– ¿Qué quieres decir?
– Descubrí un cofre en su habitación. Estaba lleno de monedas de oro y pesaba tanto que no podía levantarlo. No somos una familia rica ni lo hemos sido nunca, a pesar de nuestro parentesco con Pompeyo. No podía imaginar de dónde había sacado Numerio tanto dinero.
– ¿Cuándo fue?
– Hace un mes, más o menos., Recuerdo que fue el día que uno de los tribunos, Marco Antonio, el mastín de César, pronunció aquel horrible discurso contra Pompeyo en el Senado, burlándose de todos sus méritos, pidiendo amnistía para todos los delincuentes politicos expulsados de la ciudad por las reformas de Pompeyo. «¡Todos los romanos virtuosos desterrados han de volver y recuperar sus propiedades, aunque haga falta una guerra para conseguirlo!» Ya ves que una mujer también puede estar al tanto de la política.
– Y bastante más que muchos hombres, estoy seguro. Pero ¿y el oro?
– Aquella noche pregunté a Numerio de dónde lo había sacado. No se lo esperaba. Se ruborizó. No quería decírmelo. Le presioné, pero se negó. Me habló con rudeza. Entonces fue cuando supe que algo iba mal. Nunca discutíamos. Siempre nos llevamos bien, desde que nació. Y tras la muerte de mi marido, Numerio era el que más me recordaba a su padre, mucho más que sus hermanos menores. Me inquietó que tuviera secretos que no podía contarme. Me dejó muy preocupada. La ciudad en aquel estado y Numerio amontonando dinero y negándose a dar explicaciones, comportándose con actitud culpable cuando le preguntaba…
– ¿Culpable?
– Me dijo que no debía hablar a Pompeyo del dinero. Así que está claro que no procedía de él. ¿De quién, entonces? ¿Y por qué tenía que guardar el secreto ante Pompeyo? Le dije que no me gustaba. Le dije: «Estás metido en algo peligroso, ¿verdad?»
– ¿Y qué contestó?
– Que no me preocupara. Dijo que sabía lo que estaba haciendo. ¡Ciega confianza! Todos los hombres de la familia de su padre son iguales. Aún no he conocido a un Pompeyo que no se crea indestructible.
– ¿Tienes alguna idea de lo que estaba haciendo?
– Nada concreto. Sabía que era una especie de correo confidencial de Pompeyo. Pompeyo confiaba en él. ¿Por qué no? El Magno siempre estaba entrando y saliendo de esta casa mientras Numerio crecía; Pompeyo lo vio hacerse hombre. Numerio siempre fue su favorito entre los de la última generación. Pero hoy en día todo está al revés. Los jóvenes no entienden qué significa ser romano. Los hombres sólo miran por ellos mismos, no anteponen a la familia. Llega demasiado dinero de provincias, corrompiéndolo todo. Los jóvenes están confusos…
Se refugiaba en las abstracciones; era más fácil hablar de los problemas de Roma que de sus sospechas. Asentí.
– Cuando dices que Numerio era correo confidencial de Pompeyo, ¿te refieres a que llevaba información secreta?
– Sí. -Se mordió el labio y sus ojos brillaron-. La información secreta vale dinero, ¿verdad? Hay hombres que pagarían oro por tenerla.
– Quizá -convine-. Dices que encontraste una caja llena de oro. ¿Encontraste alguna otra caja con sorpresas dentro?
– ¿Qué quieres decir?
– Si Numerio tenía información valiosa, como documentos, en alguna parte tendría que guardarla.
Negó con la cabeza.
– No. Sólo vi el cofre del oro.
– ¿Has vuelto a mirar? Quiero decir, desde que… -Me volví hacia el cadáver.
– He estado en vela toda la noche registrando la casa, fingiendo que ayudaba a mi hermano y mis hijos a empaquetar sus cosas. Si había más sorpresas, prefería encontrarlas yo a que las encontrasen mi hermano o Pompeyo… o el que mató a mi hijo. No encontré nada. -Exhaló con cansancio-. Ya te lo habías imaginado, ¿verdad? Habías llegado a la conclusión de que Numerio era un espía. Ni siquiera te ha sorprendido.
– Como tú has dicho, vivimos en un mundo al revés. Los hombres se han vuelto capaces de… cualquier cosa. Incluso los hombres buenos.
– Mi hijo era un espía. Bueno, por fin lo he dicho en voz alta. No ha sido tan difícil como pensaba. Pero decir lo otro… Llamarlo…
– ¿Traidor? Quizá no lo era. Quizá espiaba para Pompeyo y no contra él.
– Entonces ¿por qué insistía en ocultarle el oro? No; estaba haciendo algo a espaldas de Pompeyo. Estoy segura.
– ¿Y crees que por eso lo mataron?
– Desde luego. No tenía enemigos personales.
– A menos que tuviera otros secretos que tú no conocieras.
Me miró con tal ferocidad que un escalofrío me recorrió la espalda. De repente, el atrio me pareció helado. La luz del cielo era cada vez más débil, hasta que se convirtió en una radiación suave e incierta que ni siquiera proyectaba sombras. Numerio, sin sangre y vestido de blanco, resplandecía encima de las andas como una estatua de marfil.
6
Al volver de la casa de Mecia el ambiente del Foro estaba aún más caldeado que a la ida, el frenesí de la gente había aumentado y los rumores eran más exagerados.
Delante del templo de Vesta, un anciano me cogió del brazo.
– ¿Has oído? ¡César está en la Puerta Colina!
– Qué raro -dije-. Hace un momento un pescadero me dijo que estaba en la otra punta, en la Puerta Capena, al frente de un ejército de galos y con la cabeza de Pompeyo clavada en una estaca.
El hombre retrocedió horrorizado.
– ¡Entonces nos ha rodeado con sus bárbaros! ¡Que Júpiter nos ayude! -El viejo echó a correr antes de que yo pudiera reaccionar.
Había pensado mitigar su miedo contándole un rumor que contradecía el suyo, pero sólo había conseguido que se creyera los dos y que ahora fuera diciendo por ahí que la ciudad estaba rodeada.
Seguí cruzando el Foro solo. Mecia se había ofrecido a prestarme el mensajero para que me acompañara, pero me había negado. Una cosa era que me guiara hasta su casa y otra muy distinta aprovecharme de su generosidad. No tenía a su hermano ni a sus hijos para protegerla, sólo a sus esclavos. Quién sabe lo caótica que podía llegar a ser la ciudad en las próximas horas, sobre todo si los rumores de la llegada de César eran ciertos.
Desde el templo de Vesta vi que la Rampa estaba atestada de gente, pero sin atascos. Los peatones circulaban en ambas direcciones. Aun así, el corazón empezó a latirme más deprisa cuando enfilé el estrecho pasaje que iba de la casa de las Vestales al templo de Cástor y Pólux. No hallé rastros de la estampida anterior hasta que pasé la curva a la izquierda que da a la Rampa. Contuve el aliento al ver sangre en las losas, extendida por el paso de cientos cíe pies. Recordé que había oído un grito de mujer. Después de todo, al parecer alguien había muerto a pisotones. Apreté el paso y empecé el ascenso.
Hay tramos de la Rampa que son como un túnel debido al espeso follaje que cuelga de los tejos de arriba. En cierto momento en que miraba al frente, creí ver por segunda vez a Tirón en uno de estos tramos.
No le vi la cara, sólo el cogote. Al parecer, el ascenso lo había acalorado, porque estaba quitándose una capa oscura que dejó al descubierto una túnica verde. Fue su manera de moverse lo que hizo que se me disparase un resorte en la memoria, la sensación inquietante pero poderosa de revivir un momento que ya se ha experimentado. ¿Había subido antes por la Rampa detrás de Tirón, quizá hacía treinta años, y lo había visto desprenderse de la capa exactamente de la misma manera? ¿O tal vez me engañaba la memoria? Eres un viejo, me dije casi jadeando, con manchas ante los ojos, y estás mirando la espalda de alguien que está a la sombra de un árbol en un día nublado. No valía la pena meditar sobre la posibilidad de que estaba viendo a un viejo amigo que en teoría se hallaba a cientos de kilómetros de distancia, al otro lado del mar. Sin embargo, viéndole la cara, al menos estaría seguro de mi error.
Aceleré el paso. El camino era cada vez más empinado y me costaba respirar. Ante mis ojos bailaban múltiples puntitos. Los peatones que me rodeaban me entorpecían la visión. Lo perdí de vista, incluso pensé que lo había perdido por completo. Entonces vi la túnica verde, mucho más lejos que antes.