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– Contempla el paisaje a la izquierda -dijo Franco-. Mira esas luces. Se ve la isla entera, incluida la estatua de la Libertad.

– Sí, ya la he visto -respondió Angelo de mal humor.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Franco-. Pareces un perro rabioso.

– Detesto estos trabajos. Me recuerdan a cuando Cerino se volvió loco y nos envió a mí y a Tony Ruggerio por toda la ciudad haciendo la misma mierda. Deberíamos limitarnos al trabajo de siempre y tratar con la gente de siempre.

– Vinnie Dominick no es Pauli Cerino. ¿Y qué hay de malo en ganarse unos pavos extra con un trabajo fácil?

– La pasta está bien -dijo Angelo-. Lo que no me gusta son los riesgos.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Franco-. No hay ningún riesgo. Somos profesionales y no corremos riesgos.

– Siempre puede surgir un imprevisto. Y en mi opinión, ya ha surgido.

Franco miró la cara picada de viruela de Angelo a la luz tenue del interior del coche. Sabía que hablaba en serio.

– ¿De qué hablas?

– De Laurie Montgomery -respondió-. Todavía tengo pesadillas con esa mujer. Tony y yo intentamos cargárnosla, pero no pudimos. Era como si Dios la protegiera.

A pesar de la seriedad de Angelo, Franco rió.

– La tal Laurie Montgomery debería sentirse halagada por darle pesadillas a un tío con tu reputación. Es descojonante.

– Yo no le veo la gracia -replicó Angelo.

– No la tomes conmigo. Además, ella no tiene nada que ver con lo que vamos a hacer ahora.

– Todo está relacionado. La tía le dijo a Vinnie Amendola que se ocuparía personalmente de investigar la desaparición del cadáver de Franconi.

– ¿Y qué va a hacer? -preguntó Franco-. Además, en el peor de los casos, el trabajo sucio lo hicieron Freddie Capuso y Richie Herns. Creo que te estás apresurando a sacar conclusiones.

– ¿Ah, sí? Tú no conoces a esa mujer. Es una puta obstinada.

– De acuerdo -respondió Franco-. Si quieres seguir comiéndote el coco es cosa tuya.

Al llegar al otro lado del puente, Franco se dirigió directamente hacia la carretera que conducía a Palisades Avenue.

Como Angelo seguía de morros, encendió la radio. Tras pulsar unos cuantos botones, sintonizó una emisora que ponía música para carrozas. Subió el volumen y tarareó Sweet Caroline a coro con Neil Diamond. Cuando iba por la segunda estrofa, Angelo se inclinó y apagó la radio.

– Tú ganas -dijo-. Yo me animaré un poco siempre y cuando me prometas que no cantarás más.

– ¿No te gusta esa canción? -preguntó Franco-. A mí me trae dulces recuerdos. -Se lamió los labios, como si saboreara algo exquisito-. Me recuerda a Maria Provolone.

– No empieces -dijo Angelo riendo a su pesar. Le gustaba trabajar con Franco Ponti, pues era un profesional y tenía mucho más sentido del humor que él.

Franco salió de la carretera y giró en dirección a Palisades Avenue. Cruzó la G-W y descendió una larga cuesta hacia el oeste, rumbo a Englewood, Nueva Jersey. Rápidamente, los restaurantes de comida rápida y las áreas de servicio dejaron paso a una lujosa zona residencial.

– ¿Tienes el mapa y la dirección a mano? -preguntó Franco.

– Aquí mismo. -Estiró el brazo y encendió la luz de mapas-. Vamos a Overlook Place. Debería de estar a la izquierda.

Fue sencillo encontrar la zona y cinco minutos más tarde recorrían una sinuosa calle flanqueada por árboles. Los jardines que se extendían entre las casas eran tan grandes que parecían pistas de un campo de golf.

– ¿Te imaginas vivir en un sitio así? -dijo Franco mirando hacia un lado y otro-. Joder, me perdería yendo de la puerta a la calle.

– Esto no me gusta -dijo Angelo-. Está demasiado tranquilo. Llamaremos la atención. Aquí cantamos más que una mosca en la leche.

– No empieces -lo reprendió Franco-. Por el momento, sólo estamos haciendo un reconocimiento del terreno ¿Qué número buscamos?

Angelo consultó la nota que tenía en la mano.

– Overlook Place, número 8.

– Eso significa que está a la izquierda. -Acababan de pasar el número 12.

Unos instantes después, Franco disminuyó la velocidad y aparcó al lado derecho de la calle. Ambos contemplaron el camino serpenteante bordeado de farolas que conducía a una casa estilo Tudor, rodeada de altos pinos. La mayoría de las ventanas estaban iluminadas. La residencia era del tamaño de un campo de fútbol.

– Parece un maldito castillo -protestó Angelo.

– Debo reconocer que no esperaba algo así.

– Bien, ¿y qué vamos a hacer? No podemos permanecer aquí. No nos hemos cruzado con un solo coche desde que salimos de la carretera.

Franco encendió el contacto. Sabía que Angelo tenía razón. Si se quedaban allí, despertarían sospechas y alguien llamaría a la policía.

Ya habían pasado uno de esos condenados carteles que anunciaban Guardia vecinal, con la silueta de un tipo con un pañuelo en la cabeza.

– Investiguemos algo más sobre esa niñata de dieciséis años -sugirió Angelo-. Como a qué colegio va, qué le gusta hacer o quiénes son sus amigos. No podemos arriesgarnos a ir a la casa. De ninguna manera.

Franco asintió con un gruñido. Cuando estaba a punto de pisar el acelerador, vio una figura pequeña que salía de la casa. Desde esa distancia no podía asegurar si se trataba de un hombre o de una mujer.

– Acaba de salir alguien.

– Ya lo he visto -respondió Angelo.

Los dos hombres observaron en silencio la figura que descendía una escalinata de piedra y echaba a andar por el camino.

– Sea quien fuere, le sobra chicha y lleva un perro -dijo Angelo.

– ¡Virgen santa! -exclamó Franco tras unos segundos-. Es la chica.

– No me lo creo. ¿De verdad es ella? No estoy acostumbrado a estos golpes de suerte.

Atónitos, los dos hombres miraron a la joven que bajaba por el camino como si fuera directamente a su encuentro.

Delante de ella, iba un perrito faldero con su rabo redondo proyectado hacia arriba.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Franco, aunque no esperaba una respuesta. Sólo pensaba en voz alta.

– ¿Qué me dices del numerito de la poli? A Tony y a mí siempre nos funciona.

– Buena idea. -Se giró hacia él y tendió la mano-. Dame tu placa de la policía de Ozone Park.

Angelo metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta Brioni y le entregó una funda parecida a un billetero.

– Tú quédate aquí -indicó Franco-. De momento, no hay motivo para asustarla con esa cara.

– Gracias por el cumplido -repuso Angelo con amargura.

Angelo se preocupaba por su aspecto y vestía elegantemente en un vano intento por desviar la intención de una cara plagada de cicatrices, consecuencia de la varicela en la infancia, un caso de acné grave en la adolescencia y múltiples quemaduras de tercer grado a causa de una explosión sucedida cinco años antes. Irónicamente, la explosión se había producido gracias a Laurie Montgomery.

– No seas tan sensible -bromeó Franco, dándole una palmada en la nuca-. Ya sabes que te queremos, aunque pareces escapado de una película de terror.

Angelo le apartó la mano. Sólo permitía chistes sobre su problema facial a dos personas: Franco y su jefe, Vinnie Dominick. Sin embargo, esa clase de comentarios no le gustaban.

La joven se aproximaba a la calle. Llevaba un anorak de esquí de color rosado que la hacía parecer aún más gorda.

Sus rasgos angulosos acentuaban la redondez de su cara moteada por alguna que otra espinilla. Tenía el pelo liso, peinado con raya al medio.

– ¿Se parece a Maria Provolone? -preguntó Angelo para devolver la burla.

– Muy gracioso -respondió Franco. Abrió la portezuela y bajó del coche-. Perdón -dijo con la mayor dulzura posible.

Fumaba como un carretero desde los ocho años y en consecuencia su voz sonaba áspera y ronca-. ¿No serás tú, por casualidad, la famosa Cindy Carlson?

– Es posible -respondió la adolescente-. ¿Y usted quién es?

Se había detenido al pie del camino que conducía a su casa.

El perro levantó la pata junto al poste de la cancela.

– Somos agentes de policía -dijo Franco. Levantó la placa y la luz de la farola de la calle destelló sobre la superficie brillante-. Estamos investigando a varios jovencitos de la zona y nos han dicho que tú podrías ayudarnos.

– ¿De veras? -preguntó Cindy.

– Claro. Por favor, acércate para que mi colega pueda hablar contigo.

Cindy miró a un lado y otro de la calle, aunque hacía cinco minutos que no pasaba un coche. Cruzó, tirando de su perro que olfateaba insistentemente el tronco de un olmo.

Franco le dejó paso para que Cindy Carlson pudiera inclinarse para mirar a Angelo, que estaba sentado en el asiento delantero. Antes de que pronunciara una sola palabra, Franco la empujó de cabeza dentro del coche. Cindy gritó, pero Angelo le tapó rápidamente la boca y la inmovilizó. franco le arrancó la correa de la mano y ahuyentó al perro. Luego se apretujó en el asiento delantero, empujando a Cindy contra Angelo. Puso el coche en marcha y se alejaron.