– Evoluciona bien -respondió Daniel-. Al menos desde el punto de vista físico. ¿Por qué lo pregunta?
– Este asunto de Franconi me ha hecho tomar conciencia de la fragilidad del proyecto -reconoció Raymond-. Quiero asegurarme de que no queden cabos sueltos.
– No se preocupe por los Carlson -replicó Daniel-. No nos crearán ningún problema. No podrían estar más agradecidos. De hecho, la semana pasada Albright mencionó la posibilidad de llevar a su esposa a las Bahamas para que le extraigan médula ósea. Pronto será cliente nuestra.
– Eso es alentador-admitió Raymond-. Siempre viene bien un cliente nuevo. Pero lo que me preocupa en este momento no es la demanda por nuestros servicios. Desde el punto de vista económico no podría irnos mejor. Hemos superado todas las previsiones. Lo que me inquieta son los imprevistos, como el caso de Franconi.
Daniel asintió con la cabeza e hizo otro movimiento espasmódico.
– Todo tiene sus riesgos -dijo con aire filosófico-. Así es la vida.
– Pero cuanto más bajo sea el nivel de riesgos mejor me sentiré -repuso Raymond-. Cuando le pregunté por el estado de Cindy Carlson, usted dijo que se encontraba físicamente bien. ¿Por qué?
– Porque mentalmente está como una regadera -respondió Daniel.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Raymond. Una vez más su pulso se aceleró.
– Es normal que la cría esté un poco loca con un padre como Albright Carlson -dijo Daniel. Añada a eso la tensión de una enfermedad crónica. No estoy seguro de que ésta haya contribuido a su obesidad, pero lo cierto es que a la joven le sobran unos cuantos kilos. Eso ya es duro para cualquiera, pero mucho más para una adolescente. La joven sufre una comprensible depresión.
– ¿Qué grado de depresión? -preguntó Raymond.
– El suficiente para intentar suicidarse en dos ocasiones -respondió Raymond-. Y no fueron reclamos de atención pueriles, sino intentos serios. No lo consiguió porque la descubrieron de inmediato, y porque la primera vez tomó pastillas y la segunda trató de ahorcarse. Si hubiera tenido una pistola, sin duda ahora estaría muerta.
Raymond soltó un gruñido.
– ¿Qué pasa? -preguntó Daniel.
– A todos los suicidas se les practica una autopsia -dijo Raymond.
– No lo había pensado -admitió Daniel.
– Precisamente me refería a esa clase de cabos sueltos.
¡Maldita sea! ¡Qué mala suerte!
– Lamento ser mensajero de malas noticias -dijo Daniel.
– No es culpa suya -respondió Raymond-. Lo importante es que sepamos dónde estamos y reconozcamos que no podemos quedarnos sentados esperando que suceda una catástrofe.
– No creo que tengamos elección -dijo Daniel.
– ¿Y qué me dice de Vincent Dominick? -preguntó Raymond-. Nos ha ayudado una vez, y con un hijo enfermo, sin duda tiene especial interés en el futuro de nuestro programa.
El doctor Daniel Levitz miró fijamente a Raymond.
– ¿No estará sugiriendo…? -Raymond no respondió-. No; yo me planto aquí -dijo Daniel y se puso en pie-. Lo siento, pero tengo la sala de espera llena de pacientes.
– ¿No podría llamar a Dominick y consultarlo? -preguntó Raymond.
– De ninguna manera -respondió Daniel. Aunque atienda a algunos individuos relacionados con la mafia, nunca me involucro personalmente en sus asuntos.
– Pero usted nos ayudó con Franconi -protestó Raymond.
– Franconi era un cadáver congelado en el depósito.
– Entonces deme el número de teléfono de Dominick. Lo llamaré personalmente. Y también necesitaré la dirección de los Carlson.
– Hable con mi recepcionista. Dígale que es un amigo personal.
– Gracias -dijo Raymond.
– Pero recuerde -advirtió Daniel-, pase lo que pase entre usted y Vinnie Dominick, me merezco y quiero los porcentajes que me corresponden.
Al principio la recepcionista se resistió a darle a Raymond el número de teléfono y las direcciones que solicitaba, pero tras una breve conversación telefónica con su jefe, lo hizo.
Sin decir una palabra, apuntó la información al dorso de una tarjeta de visita de Levitz y se la entregó.
Raymond se apresuró a volver a su apartamento de la calle Sesenta y cuatro. En cuanto entró, Darlene le preguntó cómo había ido la reunión con el médico.
– Ni lo preguntes -repuso él con tono cortante. Entró en su estudio recubierto con paneles de madera, cerró la puerta y se sentó ante el escritorio. Con manos temblorosas marcó un número de teléfono. En su imaginación, veía a Cindy Carlson buscando somníferos en el botiquín de su madre o entrando en la ferretería más cercana para comprar una soga.
– ¿Sí? ¿Diga? -dijo una voz al otro lado de la línea.
– Quiero hablar con el señor Vincent Dominick -dijo Raymond con toda la autoridad de que era capaz.
Detestaba mezclarse con esa gentuza, pero no tenía alternativa. Siete años de esfuerzos y dedicación estaban en la cuerda floja, por no mencionar su futuro.
– ¿Quién habla? -preguntaron del otro lado.
– El doctor Raymond Lyons.
Hubo una pequeña pausa antes de que el hombre dijera:
– Un momento.
Para sorpresa de Raymond, mientras esperaba oyó una sonata de Beethoven. Le pareció una ironía.
Unos instantes después, la voz melodiosa de Vinnie Dominick sonó en la línea. Raymond imaginó la indiferencia ensayada y desdeñosa del hombre, como si fuera un actor bien vestido interpretándose a sí mismo.
– ¿Cómo ha conseguido mi número, doctor? -preguntó
Vinnie. Su tono era imperturbable y, sin embargo, tenía un dejo amenazador.
A Raymond se le secó la boca y tuvo que carraspear.
– Me lo dio el doctor Levitz -consiguió articular por fin.
– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Vinnie.
– Ha surgido otro problema-respondió Raymond con voz ronca y volvió a aclararse la garganta-. Me gustaría verlo para hablar sobre él.
Hubo una pausa que se prolongó más de lo que Raymond podía tolerar. Cuando estaba a punto de preguntar si Vinnie seguía allí, el mafioso respondió:
– Cuando me apunté a su programa, lo hice para ganar un poco de tranquilidad mental. Nunca creí que me complicarían la vida.
– Se trata sólo de pequeños inconvenientes -repuso Raymond-. En realidad, el proyecto funciona de maravilla.
– Lo veré en el restaurante Neopolitan, en Corona Avenue, Elmhurst, dentro de media hora. ¿Podrá encontrarlo?
– Claro. Cogeré un taxi de inmediato.
– Hasta entonces -dijo Vinnie antes de colgar.
Raymond rebuscó con rapidez en el primer cajón de su escritorio, hasta encontrar el plano de Nueva York. Lo desplegó sobre el escritorio y localizó Corona Avenue en Elmhurst. Calculaba que podría llegar en media hora, siempre que no hubiera atascos en el puente de Queens. Tenía motivos para preocuparse, pues eran casi las cuatro, el comienzo de la hora punta.
Cuando Raymond salió de su estudio, poniéndose apresuradamente el abrigo, Darlene le preguntó adónde iba. Le respondió que no tenía tiempo para darle explicaciones y que volvería aproximadamente en una hora.
Raymond corrió hacia Park Avenue, donde cogió un taxi.
Fue una suerte que llevara el plano con él, porque el taxista afgano no tenía la menor idea de dónde estaba Elmhurst, y mucho menos Corona Avenue.
El viaje no fue sencillo. Tardaron casi un cuarto de hora en cruzar el este de Manhattan y luego se encontraron con un atasco en el puente. A la hora en que Raymond debía estar en el restaurante, el taxi acababa de llegar a Queens. Pero a partir de ahí las calles se despejaron y Raymond llegó al restaurante con apenas quince minutos de retraso.
Empujó una pesada cortina de terciopelo y entró.
De inmediato se dio cuenta de que el restaurante no estaba abierto al público en esos momentos. La mayoría de las sillas estaban sobre las mesas. Vinnie Dominick estaba sentado solo en uno de los reservados tapizados de terciopelo rojo.
Delante de él había un periódico y una taza pequeña de café expreso. Un cigarrillo encendido reposaba en un cenicero de cristal.
Junto a la barra había cuatro hombres sentados perezosamente sobre los taburetes, fumando. Raymond reconoció entre ellos a los dos que habían acompañado a Dominick a visitarlo a su apartamento. Al otro lado de la barra, un hombre obeso y barbudo lavaba copas. El resto del restaurante estaba vacío. Vinnie hizo una seña a Raymond para que se acercara al reservado.
– Siéntese, doctor -dijo Vinnie-. ¿Un café?
Raymond asintió con la cabeza mientras se sentaba en el banco, no sin cierto esfuerzo debido a la textura del terciopelo. El salón estaba frío y húmedo. Olía a ajo de la noche anterior y al humo acumulado de al menos cinco años de tabaco. Raymond se alegró de no haberse quitado el sombrero ni el abrigo.