muy cerca de él había al menos cincuenta animales corpulentos obstinados en que se quedara donde estaba.

– Si algo sale mal -dijo Melanie-, vuelve corriendo.

– Lo dices como si fuera lo más fácil del mundo -replicó Kevin.

– Será fácil -aseguró ella-. Los bonobos y los chimpancés se duermen en cuanto oscurece y no despiertan hasta el amanecer. No tendrás problemas.

– ¿Y qué me dices de los hipopótamos? -preguntó Kevin.

– ¿Qué pasa con ellos?

– Olvídalo -dijo él-. Ya tengo suficientes preocupaciones.

– De acuerdo, buena suerte -susurró Melanie.

– Sí, buena suerte -repitió Candace.

Kevin intentó ponerse en pie para salir, pero no pudo. Se dijo que nunca había sido un héroe, y que no era el mejor momento para empezar.

– ¿Qué pasa? -preguntó Melanie.

– Nada.

De súbito, en lo más profundo de sí mismo, Kevin encontró el valor que necesitaba. Se levantó y echó a andar encogido hacia la abertura de la cueva.

Mientras avanzaba, se preguntó si debía moverse lentamente o correr a toda prisa hacia la salida. Se debatía entre la prudencia y la ansiedad por terminar de una vez con aquel tormento. Ganó la prudencia. Avanzó a paso de niño, y cada vez que sus pies producían algún ruido, daba un respingo y se quedaba paralizado en la oscuridad. A su alrededor, oía la ruidosa respiración de los animales dormidos.

Cuando se hallaba a unos seis metros de la entrada de la caverna, uno de los bonobos se movió tan bruscamente que las ramas de su lecho crujieron. Una vez más, Kevin se detuvo en seco, con el corazón desbocado. Pero el bonobo sólo se había girado en sueños y su respiración era profunda, lo que indicaba que seguía durmiendo. Puesto que la zona próxima a la entrada de la cueva estaba mejor iluminada, Kevin pudo ver con claridad a los bonobos tendidos alrededor. La visión de tantas bestias dormidas lo hizo detenerse. Tras un minuto de total inmovilidad, Kevin reinició la marcha hacia la libertad. Incluso comenzó a sentir una ligera sensación de alivio cuando los aromas de la selva taparon el rancio olor de las fieras. Pero esa sensación duró poco.

Otro estampido de un trueno, seguido por un súbito chaparrón tropical, sobresaltó a Kevin, que estuvo a punto de perder el equilibrio. Balanceó los brazos frenéticamente hasta que consiguió permanecer de pie y en el sendero previsto.

Con un escalofrío, pensó en lo cerca que había estado de pisar a uno de los bonobos dormidos.

Cuando estaba a apenas tres metros de la entrada, Kevin divisó la bóveda oscura de la selva a sus pies. Los sonidos nocturnos de la jungla se oían ahora por encima de los ronquidos de los bonobos.

Kevin ya estaba lo bastante cerca de la salida para empezar a preocuparse por el descenso por la empinada pared de roca, cuando la suerte lo abandonó. El corazón le dio un vuelco. Una mano le había cogido la pierna. Algo atenazaba su tobillo con tanta fuerza, que se le saltaron las lágrimas. Al mirar hacia abajo, lo primero que vio fue su propio reloj. Era el bonobo número uno.

– ¡Tada! -exclamó el bonobo mientras se ponía en pie de un salto, arrojando a Kevin al suelo en el proceso. Por suerte, esa parte de la cueva estaba cubierta de desperdicios, que amortiguaron la caída. No obstante, Kevin se dio un buen golpe al aterrizar sobre su cadera izquierda.

El grito del bonobo número uno despertó a los demás animales, que se incorporaron de inmediato. Por un instante el caos fue absoluto, hasta que las bestias comprendieron que no corrían peligro alguno.

El bonobo número uno soltó el tobillo de Kevin, sólo para agacharse y cogerlo por los brazos. En una sorprendente demostración de fuerza, levantó a Kevin del suelo y lo sostuvo a la distancia de sus brazos.

Los bonobos emitieron una estridente y furiosa vocalización. Asido por las fuertes garras del animal, Kevin se encogió de dolor.

Al final de su perorata, el bonobo número uno se adentró en las profundidades de la cueva y arrojó a Kevin en la cámara interior. Después de una última reprimenda, regresó a su lecho.

Kevin se sentó con esfuerzo. Había caído nuevamente sobre la cadera, que estaba entumecida. También se había torcido la muñeca y tenía un rasguño en el codo. Pero considerando la forma en que lo había arrojado al aire, había salido mejor parado de lo que había previsto.

Otros gritos retumbaron en la caverna, presumiblemente emitidos por el bonobo número uno, aunque Kevin no podía estar seguro, ya que la oscuridad era total. Se palpó el codo derecho. Sabía que la sustancia pegajosa que lo cubría era sangre.

– ¿Kevin? -susurró Melanie-. ¿Te encuentras bien?

– Tan bien como puede esperarse -respondió Kevin.

– ¡Gracias a Dios! -dijo Melanie-. ¿Qué ha pasado?

– No lo sé -respondió Kevin-. Creí que lo había conseguido; estaba en la salida de la cueva.

– ¿Estás herido? -preguntó Candace.

– Un poco. Pero no me he roto ningún hueso. O eso creo.

– No vimos qué paso -dijo Melanie.

– Mi doble me ha reñido. Por lo menos, así lo interpreto yo. Luego me trajo de vuelta aquí. Me alegro de no haber caído encima de vosotras.

– Lamento haber insistido en que salieras -se disculpó Melanie-. Por lo visto, tenías razón.

– Me alegro de que lo reconozcas. Pero el plan casi funcionó. Estaba tan cerca…

Candace encendió la linterna y cubrió el foco con una mano. Dirigió el haz de luz al brazo de Kevin y le examinó el codo.

– Parece que tendremos que confiar en Bertram Edwards -dijo Melanie. Se estremeció y dejó escapar un suspiro-. Es difícil aceptar que somos prisioneros de nuestras propias creaciones.

– -

CAPITULO 20

8 de marzo de 1997, 16.40 horas.

Bata, Guinea Ecuatorial

Jack se percató de que estaba apretando los dientes. También apretaba la mano de Laurie con más fuerza de la razonable.

Hizo un esfuerzo consciente para relajarse. Lo peor había sido el trayecto desde Douala, Camerún, hasta Bata. Viajaban en una compañía barata, que usaba aviones antiguos, la clase de aparatos que solían aparecer en las pesadillas de Jack tras la pérdida de su familia.

El vuelo no había sido fácil. El avión había esquivado varias tormentas eléctricas, entre enormes nubes que variaban de color, de blanco nata a morado intenso. Veían constantes fogonazos de relámpagos, y la turbulencia era feroz.

En comparación, la parte anterior del viaje había sido un sueño. El vuelo desde Nueva York hasta París había transcurrido tranquilo y sin incidentes. Todos habían dormido al menos unas horas.

Habían llegado a París diez minutos antes de lo previsto, de modo que habían tenido tiempo de sobra para hacer la conexión con las líneas aéreas de Camerún. En el viaje hacia Douala, habían dormido incluso mejor. Pero el último tramo hasta Bata había sido horripilante.

– Estamos aterrizando -anunció Laurie.

– Espero que sea un aterrizaje controlado -bromeó Jack.

Miró a través de la ventanilla sucia. Como había previsto, el paisaje parecía una ininterrumpida alfombra verde. Mientras se aproximaban más y más a las copas de los árboles, deseó ver una pista de aterrizaje.

Finalmente tocaron la pista de cemento y Jack y Warren suspiraron aliviados.

Mientras los cansados pasajeros descendían del pequeño y anticuado avión, Jack contempló la descuidada pista de aterrizaje y vio algo inesperado. La silueta de un resplandeciente y solitario jet blanco se recortaba contra el fondo verde oscuro de la selva. Apostados junto a los cuatro extremos del avión, había soldados con uniformes de camuflaje y boinas rojas. Aunque ostensiblemente erguidos, habían adoptado diversas posturas de descanso. Todos llevaban rifles automáticos en bandolera.