Encontrar una llave así no significa que se sepa utilizar. Gracias a su extraña forma, entra perfectamente en el agujero tubular de la cerradura, de forma igualmente extraña. Una vez dentro, el gancho del extremo tiene que encontrar el único agujero por el que cabe, operación que, si no se ha practicado con anterioridad, puede comportar multitud de intentos y equivocaciones.
Puse la tabla como estaba y me acerqué a la puerta. La cerradura era una caja de bronce atornillada a la puerta por dentro. En un edificio abandonado e inseguro como aquél llamaba la atención un mecanismo tan complejo por estar tan fuera de lugar.
Deslicé la llave, la giré en distintos sentidos para que entrara por el ojo y traté de representarme el agujerito interior por el que tenía que pasar el gancho. ¿Arriba o abajo? ¿Lejos o cerca? ¿Una sacudida o una vuelta? Probé varios movimientos, y finalmente saqué la llave y volví a empezar. Tampoco hubo suerte. La paciencia se me estaba acabando cuando volví a meter la llave. Esta vez me pareció encontrar un agujero divergente. La llave siguió una dirección distinta. El gancho tropezó con algo. No me atrevía a respirar. Giré la llave y tiré. Oí un satisfactorio chasquido en la cerradura. Empujé la puerta.
Detrás de mí oí a Androcles expulsar el aire que había retenido. Miré por encima del hombro y le señalé la escalera.
– Quédate vigilando en el rellano -susurré-. Si alguien sube, ven en silencio y me lo dices. ¿Sabrás hacerlo? Asintió con la cabeza y se alejó de puntillas.
Entré y dejé entornada la puerta. El cuarto estaba aún más oscuro que el pasillo. Fui hacia la ventana del rincón suroeste, que estaba cubierta por una gruesa cortina de un tejido muy superior a todo lo que pudiera haber en el resto del edificio. La aparté y abrí los postigos. Por encima de los tejados, como había dicho Emilia, se veían los templos de la cima del Capitolino. Mopso estaba al otro lado de la calle, apoyado contra la pared, con los brazos cruzados, dando golpecitos en el suelo con el pie. Al oír que se abría la ventana, levantó la vista. Saludé con la mano. Mopso se dispuso a devolver el saludo, pero se contuvo enseguida. Miró a ambos lados de la calle, adoptando una actitud gallarda para impresionar. Cabeceé. Si le hubiera dicho que tratara de parecer un esclavo fugitivo que trama una fechoría, no lo habría hecho mejor.
Me volví y empecé a registrar la habitación. Había una cama baja y un pequeño cofre pegado a la pared. Quizá no fuera, después de todo, más que un nido de amor. Las necesidades de los amantes son sencillas.
Encima del cofre había una lámpara de aceite, una vasija con más aceite y un pequeño espejo redondo. Miré dentro de la lámpara y la vasija y trasvasé aceite hasta que me convencí de que no contenían nada más. El espejo era de plata sólida y no tenía compartimientos secretos. Me miré y vi a un hombre barbudo con el entrecejo fruncido, de ojos claros, no totalmente canoso y de aspecto joven para su edad, una señal del favor de los dioses. Que el espejo fuera de Emilia me hizo sentir cierta inquietud y lo puse a un lado.
El cofre no estaba cerrado con llave. Dentro encontré prendas de vestir… ropa interior masculina, una túnica y una capa que habría servido tanto para hombre como para mujer. También había otra colcha para la cama. En el fondo hallé una daga pequeña. Eso era todo.
En el cofre no parecía haber nada importante. Pero al recordar que Numerio Pompeyo había llevado informes confidenciales en la sandalia, volví a inspeccionar los artículos que contenía. Convencido de que la daga no tenía compartimientos secretos, la utilicé para cortar las costuras de las prendas. Ya llevaba encima un cuchillo al efecto, pero la daga parecía más afilada. No encontré nada.
Examiné el cofre ya vacío. Utilicé la daga para quitar las bisagras y rasgué el cuero. Le di la vuelta y golpeé el fondo, por si sonaba a hueco. Pero era un cofre común y corriente.
Me concentré en el lecho.
Era elegante, como las cortinas, y al igual que éstas chocaba en un lugar como aquél. El somier era de ébano y las patas estaban labradas. Paralelo a la cama, pegado a la pared, había un aparador también de ébano con incrustaciones de marfil. Emilia se habría puesto en la parte interior, junto al aparador y la pared; Numerio se habría puesto en la parte exterior, como suelen hacer los hombres. Una vez le había explicado a Bethesda que era así porque el hombre protege a la mujer mientras duerme. Ella se rió y dijo que no, que era porque los hombres necesitaban levantarse a mear más a menudo por la noche.
Supuse que los amantes no dormirían mucho en aquella cama. Se habrían reunido allí de día, pues no parecía probable que Emilia hubiera podido escapar a la vigilancia de sus padres una vez oscurecido. Era una cama para estar despiertos, una cama para amar, no para dormir; la cama donde habían concebido a su hijo.
El grueso colchón estaba cubierto por una sábana sujeta de cualquier manera en las esquinas. Encima había una colcha de lana y almohadas esparcidas. Se notaba que había sido utilizada y estaba sin hacer. Seguro que Numerio y Emilia estaban acostumbrados a que los esclavos les hicieran las camas, y o no sabían hacerla o no les importaba lo más mínimo. No era precisamente ordenando la casa como pasaban el tiempo.
Quité la colcha y descosí las costuras. No había nada escondido.
Retiré la sábana. Era demasiado fina para ocultar nada. Desprendía un débil olor. Me la acerqué a la nariz y olí a jazmín, a nardos y a cuerpos cálidos. Por un momento la imaginé alrededor de Emilia, ceñida a su cuerpo. Los imaginé juntos, cubiertos sólo por la sábana. Meneé la cabeza para despejarme.
Las almohadas y el colchón eran los que más posibilidades tenían de ocultar algo. Los retiré de la cama y vi unos papiros bajo el colchón, encima de las tiras de cuero del somier. Si eran los poemas griegos que había copiado Emilia, no tenía ganas de leerlos. Pero ¿cómo podía determinar su importancia si no los inspeccionaba?
Miré el primer poema. La caligrafía era tímida, compleja y dolorosamente infantil. No así las palabras.
La lengua se me hiela y un sutil
fuego no tarda en recorrer mi piel,
mis ojos no ven nada y el oído
me zumba, y un sudor
frío me cubre, y un temblor me agita
todo el cuerpo, y estoy, más que la hierba,
pálida, y siento que me falta poco
para quedarme muerta.
Safo, desde luego. ¿Qué adolescente enamorada puede resistirse a la poetisa de Lesbos?
Me obligué a leer los otros poemas, uno por uno. Las palabras me hicieron ruborizar.
Finalmente examiné los papiros por delante y por detrás. Me encaminé a la ventana y los puse a contraluz, buscando rastros de tinta invisible de limón o perforaciones que pudieran indicar una clave, pero no vi nada parecido. Los poemas de amor eran sólo eso, fragmentos de Safo y de mi viejo amigo Catulo copiados por una joven soñadora, para matar el tiempo entre las visitas a su amante. Comprometedores, sí, pero sólo si se enseñaban a los padres.
Mientras estaba junto a la ventana, vi a Mopso en la esquina por el rabillo del ojo. Me saludó. Lo fulminé con la mirada, cabeceé y no quise mirarlo más. Le había dicho explícitamente que no me saludara, porque llamaría la atención. Como no le hacía caso, se puso a saludar con más ímpetu. Decidí echarle un buen rapapolvo cuando terminara, y me alejé de la ventana.
Debajo de la cama vi una especie de bacín, ancho y no muy hondo. Lo saqué y lo puse en medio de la habitación. Me arrodillé y metí los poemas dentro. Rebusqué en la túnica, saqué el pedernal que había llevado para aquel fin y me concentré con tanta intensidad en sacar una chispa que no oí los pasos de Androcles en el pasillo. Me llevé un buen susto cuando abrió y asomó la cabeza.