– ¡Genial! -repuso Melanie con nerviosismo-. ¿Y qué haremos entonces?
– No quería preocuparte -dijo él-. No creo que nos topemos con ninguno hasta que lleguemos al lago.
– ¿Y entonces qué? -preguntó Candace-. Creo que debí informarme de los peligros del viaje antes de salir.
– No nos molestarán -aseguró Kevin-. Al menos, eso me han dicho. Mientras estén en el agua, lo único que tenemos que hacer es permanecer a una distancia prudencial. Sólo cuando están en tierra pueden volverse imprevisiblemente agresivos y tanto los hipopótamos como los cocodrilos son más rápidos de lo que crees.
– Empiezo a asustarme -admitió Candace-. Y yo que creía que nos íbamos a divertir.
– Nadie dijo que fuera a ser un día de campo -protestó Melanie-. Hemos venido con un propósito; no a hacer turismo.
– Espero que tengamos suerte -dijo Kevin. Entendía perfectamente a Candace; él mismo no acababa de creer que lo hubieran arrastrado hasta allí.
Además de los insectos, la fauna silvestre dominante eran las aves, que salían incesantemente de entre las ramas, llenando el aire con sus melodías.
A ambos lados del canal, el bosque era un muro impenetrable. Sólo de tanto en tanto, Kevin y las dos jóvenes alcanzaban a divisar algo a más de unos pocos metros de distancia.
Hasta la costa era invisible, oculta tras una maraña de plantas y raíces acuáticas.
Mientras remaba, Kevin observó la oscura superficie del pantano, que estaba cubierta de innumerables arañas de agua. Calculó la velocidad a la que flotaban junto a los troncos y supuso que avanzaban a una marcha rápida de hombre.
A ese paso, calculó que llegarían al lago de los hipopótamos en unos diez o quince minutos.
– ¿Por qué no programas el localizador en el modo de búsqueda? -sugirió Kevin a Melanie-. Si reduces el alcance a esta zona, sabremos si hay bonobos cerca.
Melanie estaba inclinada sobre el pequeño ordenador cuando percibió una súbita conmoción a su izquierda. Un instante después, oyeron chasquidos de ramas en el bosque.
– ¡Dios mío! -exclamó Candace con una mano en el pecho-. ¿Qué demonios ha sido eso?
– Supongo que otro dsiker -respondió Kevin-. Esos pequeños antílopes están incluso en las islas.
Melanie volvió a concentrarse en el localizador y muy pronto informó a los demás de que no había bonobos en las proximidades.
– Desde luego -dijo Kevin con sarcasmo-. Habría sido demasiado sencillo.
Veinte minutos después, Candace divisó un tenue haz de luz entre las ramas, un poco más adelante.
– Debe ser el lago -aventuró Kevin.
Remaron durante unos instantes y por fin la canoa se deslizó sobre la superficie despejada del lago de los hipopótamos. Deslumbrados por la luz radiante del sol, los tres se pusieron las gafas de sol.
El lago no era grande. En realidad, parecía más bien una laguna larga, salpicada de islotes cubiertos de matorrales y atestados de blancas íbises. Densos muros de juncos bordeaban la costa y, aquí y allí, inmaculados nenúfares se alzaban sobre la superficie del agua. Cúmulos de vegetación flotante, lo bastante densos para sostener el peso de las aves más pequeñas, giraban perezosamente en círculos, empujados por la suave brisa.
A ambos lados, el límite del bosque se había alejado de la orilla, formando vastos campos cubiertos de hierba. Algunos de ellos estaban salpicados de palmeras. A la izquierda, por encima de las copas de los árboles, las peñascosas cimas del macizo de piedra caliza se divisaban claramente en la brumosa luz de la mañana.
– Es muy bonito -dijo Melanie.
– Me recuerda a las pinturas sobre la época prehistórica -comentó Kevin-. Hasta puedo imaginarme un par de brontosaurios en el fondo.
– ¡Dios mío! Ya veo los hipopótamos a la izquierda! -exclamó Candace, alarmada, señalando con el remo.
Kevin miró en la dirección indicada. En efecto, sobre la superficie del agua se veían las cabezas y las orejas de una docena de esos enormes mamíferos. Posados sobre sus coronillas, unos cuantos pájaros blancos se limpiaban las plumas.
– Tranquila -dijo-. Mira cómo se alejan lentamente de nosotros. No nos crearán ningún problema.
– Nunca he sido una gran amante de la naturaleza -musitó Candace.
– No es preciso que te justifiques -repuso Kevin, que recordaba con claridad su propia inquietud ante la fauna silvestre durante su primer año en Cogo.
– Según el mapa, debería haber un camino no muy lejos, en la costa izquierda -dijo Melanie estudiando el mapa topográfico.
– Si no recuerdo mal, hay un camino a lo largo de toda la orilla este del lago -repuso Kevin-. Comienza en el puente.
– Es verdad. Tiene que estar por aquí cerca, a la izquierda.
Kevin dirigió la canoa en esa dirección y buscó una abertura entre los juncos.
Por desgracia, no encontró ninguna.
– Creo que tendremos que abrirnos paso con el bote entre la vegetación -dijo.
– Desde luego -replicó Melanie-. Yo no pienso bajar hasta que no haya tierra firme.
Kevin indicó a Candace que dejara de remar y, con varias brazadas vigorosas, dirigió la canoa hacia el alto muro de juncos. Para sorpresa de todos, el bote se abrió paso fácilmente entre la vegetación, pese a los ruidos de raspaduras en el casco. Antes de lo que esperaban, toparon con la costa.
– Ha sido fácil -dijo. Miró a su espalda para observar el sendero que habían abierto en la vegetación, pero las cañas ya habían vuelto a su posición original.
– ¿Tengo que bajar? -preguntó Candace-. No veo el suelo. ¿Y si está lleno de bichos y serpientes?
– Abrete paso con el remo le indicó Kevin. En cuanto Candace saltó al suelo desde la popa, Kevin remó hacia la vegetación y consiguió acercar aún más la canoa a la orilla. Melanie bajó sin dificultad.
– ¿Qué hacemos con la comida? -preguntó Kevin.
– Dejémosla aquí -respondió Melanie-. Trae sólo la bolsa con el radiorreceptor direccional y la linterna. Yo ya tengo el localizador y el mapa.
Las mujeres esperaron a que Kevin saltara del bote y le indicaron que tomara la delantera. Con la bolsa de instrumentos en bandolera, Kevin echó a andar hacia el interior de la isla, apartando los juncos a su paso. El terreno era cenagoso y el barro se adhería a sus zapatos, pero unos tres metros más allá salieron a un campo de hierba.
– Esto parece un campo, pero en realidad es una ciénaga -protestó Melanie mirándose las zapatillas de tenis, que estaban empapadas y cubiertas de barro negro.
Kevin estudió el mapa para orientarse y por fin señaló a la derecha.
– El chip del bonobo número sesenta debería estar a menos de treinta metros de aquí, en dirección a esos árboles -dijo.
– Terminemos con esto de una vez -dijo Melanie. Tras observar el lamentable estado de sus flamantes zapatillas de tenis, hasta ella empezaba a cuestionarse su presencia allí. En Africa, nada resultaba sencillo.
Kevin echó a andar y las mujeres lo siguieron. Al principio, las irregularidades del terreno dificultaban la marcha. Aunque la hierba parecía uniforme, crecía en pequeños montículos rodeados de agua cenagosa.
Pero a unos quince metros de la orilla, el suelo se elevó y se volvió relativamente más seco. Unos instantes después, llegaron a un camino.
Para su sorpresa, la senda parecía trillada. Discurría paralela a la costa del lago.
– Siegfried debe de enviar más cuadrillas de obreros de los que creíamos -dijo Melanie-. Este camino se ha preservado muy bien.
– Tienes razón -convino Kevin-. Supongo que tienen que mantenerlos para facilitar la recogida de ejemplares. La selva es demasiado densa y avanza con rapidez. Es una suerte; el camino nos ayudará. Si no recuerdo mal, éste conduce al macizo de piedra caliza.
– Si vienen por aquí para mantener los caminos, es probable que Siegfried dijera la verdad -señaló Melanie-. Puede que los obreros hicieran fuego.
– Ojalá sea así -dijo Kevin.
– Huele mal -observó Candace, olfateando el aire-. En realidad, huele a podrido.
Sus amigos olfatearon el aire y asintieron.
– Mala señal -dijo Melanie.
Kevin hizo un gesto de asentimiento y se dirigió hacia los árboles. Unos minutos después, tapándose la nariz, los tres descubrieron el origen del repulsivo olor: los restos del bonobo número sesenta. Los insectos devoraban el cadáver del animal y era evidente que algunos depredadores más grandes habían participado en el festín.
Sin embargo, el estado del cadáver era menos pavoroso que la prueba de la causa de la muerte. La criatura había recibido un golpe entre los ojos con una piedra en forma de cuña que le había partido el cráneo por la mitad. La piedra seguía en su sitio. Los globos oculares, fuera de sus órbitas, miraban en direcciones opuestas.
– ¡Ay! -exclamó Melanie-. Es lo que temíamos. Esto sugiere que los bonobos no se han limitado a dividirse en dos grupos; también están matándose entre sí. Me pregunto si el número sesenta y siete también ha muerto.