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– ¡Excelente idea! -exclamó Jack con admiración-. ¿Cómo puedes hacer una sugerencia así cuando estás tan cansada?

¡Me sorprendes! Mi mente ya ha bajado la persiana.

– Siempre se agradece un cumplido -bromeó Laurie-. Sobre todo en la oscuridad, así no puedes ver cómo me ruborizo.

– Comienzo a pensar que si quiero resolver este caso, lo único que me queda por hacer es un viaje a Guinea Ecuatorial.

Laurie se giró en el asiento para mirarlo a la cara. En la semipenumbra, era imposible verle los ojos.

– No hablas en serio. Es una broma, ¿verdad?

– Bueno, es obvio que no averiguaré nada si llamo a GenSys, ni siquiera si voy personalmente a la central de Cambridge y les digo: "Eh, muchachos, ¿qué está pasando en Guinea Ecuatorial?".

– Pero estamos hablando de Africa -protestó Laurie-. Es una locura. Está en la otra punta del mundo. Además, si no crees que vayas a averiguar nada yendo a Cambridge, ¿qué te hace pensar que sí lo harás en Africa?

– Que los pillaré por sorpresa. No creo que reciban muchas visitas.

– Estás como una regadera -dijo ella abriendo los brazos y poniendo los ojos en blanco.

– Eh, tranquilízate. No dije que fuera a viajar. Sólo dije que empezaba a considerar esa posibilidad.

– Bueno, entonces deja de considerarla. Ya tengo suficientes preocupaciones.

Jack sonrió.

– Te preocupo de verdad -dijo-. Me conmueves.

– Sí, ya veo -replicó ella con sarcasmo-. Ni siquiera me haces caso cuando te pido que no uses la mountain bike en la ciudad.

El taxi se detuvo frente al edificio de Laurie. Cuando ella se disponía a sacar el dinero para pagar, Jack la cogió del brazo.

– Invito yo -dijo.

– De acuerdo, la próxima me toca a mí -dijo Laurie. Comenzó a bajar del taxi, pero se detuvo-. Si me prometes volver a casa en taxi, podemos picar algo en mi apartamento.

– Gracias, pero esta noche no. Tengo que llevar la bici a casa. Con el estómago lleno, me quedaría frito.

– Hay cosas peores -replicó ella.

– Otra vez será.

Laurie bajó del taxi, pero de inmediato se inclinó por la abertura de la puerta.

– Al menos prométeme una cosa: no te irás a Africa esta noche.

El hizo ademán de darle un cachete, pero ella esquivó la mano con facilidad.

– Buenas noches, Jack -dijo ella con una sonrisa afectuosa.

– Buenas noches, Laurie. Te llamaré más tarde, después de que hable con Warren.

– Ah, es verdad. Con tanto trajín, lo había olvidado. Esperaré tu llamada.

Laurie cerró la puerta del taxi y se quedó mirando hasta que éste desapareció en la esquina de la Primera Avenida. Se volvió hacia la puerta del edificio, pensando que Jack era un hombre encantador, pero complicado.

Mientras subía en el ascensor, Laurie empezó a soñar con la ducha y el calor de su albornoz de toalla. Se juró que se acostaría temprano.

Antes de abrir las múltiples cerraduras, dedicó una sonrisa maliciosa a Debra Engler y, para que la mujer acabara de captar el mensaje, dio un portazo a su espalda. Cambiando de mano la correspondencia, se quitó el abrigo y tanteó una percha en la oscuridad del armario.

Sólo cuando entró en el salón, pulsó el interruptor de la pared que encendía una lámpara de pie. Dio un par de pasos hacia la cocina, soltó un gritito ahogado y dejó caer la correspondencia al suelo. En el salón había dos hombres, uno de ellos sentado en su sillón art déco, y el otro en el sofá. El del sofá acariciaba a Tom, que estaba dormido en su regazo. Laurie notó que sobre el brazo del sillón había una pistola con silenciador.

– Bienvenida a casa, doctora Montgomery -dijo Franco-.

Gracias por el vino y la cerveza. -Laurie miró la mesita auxiliar, sobre la cual había una botella vacía de cerveza y una copa de vino-. Siéntese, por favor -añadió Franco señalando una silla que había puesto en el centro del salón.

Laurie no se movió. Era incapaz de hacerlo. Por un fugaz instante, pensó en correr a la cocina para telefonear, pero en seguida desechó la idea por absurda. También pensó en escapar por la puerta del apartamento, pero, con tantos cerrojos, sabia que habría sido un gesto inútil.

– ¡Por favor! -repitió Franco con una falsa amabilidad que no hizo más que intensificar el terror de Laurie.

Angelo dejó el gato a un lado y se puso en pie. Dio un paso hacia Laurie y, de improviso, le golpeó la cara con el dorso de la mano. El impacto arrojó a Laurie contra la pared, donde le flaquearon las piernas y cayó de bruces al suelo.

Unas gotas de sangre cayeron del labio superior partido, manchando el suelo de parquet.

Angelo la cogió de un brazo y la obligó a levantarse. Luego la arrastró hacia la silla y la empujó para que se sentara.

Laurie estaba tan asustada que no ofreció resistencia.

– Eso está mejor -dijo Franco.

Angelo se inclinó y puso su cara a escasos centímetros de la de Laurie.

– ¿No me reconoce?

Laurie se obligó a mirar la horrible cara de cicatrices del hombre, que parecía escapado de una película de terror. Tragó saliva, aunque tenía la boca seca. Incapaz de hablar, negó con la cabeza.

– ¿No? -preguntó Franco-. Vaya, doctora, me temo que acaba de herir los sentimientos de Angelo y, dadas las circunstancias, podría ser peligroso.

– Lo siento -balbuceó Laurie, pero en cuanto las palabras salieron de su boca, asoció el nombre con las quemaduras faciales del individuo que tenía delante. Era Angelo Facciolo, el lugarteniente de Cerino, que al parecer había salido de la cárcel.

– He estado esperando este momento durante cinco años -gruñó Angelo y volvió a golpear a Laurie, que estuvo a punto de caer de la silla. Agachó la cabeza y vio más sangre.

Esta vez salía de la nariz y estaba empapando la alfombra.

– ¡Basta ya, Angelo! -gritó Franco-. ¡Recuerda que sólo tenemos que hablar con ella!

Angelo tembló junto a Laurie, como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano para contenerse. Súbitamente, dio media vuelta y se sentó en el sofá. Volvió a coger al gato y lo acarició con rudeza. A Tom no pareció importarle, por que comenzó a ronronear.

Laurie consiguió erguirse en la silla. Se palpó la nariz y el labio con la mano. El labio ya comenzaba a hincharse. Se tapó la nariz para detener la hemorragia.

– Escuche, doctora Montgomery -dijo Franco-. Como ya imaginará, nos resultó muy sencillo entrar en su casa. Lo digo para que sepa que es muy vulnerable. ¿Sabe?, tenemos un problema y creemos que usted puede ayudarnos. Estamos aquí para pedirle amablemente que olvide el caso Franconi. ¿Me ha entendido?

Asustada, Laurie hizo un gesto de asentimiento.

– Estupendo -continuó él-. Como somos personas muy razonables, lo consideraremos como un favor y se lo retribuiremos con otro. Da la casualidad de que sabemos quién mató a Franconi y estamos dispuestos a decírselo. Verá, el señor Franconi era un hombre malo y por eso lo mataron. Fin del cuento. ¿Todavía me sigue?

Ella volvió a asentir. Miró a Angelo, pero desvió la vista de inmediato.

– El nombre del asesino es Vido Delbario -prosiguió Franco-. El tampoco es trigo limpio, aunque hizo un favor al mundo librándolo de Franconi. Me he tomado la molestia de apuntarle el nombre. -Se inclinó y dejó un papel sobre la mesita de centro-. Favor por favor. Quedamos en paz.

Franco hizo una pausa y miró a Laurie con aire expectante.

– Entiende lo que le digo, ¿verdad, doctora? -preguntó después de unos instantes.

Laurie asintió por tercera vez.

– Al fin y al cabo, no pedimos gran cosa -dijo Franco con franqueza, Franconi era un mal bicho. Mató a un montón de gente y merecía morir. Ahora, en lo que respecta a usted, espero que sea sensata, porque en una ciudad tan grande como ésta no hay forma de protegerla, y a Angelo, aquí presente, le encantaría ocuparse personalmente de usted. Tiene suerte de que nuestro jefe no sea un tipo duro. Es un negociador, ¿lo entiende?

Hizo otra pausa y Laurie se sintió obligada a responder.

Con dificultad, consiguió decir que entendía.

– ¡Estupendo! -exclamó Franco. Se dio una palmada en las rodillas y se incorporó-. Cuando me contaron lo inteligente que era, doctora, supe que nos entenderíamos enseguida.

Franco metió la pistola en la funda y la ocultó debajo de su abrigo Ferragamo.

– Vamos, Angelo -ordenó-. Estoy seguro de que la doctora querrá ducharse y cenar. Parece muy cansada.

Angelo se levantó, dio un paso en dirección de Laurie y luego retorció cruelmente el pescuezo del gato. Se oyó un chasquido siniestro y Tom quedó inerte sin emitir sonido alguno. Angelo arrojó el gato muerto sobre el regazo de Laurie y siguió a Franco hacia la puerta.

– ¡Oh, no! -sollozó Laurie abrazando a su gato de seis años. Sabía que le había roto el cuello. Se levantó con las piernas temblorosas. Una vez en el pasillo, oyó el ruido del ascensor que llegaba y bajaba casi de inmediato.