Melanie acabó de dar la vuelta.
– Muy bien, aquí estamos -dijo con aparente despreocupación mientras ponía el freno de mano. Intentaba levantarles el ánimo. Todos estaban muy tensos.
– Acaba de ocurrírseme una idea que no me gusta -dijo Kevin.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Melanie mirándolo por el retrovisor.
– Quizá debería adelantarme hasta el puente para asegurarme de que no hay nadie.
– ¿Nadie como quién? -inquirió Melanie. A ella también se le había ocurrido la posibilidad de que tuvieran compañía.
Kevin respiró hondo para hacer acopio de valor y bajó del coche.
– Cualquiera -respondió-. Incluso Alphonse Kimba.
Se levantó las perneras de los pantalones y echó a andar.
El sendero que conducía al río estaba tan cubierto de vegetación que se parecía incluso más a un túnel que el camino desde la carretera. En cuanto Kevin se internó en el camino éste giró a la derecha. La cúpula de árboles y enredaderas impedía la entrada de la luz. En el centro, la hierba era tan alta que más que un sendero parecían dos concursos paralelos.
Kevin torció la primera curva y se detuvo. El inconfundible sonido de botas corriendo sobre el suelo húmedo combinado con el tintineo de metal contra metal, le produjo un nudo en el estómago. Más adelante, el sendero giraba hacia la izquierda. Kevin contuvo la respiración. De inmediato vio un grupo de soldados ecuatoguineanos con trajes de camuflaje girando por la curva y avanzando en su dirección. Todos llevaban rifles de asalto chinos.
Dio media vuelta y retrocedió corriendo como nunca había corrido en su vida. Al llegar al claro, le gritó a Melanie que debían salir pitando de allí. Abrió la portezuela trasera del coche y se arrojó en el interior de inmediato. Melanie intentaba poner en marcha el coche.
– ¿Qué ha pasado? -gritó.
– ¡Soldados! -dijo Kevin con voz ronca-. ¡Un montón!
El motor del coche rugió en el mismo instante en que los soldados aparecían en el claro. Uno de ellos gritó mientras Melanie pisaba el acelerador.
El pequeño vehículo se sacudió y Melanie luchó con el volante. Se oyó una estampida de disparos y la ventanilla trasera del Honda estalló en un millón de fragmentos. Kevin se tendió en el asiento trasero. Candace gritó al ver que también su ventanilla estallaba. Poco más allá del claro, el camino giraba hacia la izquierda. Melanie consiguió mantener el coche en el sendero y luego pisó el acelerador a fondo.
Cuando habían recorrido unos setenta metros, oyeron más disparos a lo lejos. Unas cuantas balas perdidas silbaron por encima del coche mientras Melanie torcía en otra curva.
– ¡Dios mío! -exclamó Kevin mientras se sentaba y se sacudía los fragmentos de cristal del pecho.
– Ahora sí estoy furiosa -dijo Melanie-. Esos no fueron disparos al aire. Mirad el parabrisas trasero.
– Creo que debemos retirarnos -sugirió él-. Siempre he tenido miedo a esos soldados y ahora sé el porqué.
– Supongo que la llave del puente no nos servirá de nada.
Qué pena, después de todo lo que tuvimos que hacer para conseguirla.
– Es un fastidio -convino Melanie-. Tendremos que buscar un plan alternativo.
– Yo me voy a la cama -dijo Kevin. No podía entender a esas mujeres; parecían no tener miedo a nada. Se llevó una mano al corazón: nunca le había latido con tanta rapidez.
CAPITULO 14
6 de marzo de 1997, 6.45 horas.
Nueva York
Jack aceleró la marcha y consiguió pasar con luz verde en el cruce de la Primera Avenida y la calle Treinta. Luego se abrió paso entre los coches sin disminuir la velocidad. Subió por el camino particular del depósito y no frenó hasta el último segundo. Momentos después había amarrado la bicicleta y se dirigía al despacho de Janice Jaeger, la investigadora forense del turno de noche.
Estaba alterado. Tras identificar casi con seguridad a su último cadáver como Carlo Franconi, prácticamente no había dormido. Había hablado varias veces con Janice por teléfono, implorándole que consiguiera copias de todos los informes de Franconi en el Hospital General de Manhattan.
Sus pesquisas preliminares habían revelado que Franconi había estado hospitalizado allí.
También había pedido a Janice que buscara en el escritorio de Bart Arnold los números de teléfono de los bancos de órganos europeos. Puesto que la diferencia horaria era de seis horas, Jack comenzó a llamar después de las tres de la mañana. Le interesaba especialmente una organización llamada Eurotransplant, en Holanda. Cuando descubrió que ahí no había constancia de que Carlo Franconi hubiera recibido un hígado, llamó a todas las organizaciones nacionales cuyos números tenía, en Francia, Inglaterra, Italia, Suecia, Hungría y España. Nadie sabía nada de Carlo Franconi
Para colmo, la mayoría de las personas con las que había hablado aseguraban que era difícil que un extranjero hubiera sido sometido a un trasplante allí, puesto que la mayoría de los países tenían largas listas de espera con sus propios ciudadanos.
Tras pocas horas de sueño, la curiosidad lo había despertado. Incapaz de volver a dormirse, Jack decidió ir al depósito temprano y repasar el material que había reunido Janice.
– Vaya, sí que estás ansioso -señaló Janice cuando Jack entró en su despacho.
– Esta clase de casos hacen las delicias de cualquier forense.
¿Cómo te ha ido con el Hospital General de Manhattan?
– Tengo todos los informes -respondió Janice-. Franconi fue ingresado en múltiples ocasiones a lo largo de los años, sobre todo por hepatitis y cirrosis.
– Ah, mis sospechas parecen fundadas. ¿Cuándo ingresó por última vez?
– Hace aproximadamente dos meses. Pero no para un trasplante. Aunque el tema se menciona, si se le practicó trasplante, no fue en el hospital general. -Le entregó a Jack una carpeta grande.
Jack sopesó la carpeta y sonrió.
– Supongo que tengo con qué entretenerme.
– A mí me ha parecido muy repetitivo.
– ¿Y qué hay de su médico? -preguntó él-. ¿Tenía uno en particular o iba pasando de uno a otro?
– Lo atendió el mismo médico durante mucho tiempo -respondió Janice-. El doctor Daniel Levitz en la Quinta Avenida, entre las calles Sesenta y cuatro y Sesenta y cinco.
La dirección de su consulta está escrita en el sobre.
– Eres muy eficaz.
– Hago todo lo que puedo -repuso Janice-. ¿Has tenido suerte con los bancos de órganos europeos?
– En absoluto -respondió Jack-. Dile a Bart que me llame en cuanto llegue. Ahora que tenemos un nombre, debemos volver a llamar a los hospitales nacionales que hacen trasplantes.
– Si Bart no ha llegado antes de que me vaya, le dejaré una nota sobre su escritorio -dijo Janice.
Jack silbó mientras cruzaba la recepción rumbo a la sala de identificaciones. Ya podía saborear el café y soñaba con la euforia que siempre le producía la primera taza del día. Pero cuando llegó, recordó que era demasiado temprano. Vinnie Amendola estaba preparándolo en ese momento.
– Date prisa con el café -dijo mientras dejaba la pesada carpeta sobre el escritorio de metal donde Vinnie solía leer el periódico-. Esta mañana lo necesito con urgencia.
Vinnie no respondió, cosa poco habitual en él.
– ¿Sigues de mal humor? -preguntó Jack.
Tampoco esta vez respondió Vinnie, pero la mente de Jack ya estaba en otra parte. Había visto los titulares del periódico de Vinnie: Hallado el cadáver de Franconi. Debajo del titular, en letras un poco más pequeñas se leía: "El cuerpo de Franconi permaneció veinticuatro horas en el Instituto Forense sin que fuera identificado".
Jack se sentó a leer el artículo. Como de costumbre, estaba escrito en tono sarcástico e insinuaba que los médicos forenses de la ciudad eran unos ineptos. Jack pensó que era curioso que el periodista, que disponía de información suficiente para escribir el artículo, no supiera que al cuerpo le habían cortado la cabeza y las manos con el fin de ocultar su identidad. Tampoco mencionaba las heridas de bala en el torso.
Cuando Vinnie terminó de preparar el café, se acercó al escritorio donde Jack leía. Con expresión impaciente, trasladó el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Cuando Jack alzó la vista, Vinnie dijo con tono irritado:
– ¿Te importa? Me gustaría que me devolvieras el periódico.
– ¿Has visto este artículo? -preguntó Jack señalando la primera página.
– Sí, lo he visto.
– ¿Y te sorprendió? Quiero decir, cuando hicimos la autopsia ayer, ¿se te cruzó por la cabeza que podría tratarse del cuerpo de Franconi?
– No ¿por qué iba a pensar algo así?
– No te estoy acusando de nada, sólo te pregunto si se te ocurrió la idea.