Nos pusimos en marcha sin perder un momento. El sol no era más que un atisbo dorado que no llegaba a asomar por encima de los montes del este. Las manchas de oscuridad flotaban como vestigios del velo de la noche. Con aquella luz indefinida había algo sobrecogedor en aquel tramo del camino, flanqueado por multitud de tumbas.
La via Apia es tan lisa como una mesa, está pavimentada con losas poligonales, encajadas tan bien que ni un grano de arena podría colarse por los intersticios. Hay algo tranquilizador en la solidez de un camino romano. Metón me habló una vez acerca de una misión de reconocimiento que había llevado a cabo en los inhóspitos bosques de las Galias. Desde las raíces retorcidas parecían acecharles dioses extraños. Los lémures revoloteaban en las sombras. Seres invisibles se deslizaban entre las hojas cubiertas de moho. Entonces, cuando menos lo esperaba, dio con un camino cuya construcción había promovido César, una brillante cinta de piedra que atravesaba el corazón del bosque, dejando pasar el aire y la luz del sol.
La via Apia no está flanqueada por bosques inhóspitos, sino por tumbas que se extienden a lo largo de varios kilómetros. Unos monumentos son grandes y complicados, como templos en miniatura; otros, sólo simples señales, un fuste de piedra con algo grabado. Algunos se hallan en buen estado y bien cuidados, rodeados de flores y arbustos, mientras que otros parecen haber caído en el olvido, con las columnas por el suelo y los cimientos agrietados y llenos de hierbajos.
Incluso a plena luz hay algo melancólico en la via Apia. A la indecisa luz del alba, con los espíritus acechando en las sombras, el camino que se deslizaba bajo los cascos de los caballos representaba mucho más que el orden y el genio romanos. Era un camino que cruzaba la ciudad de los muertos. Cada golpe de los cascos contra las losas nos tranquilizaba, recordándonos que estábamos sólo de paso.
Llegamos al monumento de Publio Clodio, situado en medio de los de sus antepasados. La última vez que había recorrido un trayecto largo por la via Apia había sido para investigar el asesinato de Clodio. Clodio… el niño mimado y la esperanza de las masas. Su asesinato causó disturbios en Roma; una multitud con antorchas había convertido en pira funeraria la Casa del Senado. Desesperado por restaurar el orden, el Senado había llamado a Pompeyo, que había utilizado la autoridad que le confería el estado de excepción para fomentar lo que él llamó reformas jurídicas. El resultado había sido la persecución y el destierro de muchos hombres poderosos que ahora veían en César su única esperanza de recuperar lo perdido. La clase gobernante quedó fraccionada irreparablemente y las masas se mostraban más escépticas que nunca. Ahora que lo pensaba, ¿no había sido el asesinato de Clodio en la via Apia el auténtico comienzo de la guerra civil, la primera escaramuza, la primera víctima?
Su monumento era sencillo, como correspondía a un patricio con pretensiones de saber tratar con gente sencilla. Encima de una peana se alzaba una estela de mármol de tres metros con haces de trigo tallados, para conmemorar el impuesto sobre el grano que había establecido Clodio. El sol encendía ya las colinas. A la luz creciente vi que el pedestal estaba rodeado de humildes ofrendas: velas encendidas y varas de incienso, ramilletes de hierbas y flores de la primavera temprana. Pero también había algo que parecía y olía a excremento humano, y unas palabras pintarrajeadas con el mismo material en la base de la peana: «Clodio se follaba a su hermana.»
Tirón arrugó la nariz. Fórtex lanzó una carcajada. Seguimos cabalgando.
Un poco más lejos, en el otro lado del camino, vimos la parcela de la familia de Pompeyo. La tumba del padre era un monumento vulgar y recargado. Todos los dioses del Olimpo estaban apiñados en el frontón, como si estuvieran orgullosos de aquel honor, pintados con colores vivos y rodeados por una cenefa dorada que despedía reflejos rojos cuando le daba el sol. La tumba parecía haber sido pintada y restaurada recientemente, aunque empezaba a tener aspecto de abandonada; los hierbajos habían crecido en la base desde que Pompeyo y su familia habían huido hacia el sur. Por lo demás, todo parecía perfecto, hasta que vi la bosta de caballo, abundante en aquel camino, amontonada en la techumbre de bronce. A media mañana de un día soleado, como parecía ser aquél, los viajeros olerían el panteón del difunto Pompeyo mucho antes de verlo.
Fórtex rió por lo bajo.
– ¡Es indignante! -murmuró Tirón-. Cuando era joven, los hombres luchaban por el poder tan ferozmente como lo hacen hoy, pero nadie habría osado profanar una tumba, ni siquiera como acto de guerra. ¿Qué pensarán los dioses? Nos merecemos todas las desgracias que quieran enviarnos. ¡Tú! Sube y tira toda esa porquería.
– ¿Quién? ¿Yo? -dijo Fórtex.
– Sí. Inmediatamente.
Fórtex hizo una mueca, desmontó refunfuñando y miró alrededor en busca de algo que pudiera utilizar como pala.
Mientras esperábamos, dejé que mi caballo vagara sin rumbo a la vera del camino, buscando hierba fresca entre las tumbas de los Pompeyo. Cerré los ojos, sintiendo el sol matutino en los párpados y dejándome mecer por los movimientos casuales del animal que montaba. Detrás de mí oí al esclavo subir al techo y luego el sonido de la pala contra el bronce, y el suave impacto de las boñigas al caer.
Debí de quedarme dormido durante un momento que se salió de lo normal. Cuando abrí los ojos, vi la tumba de Numerio Pompeyo.
Era una sencilla estela de las que ya se compran hechas, con una cabeza de caballo tallada, el símbolo de la muerte que parte. Estaba un poco alejada del camino, entre tumbas más ostentosas. Comparada con sus vecinas, era pequeña e insignificante. Nunca la habría visto desde la calzada. Qué extraño que el caballo me hubiera llevado directamente ante ella, y que la primera cosa que yo viera al abrir los ojos fuesen las palabras cinceladas en el pequeño espacio reservado para personalizar el monumento:
NUMERIO POMPEYO
REGALO DE LOS DIOSES
QUE CELOSAMENTE LO HAN RECLAMADO
DESPUÉS DE VEINTITRÉS AÑOS
ENTRE LOS VIVOS
Aquellas palabras debían de ser de su madre. Al no tener a nadie a quien culpar de su muerte, Mecia culpaba a los dioses. Sentí un ramalazo de vergüenza.
Miré abajo. Después de todo, no había sido tan raro que mi montura vagase hasta aquel punto. A los pies de la estela, alguien (Mecia, seguro) había plantado algo que todavía no había florecido. El caballo había encontrado el tierno follaje de su gusto y se lo había comido ya casi todo.
Tiré de las riendas y aparté de allí al animal. En aquel momento vi por el rabillo del ojo que algo se movía y una silueta apareció detrás de un monumento cercano.
El corazón casi se me salió del pecho. Las últimas sombras habían desaparecido, pero algo extraño parecía vagar entre las tumbas. Visto con lógica retorcida, era de lo más normal que el lémur de Numerio saliera a mi encuentro desde el más allá en el momento en que los pájaros empezaban a trinar y el mundo entero renacía.
Pero la criatura harapienta que apareció detrás del monumento no era un lémur. Ni tampoco los otros, al menos tres, que rápidamente se unieron al primero. Traté de maniobrar con el caballo entre las tumbas, un espacio lleno de dificultades.
– ¡Tirón! -grité-. ¡Bandidos!
Algunos trechos de la via Apia son famosos por su inseguridad. La zona que rodea la tumba de Basilio, situada lejos de las murallas de Roma y que señala el auténtico comienzo del campo, es especialmente peligrosa; sin ir más lejos, en una ocasión yo mismo fui víctima de una emboscada y un secuestro. Pero nunca habíamos llegado tan lejos, nunca había oído decir que hubiera bandidos tan cerca de la Puerta Capena. ¡Qué desesperados tenían que estar aquellos hombres y qué poco orden tenía que quedar en Roma para que se atrevieran a atacar a los viajeros a tan poca distancia de la ciudad! No obstante, la culpa había sido nuestra. Tirón no debería haber ordenado a nuestro único guardaespaldas que limpiara la bosta de caballo. Y yo no debería haber cerrado los ojos. Los bandidos nos habían visto bajar la guardia y se habían decidido a atacar.