– ¡Amo! ¡Un hombre sube por la escalera!
De repente entendí por qué Mopso agitaba la mano con tanto entusiasmo. Miré a Androcles.
– ¡Entra, pronto! -susurré.
Androcles se coló y se volvió para cerrar. Demasiado tarde. La puerta tropezó con algo. El muchacho empujó con más fuerza, en vano. El pie de un hombre se había metido en el resquicio. Androcles lanzó un alarido de pánico.
Con las manos apoyadas en el borde de la puerta, Androeles empujó con todo el cuerpo, pero no era rival para el hombre que había al otro lado. La puerta empezó a abrirse.
Solté el pedernal y busqué el cuchillo. Me puse en pie y crucé los brazos, con el corazón desbocado.
– ¡Amo, no puedo detenerlo! -gritó Androcles.
Lenta pero inexorablemente la puerta fue abriéndose, hasta que la luz que entraba por la ventana iluminó la faz atónita y artificialmente bronceada de mi viejo amigo Tirón.
11
– Una preciosa vista del Capitolino -comentó Tirón-. Me pregunto cuánto costará un piso como éste en el mercado.
Después de entrar y darle en la cabeza al sorprendido Androcles, Tirón había inspeccionado la habitación, observado el cofre vacío y pisado el colchón y las almohadas del suelo, para finalmente dirigirse a la ventana.
– Tirón, ¿qué estás haciendo aquí?
Bajó la vista.
– El chico que hay abajo y que me mira como si fuera una gárgola… ¿no es uno de los tuyos, Gordiano?
Me acerqué a la ventana e hice una seña a Mopso para indicarle que todo iba bien. Visiblemente aliviado, preguntó por señas si subía a reunirse con nosotros, pero negué con la cabeza y le indiqué que siguiera vigilando.
– Androcles -dije-, vuelve a la escalera y vigila como hacías antes. Quizá evitemos que nos sorprendan otra vez.
– Pero amo -protestó Androcles-, ¿no es éste el sicario al que seguimos el otro día?
Tirón arqueó una ceja.
– Yo nunca les he ordenado nada semejante -aseguré-. Los chicos tienen más imaginación que sentido común. Vete, Androcles.
– Pero amo…
– Estaré a salvo. Al menos eso creo. -Esta vez me tocó a mí arquearle una ceja a Tirón. Cuando Androcles salió de la habitación, repetí la pregunta-: ¿Qué estás haciendo aquí?
Se dio unos golpecitos en la nariz.
– Pues supongo que lo mismo que tú. Andarme al husmo.
– Querrás decir andar detrás de mí.
– Es posible.
– ¿Has adquirido la costumbre de seguirme cada vez que salgo de casa?
Al parecer no soy el único que hace esas cosas.
– ¿Y por qué hoy?
– Porque ayer te visitó la joven amante de Numerio.
– ¿Cómo sabes que eran amantes?
– Yo sé muchas cosas.
– ¿Y cómo sabes que vino a verme ayer? ¿Estabas vigilando mi casa o la seguiste?
Negó con la cabeza.
– Gordiano, no esperes que te lo cuente todo, al igual que yo no espero que tú me clientes todo lo que sabes. Aun así, creo que sería más útil para nuestros intereses que intercambiáramos toda la información que tenemos. Acerca de Numerio, quiero decir.
– Estás buscando los documentos de los que te habló, ¿no?
– ¿No estás en ello tú también, Gordiano? Así pues, ya que buscamos lo mismo, ¿por qué no cooperamos?
No contesté.
Tirón fue al centro de la estancia y se arrodilló ante el bacín que contenía los poemas de Emilia. El pedernal estaba al lado.
– Estabas a punto de quemarlos cuando he llegado -dijo-. ¿Qué son?
– Nada que te importe.
– ¿Cómo lo sabes?
Suspiré.
– Son poemas amatorios copiados por una adolescente loca de amor. Emilia me dijo dónde estaban y me pidió que los quemara. No veo por qué razón no iba a hacerlo.
– Pero quizá no son lo que parecen.
– No es lo que andamos buscando, Tirón.
– ¿Cómo lo sabe? insistió.
– Porque lo sé.
– Entonces me dejarás verlos, ¿no? ¿Qué tendría eso de malo, Gordiano? Yo mismo los quemaré en cuanto los haya examinado a fondo. Nadie más los verá.
– ¡Que no, Tirón!
Nos miramos durante un largo momento; ninguno de los dos apartaba la vista. Al final se puso en pie y se alejó del bacín.
– Muy bien, Gordiano. Ya veo que no hay manera de convencerte. ¿Qué obligación has contraído con esa chica?
En vez de contestar, me arrodillé ante el bacín y volví a golpear el pedernal. Una chispa cayó sobre los poemas y prendió el papiro. La llama, débil al principio, fue extendiéndose por el borde de la hoja. Vi las palabras que iban consumiéndose: «Y un sutil fuego no tarda en recorrer mi piel, mis ojos no ven nada…»
Alcé la mirada y vi el reflejo del fuego en los morenos rasgos de Tirón.
– No hay nada tan fascinante como el fuego, ¿verdad? -dijo, sonriendo débilmente-. Después de las llamas, sólo quedan unas pocas cenizas, que se convierten en nada al tocarlas. ¿De dónde viene el fuego? ¿Adónde va el papiro? Nadie lo sabe. En este momento es como si nuestra joven nunca hubiera copiado los poemas y Numerio no la hubiera oído recitarlos. En realidad también es como si éste jamás hubiera existido.
– Pero existió. Y Emilia lo amaba. -Y dentro de ella aún existía y seguiría existiendo una parte de Numerio, pensé, al menos durante algún tiempo. La criatura pronto se convertiría también en cenizas.
Tirón dio un bufido.
– ¿Ella lo amaba? Quizá… pero ¿la amaba él?
– Estaba dispuesto a casarse con ella, a pesar de los deseos de Pompeyo. Emilia estaba segura.
– ¿De veras? Sin duda imaginaba todo tipo de cosas mientras se quedaba en la cama con él, después de una hora de amor, contemplando los templos del Capitolino por la ventana. Sin duda Numerio le contó todo tipo de mentiras… las imprescindibles para que ella siguiera acudiendo a este lugar para reunirse con él.
– La vida con Cicerón te ha convertido en un puritano, Tirón.
– ¡Tonterías! Pero cuando veo un nido de amor como éste, y lo joven y tierna que es la mujer, está claro la clase de hombre que tenía que ser Numerio. Un perfecto espécimen de su generación… egoísta, sin principios, dispuesto a coger lo que se le antoja sin pensar en las consecuencias. De no haber sido por su parentesco con Pompeyo, se habría convertido en el típico partidario de César.
Miré a Tirón fijamente.
– Un hombre al que mucha gente querría matar, ¿no? Me miró con resentimiento.
– No te burles de mí, Gordiano. Y no me acuses de asesino ni en broma.
– No estaba haciéndolo.
– Sólo digo que si Numerio amaba de verdad a la chica habría hecho lo correcto y se habría casado con ella, con o sin la bendición del Magno, en lugar de hacerla su amante en un agujero inmundo como éste.
– ¿Has olvidado ya los amores que tú mismo tenías a espaldas de Cicerón cuando nos conocimos? Entonces eras un esclavo y ella era hija del cliente de tu amo, y las consecuencias habrían sido terribles para los dos… Por no hablar del hijo que habría podido salir de allí…
– ¡Eres injusto! Yo era joven y alocado…
– ¿Y Numerio no? -lo interrumpí.
Tirón miró las cenizas del bacín.
– A todos los hombres les gusta recordar las licencias de su juventud, pero no que se las recuerden -dije con voz serena.
– Ennio -dijo Tirón, reconociendo la cita. Consiguió esbozar una débil sonrisa-. Tienes razón. No estamos aquí para juzgar a Numerio, sino para descubrir sus secretos. Vamos a trabajar juntos, ¿sí o no?
– Hay dos cuchillos -dije, enseñándole el que llevaba conmigo y tendiéndole el que había encontrado en el cofre.
– He traído el mío -dijo Tirón-, pero éste parece más afilado.
Nos pusimos a abrir las almohadas y el colchón.