– ¿Quién más sabe lo del niño?
– Traté de ocultárselo a mi madre todo el tiempo que pude. Ella sabía que algo iba mal, pero pensaba que estaba preocupada por mi padre, o inquieta por todo lo que estaba ocurriendo. Pero cuando volvimos a Roma ya no pude esconderlo. No se enfadó tanto como yo pensaba.
– Entonces ¿tu padre no lo sabe?
Bajó la cabeza.
– Madre dice que no debe enterarse.
– ¿Y cómo va a impedirlo? Aunque Pompeyo abandone Italia y se lleve a tu padre con él, es posible que vuelva antes del parto. Y cuando tengas el niño, alguien se lo contará; siempre hay alguien que lo hace. No esperarás que… -Me quedé callado, porque de repente entendí el alcance de sus palabras.
– Esta mañana, cuando fui a ver a Mecia, se lo conté todo… lo de Numerio y yo, y lo del niño. Hemos llorado juntas. Dice que no debo deshacerme de él. Dice que es lo único que le queda ya de su propio niño, de su hijo. Pero no es ella quien debe tomar la decisión. Ni yo. Madre dice que tengo que deshacerme del niño.
Se me resecó la boca.
– No es tu madre, sino tu padre quien tiene autoridad legal sobre ti y sobre el niño que llevas en tu seno.
– ¡Si padre se enterase me mataría! Sería legal y justo, ¿verdad?
– ¡Seguro que nunca haría nada parecido! Imagina que está fuera durante un año y cuando vuelve os encuentra a ti y al niño…
– Aun así se libraría de la criatura… se la llevaría al monte, lejos de la ciudad, para que muriera de hambre o la devorasen los lobos. Luego me escondería en algún lugar, como se deja en el fondo de una alacena una vasija agrietada que no te atreves a tirar a la basura. -Respiró hondo-. No, madre tiene razón. Si padre estuviera aquí, exigiría que me deshiciera del niño lo antes posible. Así todavía podrían encontrarme un marido, ¿no crees? Además, madre dice que no estaría bien traer a semejante mundo a un niño sin padre…
Se echó a llorar.
Resistí el impulso de consolarla. Tensé los brazos y apreté los puños. Me volví y me pareció que Minerva me miraba con una sonrisa burlona.
– Emilia, ¿por qué has venido a verme?
– No lo sé… Sólo sé que Mecia dijo que habías sido el último en verlo vivo… y que ahora todo depende de ti.
– Pero Emilia, yo no puedo ayudarte.
– Claro que sí, puedes averiguar quién lo mató… quién mató… a mi niño. -Vio mi cara de confusión-. ¿No lo entiendes? Si no hubieran matado a Numerio, él habría encontrado la manera de casarse conmigo. Estoy segura. ¡Y yo habría podido tener a nuestro hijo! Luego, aunque me hubieran arrebatado a Numerio, aunque hubiera muerto en una batalla o se hubiera perdido en el mar, habría podido tener el niño, y habría llevado su apellido. Pero ahora… ahora no habrá niño. ¿No lo entiendes? Quien mató a Numerio, hundió un cuchillo en mis entrañas.
Su dolor estalló en un largo y agudo lamento que llegó hasta la puerta de la calle. Oí golpes retumbantes, carreras y, al cabo de unas cuantas palpitaciones, aparecieron los tres guardaespaldas en el patio, uno tras otro, con las espadas desenvainadas. Cicátrix los seguía bramando con furia, también empuñando la espada. La cicatriz que cruzaba su cara estaba lívida, como recién hecha. Esquivó a los guardaespaldas y corrió a mi lado, donde se puso en postura de alerta, con los brazos abiertos y las rodillas dobladas, listas para saltar. Los tres hombres armados se acercaron con los ojos abiertos desorbitadamente.
Aturdida, Emilia miró alrededor hasta que comprendió lo que estaba pasando. Entonces dejó los lamentos y levantó los brazos, deteniendo en seco a sus guardaespaldas. Estos retrocedieron y la rodearon. Uno le dijo algo al oído y luego habló con sus compañeros. La sed de sangre flotaba en el aire.
Emilia dio un paso hacia mí con la cabeza gacha. Sus guardaespaldas avanzaron con ella, espada en mano y mirándome con recelo.
– Te pido perdón -susurró-. Yo no quería… -Asentí con la cabeza-. Ya me voy. No sé por qué he venido. Sólo pensaba… esperaba que tú… No lo sé. -Dio media vuelta y sus guardaespaldas con ella, aunque el último no nos quitó los ojos de encima ni a Cicátrix ni a mí.
– ¡Espera! -dije.
Se detuvo y me miró sin volverse. Di un paso hacia ella, porque a más no me atrevía. Según Cicatriz, me acerqué demasiado, porque me cogió el brazo para tirar de mí.
– Emilia, has mencionado algo sobre un lugar secreto donde os reuníais.
Su cara, todavía ruborizada, enrojeció aún más.
– Sí.
– ¿Ese lugar pertenecía a Numerio?
– A su familia. Tienen muchas fincas en las Carinas.
– Y ese lugar… ¿dónde está?
Se acercó e indicó por señas a los guardaespaldas que se quedaran atrás. Yo hice otra seña a Cicátrix para que se alejara.
– Era un edificio de viviendas de alquiler -susurró Emilia-. Un lugar horrible y maloliente. Pero había una vivienda vacía en el último piso. Desde la ventana se veía el Capitolino… -Miró al vacío, con los ojos húmedos de lágrimas.
– ¿Sólo Numerio y tú conocíais el lugar?
– No lo sé. Creo que heredó el edificio de su padre, pero su tío Mecio tiene alguna parte en su administración.
– Pero esa vivienda… ¿era el sitio secreto de Numerio?
– Sí. Tenía algunas cosas allí. Una lámpara, algo de ropa… unos poemas que le di.
– ¿Poemas?
– Poemas de amor griegos que copié para él. Nos los leíamos…
Asentí con la cabeza.
– Entonces era un lugar donde podría haber guardado otras cosas privadas, ¿no?
– No lo sé. ¿Por qué lo preguntas?
– Podría haber allí algún documento.
Negó con la cabeza.
– No lo creo. No había ningún casillero de papiros. Ni siquiera un cofre para guardar papeles. Tenía que guardar mis poemas debajo de la cama.
– Aun así, debo ver el lugar. -Se mordisqueó el labio y luego negó con la cabeza-. Por favor, Emilia. Podría ser muy importante. Quizá encuentre los documentos que motivaron la muerte de Numerio.
Emilia miró a Minerva y luego a mí. Su mirada era firme.
– El edificio está en el cruce de la calle de los Cesteros con un callejón que va hacia el norte. Está pintado de rojo, aunque se está desconchando y se distingue el amarillo de debajo. La habitación está en el tercer piso, en el ángulo suroeste. La puerta tiene cerradura, pero encontrarás la llave debajo de una tabla del suelo, suelta y astillada, que verás a tres pasos de allí.