Todavía con Tom en los brazos, corrió a la puerta y echó todos los cerrojos. Entonces se dio cuenta de que los intrusos debían de haber entrado por la escalera de incendios.
Corrió hacia allí, sólo para encontrar la puerta abierta y rota. La cerro como pudo.
De regreso en la cocina, levantó el auricular con manos temblorosas. Su primer impulso fue llamar a la policía, pero recordó la amenaza de Franco y vaciló. Todavía podía ver la horrible cara de Angelo y su mirada furiosa.
Consciente de que se encontraba en estado de shock, Laurie contuvo las lágrimas y dejó el auricular. Pensó en llamar a Jack, pero supuso que todavía no habría llegado a casa; así pues, en lugar de telefonear, introdujo con ternura a Tom en una caja de poliestireno y lo cubrió con varias bandejas de cubitos de hielo. Luego fue al lavabo para curarse las heridas.
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El viaje en bici desde el depósito no fue tan duro como Jack había previsto. Es más, después de pedalear un rato, se sintió mejor de lo que se había sentido durante todo el día. Hasta se permitió cortar camino por Central Park por primera vez en un año. Aunque estaba algo nervioso, resultaba emocionante correr por los largos y sinuosos senderos.
Durante todo el trayecto pensó en GenSys y Guinea Ecuatorial. Se preguntó cómo seria aquella región de Africa.
Aunque había bromeado con Lou diciendo que debía de ser calurosa, húmeda y llena de bichos, no lo sabía con certeza.
También pensó en Ted Lynch y en lo que éste haría al día siguiente. Antes de salir del depósito, había llamado a Ted para plantearle la insólita posibilidad de un heterotrasplante.
Ted había respondido que podría comprobarlo analizando un área del ADN que especificaba las proteínas ribosómicas.
Le había explicado que esa área difería considerablemente de una especie a otra y que tenia un CD ROM con la información necesaria para identificar una especie.
Jack giró en su calle con la intención de ir a la librería del barrio para ver si tenían algún libro sobre Guinea Ecuatorial, pero cuando pasó junto al campo de baloncesto, donde ya jugaban el partido de cada tarde, tuvo otra idea. Se le ocurrió que podía haber inmigrantes ecuatoguineanos en Nueva York. Al fin y al cabo, había gente de todos los países del mundo.
Jack se dirigió al campo, desmontó y dejó la bicicleta contra el cerco de cadena. No se molestó en ponerle el candado, aunque cualquiera habría pensado que ese vecindario no era el más apropiado para dejar una bicicleta de mil dólares. En realidad, el campo de baloncesto era el único sitio de Nueva York donde Jack no necesitaba tomar precauciones.
Caminó hacia el borde del campo y saludó con una inclinación de cabeza a Spit y Flash, que estaban entre los que esperaban su turno para jugar. Varios jugadores corrían de un extremo a otro del campo, mientras la pelota cambiaba de manos o pasaba por la cesta. Como de costumbre, Warren dominaba el partido. Antes de encestar, decía siempre "está chupado", cosa que resultaba insultante para los otros jugadores, pues el noventa y nueve por ciento de los tiros pasaban con facilidad por la cesta.
Un cuarto de hora después, el partido se decidió con uno de los tiros "chupados" de Warren, y los perdedores se retiraron del campo. Warren vio a Jack y corrió a su encuentro.
– ¿Qué, tío? ¿Juegas o no?
– Me lo estoy pensando -respondió Jack-. Pero antes tengo que hacerte un par de preguntas. Primero, ¿qué tal si este fin de semana salimos con Natalie y Laurie?
– Claro -dijo Warren-. Cualquier cosa con tal de hacer callar a mi chica. No hace más que darme la paliza preguntando por ti y por Laurie.
– Segundo, ¿conoces a alguien de un pequeño pais africano llamado Guinea Ecuatorial?
– Tío, nunca sé qué va a salir por tu boca -protestó Warren-. A ver, déjame pensar.
– Está en la costa occidental de Africa. Entre Camerún y Gabón.
– Ya sé dónde está -repuso Warren-. Supuestamente lo descubrieron los portugueses y luego lo colonizaron los españoles. Claro que los negros lo habían descubierto mucho tiempo antes.
– Me sorprende que lo sepas. Yo nunca había oído hablar de ese país.
– No me extraña -replicó Warren-. Apuesto a que nunca estudiaste historia africana. Pero volviendo a tu pregunta, si, conozco a algunas personas de allí y a una familia en particular. Se llaman Ndeme y viven a dos puertas de tu casa, en dirección al parque.
Jack miró hacia el edificio y luego otra vez a Warren.
– ¿Los conoces lo suficiente para presentármelos? -preguntó-. Se me ha despertado un súbito interés por Guinea Ecuatorial.
– Sí, claro. El padre se llama Esteban y es el dueño del súper que está en Columbus. Aquel de las zapatillas anaranjadas es su hijo.
Jack siguió la dirección del dedo de Warren hasta que vio las zapatillas anaranjadas. Reconoció a su propietario como uno de los jugadores asiduos. Era un joven tranquilo y buen jugador.
– ¿Por qué no vienes a jugar un rato? -preguntó Warren-.
Después te presentaré a Esteban. Es un tío legal.
– De acuerdo, ahora vuelvo.
Después del vigorizante paseo en bici, estaba buscando una excusa para jugar al baloncesto. Todavía acusaba la tensión de las peripecias del día.
Jack volvió a coger la bicicleta, se dirigió a toda prisa a su edificio y cargó la bici por las escaleras. Abrió la puerta de su apartamento sin bajársela del hombro. Una vez dentro, fue directamente al dormitorio a buscar la ropa de deporte.
Cinco minutos después, cuando estaba a punto de salir a la calle, sonó el teléfono. Por un instante, se debatió entre atender o no la llamada, pero pensó que podría ser Ted con algún detalle sobre el ADN y la cogió. Era Laurie y estaba fuera de sí.
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Jack pasó un montón de billetes arrugados -más que suficiente para pagar el viaje- a través de la mampara de plástico del taxi y se apeó de un salto. Estaba frente al edificio de Laurie, donde la había dejado menos de una hora antes. Vestido con su equipo de baloncesto, corrió a la puerta y llamó al portero automático. Laurie lo esperaba en la puerta del ascensor.
– ¡Dios mío! -exclamó Jack-. Mírate el labio.
– Se curará dijo Laurie con estoicismo. Luego vio a Debra Engler espiando por la rendija de la puerta, dio un paso hacia ella y le gritó que se ocupara de sus asuntos. La puerta de la vecina se cerró bruscamente.
Jack le rodeó los hombros con un brazo para tranquilizarla y la condujo a su apartamento.
– Muy bien -dijo después de sentarla en el sofá -. Cuéntame qué pasó.
– Mataron a Tom -sollozó Laurie. Cuando se había recuperado del susto había llorado por su mascota, aunque no había vuelto a hacerlo hasta oír la pregunta de Jack.
– ¿Quiénes? -preguntó Jack.
Laurie se esforzó por dominarse.
– Eran dos hombres, pero yo sólo conocía a uno de ellos -explicó-. Al que me pegó y mató a Tom. Se llama Angelo y todavía tengo pesadillas con él. Tuve un horrible encontronazo con él durante mi batalla contra Cerino. Cría que seguía en prisión; no entiendo cómo o por qué ha salido. Es un tipo horrible, con la cara llena de cicatrices de quemaduras, y estoy segura de que me culpa a mi.
– ¿Entonces su visita fue una venganza? -preguntó Jack.
– No. Vinieron a amenazarme. En sus propias palabras, debo olvidarme del caso Franconi.
– No puedo creerlo. Soy yo quien investiga el caso, no tú.
– Me lo advertiste. Es evidente que con mis pesquisas sobre la desaparición del cuerpo de Franconi he conseguido irritar a los culpables -dijo Laurie-. Supongo que este incidente estará relacionado con mi visita a la funeraria Spoletto
– No me jacto de haber previsto esto -masculló Jack-. La verdad es que creí que tendrías problemas con Bingham, no con la mafia.
– Disfrazaron la amenaza, presentándola como un intercambio de favores -prosiguió Laurie-. Su favor era decirme quién mató a Franconi. De hecho, me apuntaron el nombre.
– Cogió el papel de la mesa de centro y se lo pasó a Jack.
– Vido Delbario leyó Jack. Luego volvió a mirar la cara herida de Laurie. Tenia la nariz y el labio hinchados y uno de sus ojos comenzaba a ponerse morado-. Este caso fue un rompecabezas desde el principio, pero ahora se nos escapa de las manos. Será mejor que me lo cuentes todo.
Laurie contó con detalle todo lo que había pasado desde que había entrado por la puerta hasta que había telefoneado a Jack. Incluso le explicó por qué no había llamado a la policía.
El asintió.
– Lo entiendo -dijo-. Ya no podian hacer gran cosa.
– ¿Qué voy a hacer? -preguntó Laurie, aunque no esperaba una respuesta.
– Déjame examinar la puerta de incendios.