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– Desde luego, señor -balbuceó Raymond-. Haré que…

– Se detuvo, separó el auricular de la oreja y lo miró. Taylor había cortado la comunicación-. Justo lo que necesitaba -dijo mientras le devolvía el auricular a Darlene-. Cabot ha vuelto a amenazarme con cancelar el proyecto.

Bajó de la cama. Mientras se levantaba y se enfundaba con la bata sintió un remanente del dolor de cabeza del día anterior.

– Tengo que buscar el teléfono de Vinnie Dominick. Necesito otro milagro.

A los ocho en punto, Laurie y los demás estaban en el foso, comenzando las autopsias. Jack se había quedado en la sala de identificaciones para leer los informes de los ingresos hospitalarios de Carlo Franconi. Cuando reparó en la hora, volvió al área forense para averiguar por qué el investigador jefe, Bart Arnold, aún no había llegado. Jack se sorprendió de encontrarlo en su despacho.

– ¿Janice no ha hablado contigo esta mañana?

El y Bart eran buenos amigos, así que no tuvo ningún reparo en entrar directamente en el despacho y dejarse caer en una silla.

– Llegué hace apenas quince minutos -repuso Bart-. Janice ya se había marchado.

– ¿No te dejó un mensaje sobre la mesa?

Bart rebuscó entre el caos de su escritorio, que se parecía al de Jack. Por fin encontró una nota y la leyó en voz alta:

"¡Importante! Llamar a Jack Stapleton de inmediato". Estaba firmado: "Janice".

– Lo siento -se disculpó Bart-. Aunque la habría visto tarde o temprano -esbozó una pequeña sonrisa, consciente de que no era una buena excusa.

– Supongo que estarás al tanto de que hemos identificado casi con seguridad a mi último cadáver como Carlo Franconi -dijo Jack.

– Eso he oído.

– Eso significa que quiero que vuelvas a ponerte en contacto con UNOS y con todos los hospitales que hacen trasplantes de hígado.

– Ahora que tenemos un nombre, será mucho más sencillo que averiguar si ha desaparecido alguna persona con un trasplante reciente -dijo Bart-. Tengo todos los teléfonos a mano, así que lo haré en un santiamén.

– Yo me he pasado la mayor parte de la noche hablando por teléfono con todos los bancos de órganos europeos -explicó Jack-, pero no he descubierto nada.

– ¿Hablaste con Eurotransplant, en Holanda? -preguntó Bart.

– Los llamé en primer lugar. No tienen ningún antecedente de un hombre llamado Franconi.

– Eso es prácticamente como decir que Franconi no fue sometido a un trasplante en Europa -dijo Bart-. Eurotransplant registra todos los trasplantes que se practican en el continente.

– También quiero que alguien vaya a ver a la madre de Franconi y la convenza de que dé una muestra de sangre.

Quiero que Ted Lynch compare el ADN mitocondrial con el del cadáver; de ese modo confirmaremos la identificación.

Dile al investigador que pregunte a la mujer si su hijo fue sometido a un trasplante de hígado. Puede que sepa algo al respecto.

– ¿Qué más? -preguntó Bart, tras apuntar las indicaciones de Jack.

– Creo que eso es todo por el momento. Janice me dijo que el médico de Franconi se llama Daniel Levitz. ¿Lo conoces?

– Si es el Levitz de la Quinta Avenida, sí, lo conozco.

– ¿Qué sabes de él? -preguntó Jack.

– Tiene una consulta lujosa y una clientela rica. Por lo que sé es un buen internista. Lo curioso es que atiende a varias familias del crimen organizado, así que no es sorprendente que fuera el médico de Carlo Franconi.

– ¿Familias diferentes? -preguntó Jack-. ¿Incluso familias rivales?

– Es extraño, ¿verdad? -admitió Bart-. La pobre recepcionista debe de vérselas moradas para concertar las citas. ¿Te imaginas que coincidan dos mafiosos rivales, con sus respectivos guardaespaldas, en la sala de espera?

– La vida es más rara que la ficción -dijo Jack.

– ¿Quieres que vaya a ver al doctor Levitz y le pregunte lo que sabe de Franconi?

– Prefiero hacerlo yo mismo -respondió Jack-. tengo la sospecha de que durante la conversación con el médico de Franconi lo que no se diga será tan importante como lo que se diga. Tú concéntrate en descubrir dónde le hicieron el trasplante a Franconi. Creo que será la pieza de información clave en este caso. ¿Quién sabe? Es probable que lo explique todo.

– ¡Aquí estás! -rugió una voz estridente.

Jack y Bart alzaron la vista y vieron que el umbral estaba prácticamente ocupado por la imponente figura del doctor Calvin Washington, el subdirector del Instituto Forense.

– Te he buscado por todas partes, Stapleton -gruñó Calvin-. Vamos, el jefe quiere verte.

Antes de levantarse Jack hizo un guiño a Bart.

– Seguro que quiere darme otro de los muchos premios que me tiene reservados.

– Yo en tu lugar no me lo tomaría a broma -dijo Calvin mientras hacía sitio a Jack para que pasara-. Una vez más has hecho enfurecer al viejo.

Jack siguió a Calvin hacia la zona de administración. Antes de entrar en el despacho central, Jack echó un vistazo a la sala de espera. Había más periodistas que de costumbre.

– ¿Pasa algo? -preguntó Jack.

– Como si no lo supieras -gruñó Calvin.

Jack no entendió, pero no tuvo ocasión de preguntar nada más. Calvin ya estaba preguntando a la señora Sanford, la secretaria de Bingham, si podían pasar al despacho del jefe. Sin embargo, no habían llegado en el momento oportuno, así que Jack tuvo que esperar en la silla que estaba frente al escritorio de la señora Sanford. Al parecer, ella estaba tan alterada como su jefe y dirigió a Jack varias miradas de desaprobación. Jack se sintió como un colegial travieso esperando para ver al director. Calvin aprovechó el tiempo y desapareció en su oficina para hacer una llamada telefónica. Jack, que tenía una sospecha razonable del motivo de la furia del jefe, intentó pensar en una explicación. Por desgracia, no se le ocurrió ninguna. Después de todo, podría haber esperado hasta que llegara Bingham para recoger las radiografías de Franconi.

– Ya puede entrar -dijo la señora Sanford sin levantar la vista del teclado del ordenador.

La mujer había notado que la luz del supletorio se había apagado, lo que significaba que el jefe había terminado de hablar por teléfono.

Jack entró en el despacho y tuvo toda la sensación de haber vivido esa experiencia con anterioridad. Un año antes, durante una epidemia, Jack había conseguido volver loco a su jefe, y habían tenido varios enfrentamientos similares.

– Entre y siéntese -dijo Bingham con brusquedad.

Jack se sentó al otro lado del escritorio. En los últimos años, Bingham había envejecido notablemente y se lo veía muy mayor para sus sesenta y tres años. Dirigió una mirada fulminante a Jack a través de sus gafas de montura metálica.

A pesar de su piel arrugada y flácida, Jack notó que los ojos reflejaban la vehemencia y la inteligencia de siempre.

– Justo cuando empezaba a pensar que por fin se había adaptado a este sitio, me viene con éstas -dijo Bingham.

Jack no respondió. Pensó que era mejor callar hasta que le hiciera una pregunta directa.

– ¿Por lo menos podría explicarme por qué? -preguntó

Bingham con su voz grave y ronca.

Jack se encogió de hombros.

– Por curiosidad -respondió-. Estaba intrigado y no podía esperar.

– ¡Curiosidad! -gruñó Bingham-. Es la misma excusa que usó el año pasado cuando desobedeció mis órdenes y fue al Hospital General de Manhattan.

– Al menos soy coherente.

Bingham gimió.

– Y ahora su impertinencia. No ha cambiado nada, ¿verdad?

– Creo que ahora juego mejor al baloncesto -respondió Jack.

En ese momento oyó la puerta, se volvió y vio a Calvin entrando en el despacho. El grandullón cruzó los enormes brazos sobre su pecho y permaneció de pie, como si fuera el guardia de un harén.

– No hay forma de entenderse con él -protestó Bingham dirigiéndose a Calvin, como si Jack ya no estuviera allí-. Me habías dicho que su conducta había mejorado.

– Y así era hasta este episodio. -Calvin dirigió una mirada fulminante a Jack-. Lo que más me irrita -dijo, clavando los ojos en Jack-, es que sabes perfectamente que los informes del Instituto Forense deben proceder directamente del doctor Bingham o del equipo de relaciones públicas. Vosotros no estáis autorizados a divulgar información. Lo cierto es que este asunto está muy politizado, y con los problemas actuales, lo único que nos faltaba era una mala publicidad.

– Tiempo -dijo Jack-. Algo va mal. Creo que no hablamos el mismo lenguaje.

– De eso no cabe la menor duda-afirmó Bingham.

– Lo que quiero decir es que no estamos hablando de lo mismo. Cuando entré aquí, pensé que iba a reñirme porque convencí al portero de que diera las llaves del despacho para buscar las radiografías de Franconi.