Al parecer aquel día concreto, 1 de marzo, era mi día de las mujeres angustiadas.
Acababa de salir Diana del estudio cuando Mepso llegó corriendo. En medio de la irritación que me embargaba, se me ocurrió que ni él ni su hermano solían caminar normalmente, ni para entrar o salir de los sitios. Su ser sólo conocía dos estados: en reposo o corriendo como galgos.
– Amo, tienes visita.
– ¿Y cómo se llama el visitante?
– No es el visitante. Es la visitante.
Parpadeé.
– Aun así, imagino que tendrá nombre.
Arrugó la frente y comprendí que en la carrera entre el vestíbulo y mi estudio se le había olvidado el nombre de la visita. Pensé que los humanos son como los animales de Esopo: nunca cambian en esencia. Davo siempre sería un guardaespaldas. Mi hijo Metón siempre sería un estudioso y un soldado. Y Mopso, criado en un establo para cuidar los animales, nunca sería un portero como los dioses mandan.
– ¿Qué clase de mujer es? -pregunté-. ¿Alta o baja? Meditó.
– Trae guardaespaldas. Pero es difícil calcularlo, porque viste toda de negro.
¿Sería Mecia, que venía a preguntar por los progresos, o la falta de progresos, en la búsqueda del asesino de su hijo? No me hacía ninguna gracia volver a verla, a menos que hubiera encontrado en su casa más pruebas de las actividades de Numerio (quizá los documentos con los detalles sobre la conjura para matar a César…).
– ¿Vieja o joven?
Se quedó pensando.
– Joven -dijo al fin-. Más o menos como Diana.
Pues entonces no era Mecia, aunque vistiera de negro. Puse ceño. Numerio no se había casado, ni tenía hermanas. Pero quizá…
– Hazla pasar -dije.
– ¿Y los guardaespaldas?
– Tendrán que quedarse fuera, por supuesto.
Mopso sonrió.
– ¡Hay tres, pero apuesto a que no podrían pasar por encima de Cicátrix!
Últimamente, Mopso y su hermano se habían encariñado mucho con Cicátrix. Curiosamente el horrible monstruo parecía sentir lo mismo por ellos, pues a menudo los oía reír a los tres en el vestíbulo o en la puerta de la calle; las risotadas de Cicátrix eran un extraño complemento de las risas cantarinas de los muchachos. Yo seguía recelando de aquel individuo y me habría encantado librarme de él, pero no le tenía tanto miedo como al principio. El trabajo que realizaba custodiando la puerta era excelente. Su comportamiento con Bethesda y Diana era huraño, cierto, pero no amenazador. Estaba claro que prefería proteger al Magno y que consideraba inferior a su categoría servir en la casa de alguien tan insignificante como yo, pero entre los dos habíamos ideado una excelente manera de comunicarnos. Le daba las órdenes con sequedad. Cicátrix gruñía y refunfuñaba, pero hacía lo que le mandaba.
Mopso abandonó corriendo del estudio. Yo salí al patio, un sitio más apropiado para recibir a una joven. El día era templado para estar en las calendas de marzo, con poco viento y sólo unas cuantas nubes recorriendo en las alturas el frío cielo azul.
Instantes después apareció la visita. No vestía la estola de las casadas, sino la larga túnica de las doncellas, de color negro y cubierta por una gruesa capa tan negra como su cabello, que llevaba recogido con horquillas y peinetas, un estilo más propio de una mujer mucho mayor. Su perfume, de jazmín y nardo, también parecía para una persona más madura. Mopso le había atribuido la edad de Diana. A mí me pareció más joven, menos de diecisiete o dieciocho años. Sus manos y su cara eran tan blancos como una paloma.
Me miró con recelo por debajo de las oscuras cejas.
– ¿Eres Gordiano?
– Sí. ¿Y tú?
– Soy Emilia, la hija de Tito Emilio.
Miré con expectación la puerta por la que había entrado.
– ¿Dónde está tu aya?
Emilia pareció incómoda y bajó la mirada.
– He venido sola.
– ¿Una joven de tu edad y condición, paseando por Roma sin escolta?
– He traído guardaespaldas.
– Aun así… ¿sabe tu padre que has salido?
– Mi padre está fuera. Con Pompeyo.
– Claro. ¿Y tu madre?
– Volvimos a Roma hace unos días. Estábamos en nuestra villa de la costa, pero madre dice que probablemente estaremos más seguras en Roma. Hoy está ocupada recorriendo las tiendas y los mercados. Yo tenía que haber ido con ella, pero le dije que me encontraba mal y que quería quedarme en casa.
– Pero has venido aquí.
– Sí.
– ¿Y te encuentras mal? Estás muy pálida.
Emilia no contestó, pero echó una mirada nerviosa por el patio hasta que sus ojos repararon en la estatua de Minerva, detrás de mí. La vista de la diosa pareció infundirle fuerzas. Mientras hablaba, era su cara la que miraba, no la mía. Lo más probable es que tuviera poca experiencia en hablar cara a cara con un hombre mayor.
– Vengo de casa de Mecia. Me habló de ti.
– ¿Y qué te ha dicho?
– Que estabas investigando… -Los nervios parecieron traicionarla. Bajó la mirada-. ¿Fue aquí donde sucedió? Respiré hondo.
– Si te refieres a la muerte de Numerio Pompeyo, sí, sucedió en este patio.
Se estremeció y de inmediato se ciñó la capa alrededor del cuello.
– ¿Era pariente tuyo? -pregunté.
– No.
– Sin embargo, vas de luto.
Se mordió los labios, que parecían de color rojo sangre en comparación con sus pálidas mejillas.
– Era… Íbamos a casarnos.
Moví la cabeza.
– No lo sabía.
– Nadie lo sabía.
– No te entiendo.
– Nadie lo sabía. Pompeyo tenía planes para que se casara con otra. Pero la elegida era yo. Numerio me eligió a mí. -Se señaló apoyando la mano en el vientre y lo entendí enseguida.
– Ya veo.
– ¿Sí? -En su cara se dibujó una mezcla de orgullo y alarma-. Mecia también se dio cuenta. ¿Se nota mucho? Negué con la cabeza.
– Materialmente no, si te refieres a eso.
– Aquí no -dijo, mirándose y tocándose el vientre-. Pero debe de notárseme en la cara. ¿Y por qué no? Habría sido su viuda. El niño habría nacido con su nombre. Pero ahora…
– ¿Por qué has venido, Emilia? ¿Para ver el sitio donde murió?
Hizo una mueca.
– No. No me gusta pensar en eso.
– Entonces ¿por qué? ¿Qué quieres de mí? -Nuestras miradas se encontraron un momento; luego volvió a mirar detrás de mí, a Minerva, mientras se esforzaba por expresarse. Levanté la mano-. No importa. Ya lo sé. Quieres de mí lo mismo que todos, Pompeyo, Mecia, incluso Diana… ¿Por qué contigo me he dado cuenta enseguida y con mi hija casi tiene que caerme un rayo encima para ver lo que tengo delante? Y pensar que la gente cree que Gordiano es listo y capaz de ver lo que otros no. -Me miró con aturdimiento. Suspiré-. ¿Cuánto hace que lo sabes?
– ¿Lo del niño? Lo supe antes de que saliéramos de Roma. No estaba segura, pero lo sabía. Desde entonces, la luna ha crecido, menguado y vuelto a crecer, y ya no hay duda. ¡Lo siento dentro de mí! Ya sé que es demasiado pronto, pero juro que a veces lo siento dentro.
– Un hijo suyo… -musité. Así como Emilia imaginaba al nuevo ser dentro de sí, yo imaginaba otra presencia, muy diferente, en el patio. ¿Había un señuelo más irresistible que aquel hijo para atraer al lugar del crimen al lémur de un hombre asesinado? Di media vuelta y pegué un respingo, pues me pareció ver moverse una sombra detrás de la estatua de Minerva. Sólo había sido una ilusión óptica-. ¿Lo sabía? ¿Se lo dijiste a Numerio?
Asintió con la cabeza.
– La última vez que lo vi… la víspera de su muerte. Teníamos un lugar secreto para vernos. -Bajó la vista-. Estuvimos juntos y después… se lo dije. Tenía miedo de que se enfadara, pero no se enfadó. Se puso muy contento. Nunca lo había visto tan feliz. Dijo: «Ahora Pompeyo tendrá que renunciar a los planes que había hecho para mí y dejará que nos casemos. Se lo diré esta noche.» Al día siguiente íbamos a vernos otra vez para que me contara lo que había dicho Pompeyo, pero ya no volvió. -Se mordió el labio-. Aquel día todo el mundo creía que César estaba al llegar, Pompeyo decidió salir de Roma y mi padre resolvió enviarnos a mi madre y a mí a la villa. Estuvimos toda la noche empaquetando las cosas y no dormí… -Se interrumpió para respirar, levantó la vista y miró la cara de la diosa-. A la mañana siguiente subimos al carro y nos pusimos en la cola para cruzar la Puerta Capena. Una amiga de mi madre se acercó y hablaron sobre si César estaba llegando realmente y del partido que estaba tomando cada cual, y luego… para mi madre fue un cotilleo más, la mujer añadió: «¿Te has enterado? ¡Ayer mataron a Numerio Pompeyo! Lo estrangularon…» Lo dijo tan deprisa y cambió de tema tan rápidamente que creí que lo había imaginado. Pero sabía que no era así. Sabía que era verdad. Sentí algo punzante en el pecho, como un canto afilado. Creo que me desmayé. Cuando abrí los ojos, estábamos ya en la via Apia. Por un momento creí que lo había soñado, pero sabía que no. La piedra seguía en mi pecho. Me duele al respirar.