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Aunque si eran tan propensos a hablar como Cicerón creía, era de tontos no preguntarles unas cuantas cosas.

– Vaya nochecita -comenté.

– Dentro y fuera -dijo el de mayor edad.

– ¿Dentro? ¿Quieres decir en la casa?

– Ahí dentro es la locura. Todo el día. Me alegro de estar aquí. No me importa el frío.

– Parece que ya hubo gritos antes.

– Bueno…

– Me lo ha dicho el amo en persona.

Esto desató la lengua del hombre.

– Fue él quien más gritó.

– Cuando estaba aquí el tal Numerio, el primo de Pompeyo, ¿no?

– Sí.

– ¿Solía venir Numerio a ver al amo?

El guardia se encogió de hombros.

– Unas cuantas veces desde que volvió a Roma. -Así que armaron una buena, ¿eh? Tuvo que ser un buen escándalo si lo oíste desde aquí.

Bajó la cabeza y susurró:

– Es curioso, pero los ruidos del patio central parecen saltar por el tejado y venir a parar aquí, delante de la puerta. Dicen que eso se llama acústica. Este rincón del tejo es como la última fila de asientos del teatro de Pompeyo. Estás demasiado lejos para ver el escenario, pero lo oyes todo.

– ¿Todo?

– Bueno, quizá no todo. Pero sí muchas palabras.

– ¿Qué palabras…?

El guardia puso ceño y retrocedió un poco, consciente de que estaba sonsacándole, pero el joven parecía deseoso de hablar.

– «Traidor» -dijo-. Y «secreto», y «embustero», y «el dinero que debes a César», y «¿y si se lo cuento a Pompeyo?».

– ¿Era Cicerón el que hablaba? ¿O era Numerio?

– Es difícil saberlo, porque hablaban los dos a la vez. Aunque yo diría que la voz del amo se entendía mejor, probablemente porque está más acostumbrado.

Pobre Cicerón, traicionado por su experiencia y sus dotes de orador.

– Pero ¿quién decía qué? ¿Quién dijo «traidor»? ¿Quién tiene una deuda con…?

El guardia más viejo dio un paso adelante y propinó un codazo a su compañero.

– Ya está bien de preguntas.

Sonreí.

– Sólo tenía curiosidad por saber si…

– Si quieres hacer preguntas, hazlas al amo. ¿Quieres que volvamos a anunciarte?

– Ya he abusado bastante de su tiempo.

– Pues entonces… -Cruzó los brazos. Su barba estropajosa me rascó la nuca mientras me acompañaba a la calle. -Sólo una pregunta más -insistí-. Numerio entró solo y salió solo… eso me ha dicho tu amo. Pero ¿llegó solo a la puerta? ¿No había nadie en la calle mientras estuvo con Cicerón? y cuando se marchó, ¿visteis si alguien se reunía con él? ¿O quizá si alguien lo seguía?

El guardia no dijo nada. Su compañero lo ayudó a echarme y casi me hicieron tropezar con un carretón empujado por dos esclavos. El carretón giró y casi chocó con los porteadores de una litera. La litera dio un bandazo y casi tiró al pasajero, un comerciante gordo y calvo que parecía llevar encima todas sus joyas y chucherías y que huía de la ciudad sin dejarse nada de valor.

La cadena de choques distrajo momentáneamente a los guardias. Retrocedieron y se me acercaron otra vez. Yo me quedé quieto, mirando a uno y otro. De repente la situación parecía cómica, como una pantomima en el teatro. La amenaza de los guardias no era más que un espectáculo. Eran niños en comparación con el bruto que Pompeyo había dejado en mi casa.

Respiré hondo, sonreí y la sonrisa pareció confundirlos. Cuando me volví para marcharme, vi que el guardia de mayor edad cogía al joven por el cuello.

– ¡Bocazas! -murmuró. Su compañero se encogió y encajó el reproche en silencio.

La calle que rodea la cumbre del Palatino es más ancha que muchas carreteras de Roma. Dos literas pueden cruzarse y aún queda sitio para que pase un peatón sin rozar a ninguno de los sudorosos portadores de las literas. Pero una congestión así sería extraña; la calle está menos transitada que la mayoría de las otras y la flanquean mansiones grandes. Está situada muy por encima del bullicio del Foro y de los mercados. Pero aquella noche estaba atestada de vehículos y personas, y tan iluminada por las antorchas de los esclavos como si fuera de día. A la luz de estas antorchas vi un desfile de caras angustiadas, ciudadanos amedrentados que huían de la ciudad, esclavos agobiados por el exceso de carga, mensajeros decididos que empujaban a los demás.

Varias veces tuve la impresión de que me seguían. Cuando daba media vuelta para mirar, la confusión hacía que resultara imposible saberlo con certeza. Mi vista y mi oído ya no eran los de antes. Había sido una locura salir a la calle sin protección en semejante noche.

Llegué a la puerta de mi casa y eché un último vistazo a mis espaldas. Algo me llamó la atención. Fue el vehículo del hombre y su actitud lo que hizo que me fijase. Hubo un instante de reconocimiento inmediato, tal como suele suceder cuando vemos a alguien que nos resulta familiar, aunque lo veamos de lejos o por el rabillo del ojo. El hombre se volvió antes de que pudiera verlo bien y se alejó andando a toda prisa, en dirección opuesta a la mía, hasta que se desvaneció entre la multitud.

Habría jurado por Minerva que el hombre que acababa de ver era el secretario de Cicerón, Tirón, que en teoría se hallaba en Grecia, demasiado enfermo para levantarse de la cama.

5

Fue una noche fría e irregular y no pegué ojo. Habría estado más caliente con Bethesda a mi lado. Durmió en la habitación de Diana. Sospecho que su abandono no era tanto para castigarme cuanto para consolar a su hija; si Diana tenía que dormir sin su cónyuge, yo también. Me levanté varias veces a beber agua y a recorrer la casa. En la habitación de Diana estuvieron hablando en voz baja, o llorando, casi toda la noche.

A la mañana siguiente, antes de vestirme y desayunar, incluso antes de recibir la primera mirada despectiva de Bethesda, que seguía encerrada con Diana, llamó a la puerta de la calle un esclavo que traía un mensaje. Mopso entró en mi cuarto sin llamar y me dio una tablilla de cera. Me froté los ojos y leí:

Si todavía estás en Roma y este mensaje te encuentra, te ruego acudas a verme enseguida. Mi mensajero te enseñará el camino. No nos conocernos. Soy Mecia, la madre de Numerio Pompeyo. Por favor, ven en cuanto puedas.

Mientras el mensajero esperaba en la calle, salí al patio, todavía ataviado con la túnica de dormir. Anduve arriba y abajo ante la estatua de Minerva, mirándola a hurtadillas. Algunos días sus ojos miraban hacia abajo, pero no aquella mañana. ¿Qué podía saber una diosa virgen de los sufrimientos de una madre?

Tenía el estómago vacío, pero no estaba hambriento. Tiritaba a pesar de la túnica de lana y me rodeé con los brazos. A determinada edad, la sangre de un hombre empieza a perder fuerza hasta que parece agua tibia.

Finalmente volví a mi dormitorio. Por respeto al muerto, y a la madre del muerto, tenía que ponerme la mejor toga. Llevarla también serviría para indicar a quien me viese que Gordiano se dedicaba a sus asuntos con tanta calma como cualquier otro día. Abrí el baúl y aspiré el olor de las astillas de ciprés esparcidas dentro para impedir que entraran las polillas; no hay nada tan triste como una toga apolillada. La prenda estaba como cuando había vuelto del batán, blanca cual un cordero, bien doblada y atada con cintas.

Llamé a Mopso y a Androcles para que me ayudaran a vestirme. Normalmente es Bethesda la que me ayuda a ponerme la toga; había adquirido tanta habilidad que el proceso no le costaba ningún esfuerzo. Mopso y Androcles me habían ayudado alguna que otra vez, pero aún tenían una idea vaga de lo que había que hacer. Siguiendo mis instrucciones, me pusieron el rectángulo de lana sobre los hombros, me embutieron el pecho y trataron de ordenar la caída de los pliegues. Era como si en la habitación estuviéramos cuatro personas: yo, dos esclavos y una toga rebelde que se empeñaba en fastidiarnos. En cuanto un pliegue estaba bien puesto, se descolocaba otro. Los chicos empezaron a aturullarse y a criticarse. Alcé los ojos al cielo, me armé de paciencia y procuré no gritar.