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– Perfectamente -respondió Siegfried-. El último informe sobre el estado del paciente es excelente. No podría estar mejor.

– Es alentador.

– Y supongo que eso significa que pronto cobraremos la bonificación especial por el trasplante.

– Por supuesto -asintió Raymond, aunque sabía que habría una demora. Necesitaba reunir veinte mil dólares en efectivo para Vinnie Dominick, así que la bonificación tendría que esperar hasta que hubiera un nuevo ingreso-. ¿Qué hay del problema con Kevin Marshall? -preguntó.

– Todo ha vuelto a la normalidad -respondió Siegfried-.

Salvo por un pequeño incidente: regresaron a la zona de estacionamiento a la hora de comer.

– Eso no es normal.

– Tranquilícese. Sólo volvieron para buscar las gafas de sol de Melanie Becket. Sin embargo, los soldados que yo había apostado allí volvieron a dispararles. -Siegfried rió de buena gana.

Raymond esperó a que callara y preguntó:

– ¿Qué le causa tanta gracia?

– Esos cabezas de chorlito destrozaron el parabrisas trasero del coche de Melanie. La chica se puso hecha una furia, pero el castigo surtió efecto. Ahora estoy absolutamente convencido de que no volverán por allí.

– Eso espero.

– Además, esta tarde tuve ocasión de tomar una copa con las dos mujeres -continuó Siegfried-. Tengo el pálpito de que nuestro ermitaño investigador está viviendo una aventura escabrosa.

– ¿De qué habla?-inquirió Raymond.

– No creo que tenga el tiempo ni la energía necesarios para preocuparse por el humo de la isla Francesca. Parece que está metido en un ménage a trois.

– ¿De veras? -preguntó Raymond. Por lo que sabía de Kevin Marshall, la idea se le antojaba completamente absurda.

Raymond jamás le había visto expresar el mínimo interés por el sexo opuesto. Y no podía concebir la idea de que súbitamente se liara con dos mujeres a la vez.

– Esa fue mi impresión. Debería haber oído a las dos mujeres hablando del "adorable" investigador. Así lo llamaron.

– -

Se dirigían a la casa de Kevin para cenar con él. Que yo sepa, es la primera cena que organiza, y estoy bien informado, puesto que vivo enfrente de su casa.

– Supongo que deberíamos alegrarnos. -más bien deberíamos envidiarlo -corrigió Siegfried con otra carcajada que irritó a Raymond.

– Llamaba para decir que saldré de aquí mañana por la noche. No puedo decirle exactamente cuándo llegaré a Bata, porque no sé dónde repostaremos. Volveré a llamar cuando nos detengamos a repostar, o haré que los pilotos se comuniquen con usted por radio.

– ¿Viene alguien más?

– Que yo sepa, no -respondió Raymond-. Lo dudo, por que el avión estará casi lleno en el vuelo de regreso.

– Lo esperamos.

– Hasta pronto -se despidió.

– Supongo que traerá consigo la bonificación-sugirió Siegfried.

– Veré si puedo arreglarlo.

Colgó el auricular y sonrió. Cabeceó, estupefacto ante la inesperada conducta de Kevin Marshall.

– ¡Uno nunca termina de conocer a una persona! -comentó Raymond en voz alta mientras se levantaba y se dirigía hacia la puerta. Iría a buscar a Darlene para animarla un poco. Quizá la llevara a comer a su restaurante favorito.

– -

Jack había examinado detenidamente el único corte de hígado que tenía. Había usado incluso su lente de inmersión en aceite para observar las partículas basófilas en el centro del minúsculo granuloma. Todavía no sabía si se trataba de un hallazgo auténtico y, en tal caso, qué eran dichas partículas.

Agotados sus conocimientos histológicos y anatomopatológicos, estaba a punto de llevar la muestra al departamento de anatomía patológica del Hospital de la Universidad de Nueva York cuando sonó el teléfono. Era la llamada para Chet desde Carolina del Norte. Jack hizo las preguntas oportunas y apuntó las respuestas. Tras colgar el auricular, Jack cogió su cazadora de encima del archivador metálico, se la puso y cogió el portaobjetos; en ese momento volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Lou Soldano.

– ¡Bingo! -lo saludó Lou con alegría-. Tengo buenas noticias para ti.

– Soy todo oídos dijo Jack. Se quitó la cazadora y se sentó.

– Dejé un mensaje para mi amigo de inmigración y hace un momento me ha devuelto la llamada -comenzó a explicar Lou-. Cuando le hice tu pregunta me dijo que esperara. Oí cómo introducía la información en el ordenador. Dos segundos después, tenía la información: Carlo Franconi entró en el país hace exactamente treinta y siete días, el 29 de enero, por Teterboro, en Nueva Jersey.

– Nunca había oído hablar de Teterboro -dijo Jack.

– Es un aeropuerto privado. Es para aviación comercial, pero lo usan muchos aviones privados, ya que está a poca distancia de la ciudad.

– ¿Carlo Franconi viajó en un jet privado?

– No lo sé -dijo Lou-. Lo único que he conseguido son los números o letras de identificación del avión, o como quiera que se llame. Veamos; lo tengo aquí mismo: N6GSU.

– ¿Se sabe de dónde procedía el avión? -preguntó Jack mientras apuntaba los caracteres alfanuméricos y la fecha.

– Sí, claro, todo queda registrado. El avión venía de Lyón, Francia.

– No; imposible.

– Son los datos que había en el ordenador. ¿Por qué crees que no son correctos?

– Porque esta mañana he hablado con el banco de órganos francés -dijo Jack-. No tienen constancia de ningún americano llamado Franconi, y negaron categóricamente que pudieran hacerle un trasplante a uno de nuestros ciudadanos, pues tienen una larga lista de espera de franceses.

– La información de inmigración siempre coincide con el plan de vuelo que tiene la administración de vuelos nacional, es decir, la FAA, y su equivalente europeo -explicó Lou-. Al menos eso tengo entendido.

– ¿Crees que tu amigo de inmigración tendrá algún con tacto en Francia?

– No me sorprendería. Los altos jerarcas tienen que cooperar unos con otros. Puedo preguntárselo. ¿Para qué quieres saberlo?

– Si Franconi estuvo en Francia, me gustaría averiguar qué día llegó -dijo Jack-. También me gustaría conocer cualquier otro dato que tengan los franceses sobre el lugar al que se dirigió dentro del país. Tengo entendido que mantienen un estricto control de los extranjeros no europeos a través de los hoteles.

– Bien, veremos qué puedo hacer -dijo Lou-. Le telefonearé y después volveré a llamarte a ti.

– Otra cosa: ¿Cómo podemos descubrir quién es el propietario del N6GSU?

– Eso es muy sencillo. Sólo tienes que llamar al centro de control de aviación de la FAA en Oklahoma. Puede hacerlo cualquiera, pero también tengo un amigo allí.

– Jolín, tú tienes amigos en todos los sitios convenientes -señaló Jack.

– Ventajas del oficio. Nos hacemos favores mutuamente todo el tiempo. Si hay que esperar que las cosas sigan el cauce normal, lo tienes claro.

– Pues me alegro de poder sacar provecho de tu red de contactos.

– ¿O sea que quieres que llame a mi amigo de la FAA? -preguntó Lou.

– Te lo agradecería mucho.

– Será un placer. Tengo la sensación de que cuanto más os ayude a vosotros, más me ayudaré a mí mismo. Nada me gustaría tanto como resolver este caso. Podría salvarme de ir al paro.

– En este momento me disponía-a salir para hacer una consulta en el Hospital Universitario. ¿Qué te parece si vuelvo a llamarte dentro de una hora?

– Perfecto -respondió Lou antes de colgar.

Como todo lo demás en este caso, la información que le había dado Lou era sorprendente y desconcertante. Jack ya había descartado la posibilidad de que Franconi hubiera viajado a Francia.

Tras ponerse la cazadora por segunda vez, Jack salió de su despacho. Puesto que el Hospital Universitario estaba muy cerca, no se molestó en coger la bici. Apenas tardaría diez minutos andando.

Una vez en el bullicioso centro médico, cogió el ascensor para subir al departamento de anatomía patológica. Esperaba que el doctor Malovar estuviera libre. Peter Malovar era un experto en el tema y, pese a sus ochenta y dos años, uno de los anatomopatólogos más brillantes que Jack había conocido en su vida. Siempre que podía asistía a las clases magistrales que impartía Malovar una vez al mes. De modo que cuando tenía una duda sobre anatomía patológica, no recurría a Bingham, cuya especialidad era la medicina forense, sino al doctor Malovar.

– El profesor está en su laboratorio, como siempre -le informó la atareada secretaria del departamento-. ¿Sabe llegar allí?

Jack asintió y se dirigió a la vieja puerta de cristal esmerilado que conducía a lo que llamaban la "madriguera de Malovar". Llamó y, como nadie respondía, abrió la puerta.

Dentro encontró al doctor Malovar inclinado sobre su querido microscopio. Con su enmarañado pelo gris y su poblado bigote, el anciano se parecía un poco a Einstein. También tenía cifosis, como si su cuerpo hubiera sido creado específicamente para inclinarse sobre el microscopio. De sus cinco sentidos, sólo el oído se había deteriorado con el transcurso de los años.