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– No me decidía por la talla -replicó el.

– ¿Ha entrado alguien mientras te cambiabas? -preguntó Melanie.

– No, nadie.

– Estupendo. Tampoco ha entrado nadie en el vestuario de mujeres -dijo Melanie. Les indicó que la siguieran con una seña y comenzó a subir por las escaleras-. Para llegar a la zona de administración tenemos que cruzar el Hospital Veterinario. Será mejor evitar la planta principal, donde están la sala de urgencias y la unidad de cuidados intensivos. Ahí siempre hay mucho trajín, así que subamos a la segunda planta y pasemos por la unidad de fertilización. Si alguien me pregunta qué hago aquí a estas horas, puedo decir que he venido a ver a un paciente.

– Estupendo -dijo Candace.

Subieron a la segunda planta. Mientras recorrían el pasillo central se cruzaron con el primer empleado del centro. Si al hombre le llamó la atención la presencia de Kevin y Candace en el hospital, no lo demostró. Pasó junto a ellos y saludó con una inclinación de cabeza.

– No ha habido problema -murmuró Candace.

– El uniforme ayuda -respondió Melanie.

Giraron hacia la izquierda, atravesaron una puerta doble y entraron en un pasillo estrecho, muy iluminado y flanqueado por una serie de puertas. Melanie entreabrió una de ellas y asomó la cabeza. Luego la cerró silenciosamente.

– Es una de mis pacientes. Una gorila de los llanos que está prácticamente lista para la recolección de óvulos. Con tantas hormonas, pueden ponerse nerviosas, pero ésta duerme plácidamente.

– ¿Puedo verla? -preguntó Candace.

– Supongo que sí -respondió Melanie-. Pero no hagas ruido ni ningún movimiento brusco.

Candace hizo un gesto de asentimiento. Melanie abrió la puerta y entró, seguida por Candace. Kevin se quedó en el umbral.

– ¿No deberíamos ocuparnos de lo que hemos venido a hacer?-murmuró Kevin.

Melanie se llevó un dedo a los labios.

En la habitación había cuatro jaulas grandes, aunque sólo una estaba ocupada. Una gorila hembra dormía sobre un lecho de paja. La escasa iluminación procedía de una lámpara empotrada en el techo. Candace se cogió a los barrotes de la jaula y se inclinó ligeramente para ver mejor. Nunca había estado tan cerca de un gorila. Si hubiera querido, habría podido tocar al enorme animal.

Con sorprendente rapidez, la hembra gorila se despertó y se acercó a los barrotes. Un instante después golpeaba los puños contra el suelo, como si fuera un tambor, y chillaba.

– Tranquila -dijo Melanie-. La gorila dio otro salto, cogió un puñado de heces frescas y lo arrojó hacia la pared del fondo-. Lo siento muchísimo -dijo a Candace. La tez nórdica de la enfermera estaba más pálida de lo habitual. ¿Te encuentras bien?

– Eso creo -respondió ella mirándose la parte delantera del uniforme.

– Me temo que sufre tensión premenstrual -observó Melanie-. No te ha dado con la caca, ¿verdad?

– Me parece que no -respondió Candace. Se pasó una mano por el pelo y luego la examinó.

– Vamos a buscar las llaves -sugirió Kevin-. Estamos tentando a la suerte.

Cruzaron la unidad de fertilización y empujaron un segundo par de puertas oscilantes hasta entrar en una amplia sala dividida en cubículos. Cada cubículo tenía varias jaulas, la mayoría de ellas ocupadas por primates jóvenes de distintas especies.

– Este es el pabellón pediátrico -murmuró Melanie-.

Comportaos con naturalidad.

Había cuatro empleados trabajando. Todos vestían equipo de cirugía y llevaban estetoscopios colgados alrededor del cuello. Se mostraron cordiales, pero estaban ocupados y distraídos y el trío cruzó la sala sin recibir más que un par de sonrisas o inclinaciones de cabeza.

Tras atravesar otra puerta doble y recorrer un corto pasillo, llegaron junto a una pesada puerta de incendios. Melanie tuvo que usar su tarjeta magnética para abrirla.

– Ya hemos llegado -murmuró, mientras cerraba con sigilo la puerta. Después de la conmoción que acababan de presenciar, la oscuridad y el silencio parecían absolutos-. La escalera está al fondo del pasillo, a la izquierda. Seguidme.

Anduvieron a tientas en la oscuridad. Candace apoyó una mano en el hombro de Melanie y Kevin cogió la de Candace.

– Vamos -los animó Melanie.

Avanzaba lentamente hacia el fondo del pasillo, tocando la pared con una mano. Los demás se dejaron guiar. Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y, cuando llegaron a la puerta que conducía a la escalera, vieron la tenue luz de la luna que se filtraba a través de las rendijas. La escalera estaba comparativamente más iluminada. El resplandor de la luna entraba por las grandes ventanas de los rellanos y bañaba los peldaños.

Les resultó mucho más sencillo guiarse por el pasillo de la primera planta, ya que las puertas principales tenían hojas de cristal. Melanie los condujo hasta la puerta del despacho de Bertram.

– Ahora viene la prueba de fuego -dijo Kevin mientras Melanie probaba la tarjeta en la cerradura.

De inmediato se oyó un chasquido reconfortante y la puerta se abrió.

– Todo en orden dijo Melanie con tono triunfal.

Los tres entraron en la estancia y volvieron a internarse una vez más en una oscuridad casi absoluta. La única luz era el tenue resplandor que se filtraba por la puerta abierta.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Kevin-. No encontraremos nada en la oscuridad.

– Es verdad -admitió Melanie.

Palpó la pared buscando el interruptor. En cuanto lo localizó, lo pulsó. Por un instante, los tres parpadearon deslumbrados.

– ¡Guau! -dijo Melanie-. Qué luz más potente.

– Espero que no despierte a los guardias marroquíes -señaló Kevin.

– No lo digas ni en broma -dijo Melanie. Se dirigió al despacho interior y también encendió la luz. Los otros la siguieron-. Deberíamos organizarnos. Yo revisaré el escritorio.

Candace, ocúpate del archivador. Kevin, espera en el despacho exterior y vigila el pasillo. Si aparece alguien, da la voz de alarma.

– Buena idea -dijo Kevin y salió.

Al llegar al área de servicio, Siegfried giró a la izquierda y pisó el acelerador de su Toyota nuevo, dirigiéndose al Centro de Animales. El vehículo había sido modificado para adaptarlo a su discapacidad, de modo que pudiera maniobrar los cambios con la mano izquierda.

– ¿Sabe Cameron por qué nos preocupa tanto la seguridad de la isla Francesca? -preguntó Bertram.

– No; claro que no -respondió Siegfried.

– ¿No ha hecho ninguna pregunta?

– No; no es de esa clase de hombres. Se limita a cumplir las órdenes sin cuestionarlas.

– ¿Por qué no se lo contamos y le ofrecemos un pequeño porcentaje? -sugirió Bertram-. Podría resultarnos muy útil.

– No pienso reducir mi porcentaje -aseguró Siegfried-.

No se atreva a sugerirlo. Además, Cameron ya es útil. Hace todo lo que le ordeno.

– Lo que más me preocupa del incidente con Kevin Marshall es que debe de haberse confiado a las mujeres. Lo último que necesitamos es que piensen que los bonobos de la isla están haciendo fuego. Si se corre la voz, pronto tendremos fanáticos defensores de los derechos de los animales hasta debajo de las piedras. GenSys abandonará el proyecto antes de que cante un gallo.

– ¿Qué cree que debemos hacer? Yo podría hacer desaparecer a los tres.

Bertram miró a Siegfried y se estremeció levemente. Sabía que no bromeaba.

– No, sería peor -dijo. Fijó la vista en el parabrisas-. Organizarían una campaña de investigación. Como le he dicho, creo que deberíamos ir a buscar a los bonobos, enjaularlos y trasladarlos aquí. Es obvio que no harán fuego en el Centro de Animales.

– ¡No, maldita sea! Los animales se quedan en la isla. Si los traemos aquí, no podremos mantener el secreto. Aunque no hagan fuego, sabemos que son condenadamente listos por los problemas que crearon durante la operación de recogida.

Y puede que empiecen a hacer cosas raras. En tal caso, darán que hablar entre las personas que los cuiden, y estaremos peor que ahora.

Bertram suspiró y se mesó el cabello blanco con nerviosismo. Aunque no le gustara, debía admitir que Siegfried tenía razón. Aun así, seguía pensando que era conveniente trasladar a los animales al centro, sobre todo para separarlos.

– Mañana hablaré con Raymond Lyons -dijo Siegfried-. Lo llamé antes, pero no lo encontré. Supuse que puesto que Kevin Marshall ya había hablado con él era recomendable pedirle su opinión. Después de todo, este proyecto es obra suya, y al igual que nosotros, no querrá tener problemas.

– Es cierto.

– Dígame una cosa: Si es verdad que los animales prenden fuego, ¿cómo cree que lo consiguieron? ¿O todavía piensa que fueron los rayos?

– No estoy seguro. Es posible que fueran rayos, pero no hay que olvidar que los bonobos se las apañaron para robar herramientas sogas y demás objetos cuando los operarios construyeron el mecanismo del puente del lado de la isla.