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– Dos cafés -gritó Vinnie al gordo que estaba detrás de la barra.

Sin decir una palabra, el hombre se volvió hacia una complicada cafetera italiana y comenzó a manipular los mandos.

– Me ha dado una sorpresa, doctor -dijo Vinnie-. La verdad es que no esperaba volver a verlo.

– Como le dije por teléfono, ha surgido otro problema.

– Se inclinó, hablando casi en susurros.

Vinnie abrió las manos.

– Soy todo oídos.

Raymond explicó la situación de Cindy Carlson de la forma más sucinta posible. Recalcó el hecho de que todas las personas que se suicidaban eran sometidas a autopsias. Sin excepciones.

El gordo de la barra les llevó los cafés. Vinnie no respondió al monólogo de Raymond hasta que el camarero hubo regresado a sus vasos.

– ¿Esa tal Cindy Carlson es hija de Albright Carlson? -preguntó Vinnie-, ¿la leyenda de Wall Street?

Raymond hizo un gesto de asentimiento.

– Por eso la situación es tan importante -dijo-. Si se suicida, no cabe duda de que acaparará la atención de los periodistas. Los forenses pondrán particular empeño en su tarea.

– Ya me hago una idea -dijo Vinnie mientras bebía un sorbo de café-. ¿Y qué pretende que hagamos nosotros?

– Preferiría no hacer sugerencias -respondió Raymond con nerviosismo-. Pero como comprenderá, el problema se parece bastante al que planteó Franconi.

– De modo que usted quiere que esa jovencita de dieciséis años desaparezca oportunamente.

– Bueno, ha intentado suicidarse dos veces. En cierto modo, le estaríamos haciendo un favor.

Vinnie rió. Cogió el cigarrillo, dio una calada y luego se pasó la mano por la cabeza. Tenía el cabello liso y peinado hacia atrás, con la frente despejada. Clavó sus ojos oscuros en Raymond.

– Usted es un fuera de serie, doctor. Debo reconocerlo.

– Podría perdonarle la cuota de otro año -aventuró Raymond.

– Muy generoso de su parte, pero, ¿sabe?, no es suficiente, doctor. De hecho, comienzo a hartarme de esta operación. Con franqueza, si no fuera porque Vinnie Junior tiene problemas de riñón, les pediría que me devolvieran el dinero y nos abriríamos. Como verá, me he arriesgado por ustedes desde que les hice el primer favor.

He recibido una llamada del hermano de mi mujer, que dirige la funeraria Spoletto. Está nervioso porque una tal doctora Laurie Montgomery lo llamó y le hizo varias preguntas embarazosas. Dígame, doctor, ¿conoce a la doctora Montgomery?

– No -respondió Raymond y tragó saliva con esfuerzo.

– ¡Eh, Angelo, ven aquí! -gritó Vinnie.

Angelo se levantó del taburete de la barra y se acercó a la mesa.

– Siéntate, Angelo. Quiero que le cuentes al distinguido doctor lo que sabes de Laurie Montgomery.

Raymond tuvo que moverse en el banco para hacerle sitio a Angelo. Se sentía muy incómodo entre los dos hombres.

– Laurie Montgomery es una mujer lista y obcecada -comenzó Angelo con voz ronca-. Si me perdona la expresión, es un auténtico coñazo.

Raymond miró a Angelo, cuyo rostro era un mapa de cicatrices. Puesto que no podía cerrar bien los ojos, éstos estaban enrojecidos y vidriosos.

– Angelo tuvo un desafortunado encuentro con Laurie Montgomery hace unos años -explicó Vinnie-. Angelo, cuéntale al doctor lo que has averiguado hoy.

– Llamé a Vinnie Amendola, nuestro contacto en el depósito. Me contó que Laurie Montgomery aseguró que investigaría personalmente la desaparición del cadáver de Franconi. No necesito decirle que nuestro amigo está muy preocupado.

– ¿Comprende lo que quiero decir? -intervino Vinnie-.

Tenemos un problema potencial sólo porque le hicimos un favor.

– Lo siento mucho -respondió Raymond con aire sumiso.

No se le ocurrió otra respuesta.

– Y esto nos lleva otra vez a la cuestión de las cuotas -dijo Vinnie-. Dadas las circunstancias, creo que deberían suspenderse. En otras palabras, ni mi hijo ni yo pagaremos la cuota nunca más.

– Yo debo responder ante la compañía -protestó Raymond y se aclaró la garganta.

– Muy bien -dijo Vinnie-. Eso no me preocupa en absoluto. Explíqueles que se trata de un gasto de negocios. Hasta es probable que puedan desgravarlo. -Vinnie rió a carcajadas.

Raymond se estremeció. Sabía que lo estaban extorsionando injustamente, sin embargo no tenía alternativa.

– De acuerdo -consiguió decir.

– Gracias -dijo Vinnie-. Vaya, parece que, después de todo, esto va a funcionar. Prácticamente nos hemos convertido en socios. Ahora supongo que tendrá la dirección de Cindy Carlson.

Raymond rebuscó con nerviosismo en el bolsillo y sacó la tarjeta de visita del doctor Levitz. Vinnie la cogió, copió la dirección escrita al dorso y se la devolvió. Luego le pasó las señas a Angelo.

– Englewood, Nueva Jersey -leyó Angelo en voz alta.

– ¿Algún problema? -preguntó Vinnie. Angelo negó con la cabeza-. Entonces todo arreglado -añadió mirando otra vez a Raymond-. Resolveremos este problema, pero le sugiero que no vuelva con ningún otro. Ahora que nos hemos puesto de acuerdo sobre la cuestión de las cuotas, se ha quedado sin elementos para negociar.

Unos minutos después, Raymond salió a la calle. Cuando consultó su reloj, de dio cuenta de que estaba temblando.

Eran casi las cinco y comenzaba a oscurecer. Bajó del bordillo y levantó una mano para llamar a un taxi.

Qué desastre, pensó. De algún modo tendría que hacerse cargo de las cuotas de Vinnie Dominick y de su hijo durante el resto de sus vidas. Se detuvo un taxi, Raymond subió y le dio al conductor la dirección de su casa. Mientras se alejaba del restaurante Neopolitan, comenzó a sentirse mejor. Los gastos de manutención de los dos dobles eran relativamente bajos, pues los animales vivían aislados en una isla desierta.

Así pues, la situación no era tan mala, sobre todo teniendo en cuenta que el problema potencial con Cindy Carlson estaría resuelto.

Cuando Raymond llegó a su apartamento, su humor había mejorado notablemente, al menos hasta que entró por la puerta.

– Te han llamado dos veces de Africa -anunció Darlene.

– ¿Problemas? -preguntó él. Había algo inquietante en la voz de Darlene.

– Buenas y malas noticias -respondió ella-. Las buenas son del cirujano. Ha dicho que Horace Winchester se recupera milagrosamente bien y que ya puedes prepararte para viajar a recogerlo a él y al equipo de cirugía.

– ¿Cuál es la mala noticia? -preguntó Raymond.

– La otra llamada era de Siegfried Spallek. Fue un tanto vago, pero dijo que había un problema con Kevin Marshall.

– ¿Qué clase de problema?

– No entró en detalles -respondió ella.

Raymond recordó que le había pedido específicamente a Kevin que no cometiera ninguna imprudencia y se preguntó si el investigador habría hecho caso omiso de su advertencia.

Seguramente tenía relación con el puñetero humo.

– ¿Spallek pidió que lo telefoneara esta noche? -preguntó.

– Cuando llamó ya eran las once hora local. Dijo que hablaría contigo mañana.

Raymond gruñó para sus adentros. Ahora pasaría la noche en vela. Se preguntó cuándo acabaría todo aquello.

CAPITULO 11

5 de marzo de 1997, 23.30 horas.

Cogo, Guinea Ecuatorial

Kevin oyó el ruido de la pesada puerta que se abría en lo alto de la escalera de piedra y percibió una rendija de luz. Dos segundos después se encendieron sucesivamente las bombillas desnudas del techo del pasillo. A través de los barrotes, vio a Melanie y a Candace en sus respectivas celdas. Igual que él, estaban deslumbradas por el súbito resplandor.

Unos pasos ruidosos sobre los peldaños de granito precedieron la aparición de Siegfried Spallek. Lo acompañaban Cameron McIvers y Mustafá Abud, jefe de la guardia marroquí.

– ¡Ya era hora, Spallek! -exclamó Melanie-. ¡Exijo que me dejen salir de inmediato o tendrá serios problemas!

Kevin dio un respingo.

No era forma de hablarle a Siegfried Spallek en ninguna ocasión, y mucho menos en aquellas circunstancias.

Kevin, Melanie y Candace habían estado acurrucados en la oscuridad de sus celdas separadas en la sofocante y húmeda prisión del sótano del ayuntamiento. Cada celda tenía una pequeña ventana en arco que se abría a un alféizar que daba al patio trasero del edificio. Las aberturas tenían barrotes, pero no cristal, de modo que las sabandijas podían atravesarlas sin problemas. Los tres prisioneros habían estado aterrorizados por los ruidos de los insectos, sobre todo por que antes de que apagaran las luces habían visto varias tarántulas. Su único consuelo era que podían hablar entre sí.

Los primeros cinco minutos de tormento habían sido los peores. En cuanto el ruido de las ametralladoras se había apagado, unos potentes proyectores manuales los habían cegado. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, notaron que habían caído en una especie de emboscada.