Выбрать главу

La luz que salía por la puerta en aquel momento bastaba para disolver las sombras del pórtico. Volví a mi cuarto para que no me viera el esclavo y me eché en la cama. Cerré los ojos para descansar un momento, dispuesto a levantarme de nuevo al cabo cíe un rato para seguir escuchando. Estuve durmiendo hasta mediodía.

Me despertó el aroma del cerdo asado.

Una hora antes había llegado otro huésped, acompañado por un séquito considerable. Cicerón había ordenado que mataran un cerdo para dar de comer a todos. Después de lavarme la cara y vestirme, fui derecho hacia el asador, que estaba detrás de la casa, y encontré un grupo de hombres pasándose la bota de vino y viendo las vueltas del animal en la espita. Parecían una compañía mixta de esclavos y libertos juntos. Sus tiendas, levantadas al lado de la casa, eran de paño ajado y remendado, y las armas y las corazas eran de la peor calidad.

Algunos jugaban al trigón en un claro que había junto a la viña. El joven Marco estaba con ellos, riendo y monopolizando la pelota de cuero. Lo que menos habría esperado de un hijo de Cicerón es que fuera cazador y deportista. Me pregunté si su padre aprobaría que congeniara con individuos de condición tan baja.

Encontré a Tirón y le pregunté qué personaje merecedor de la hospitalidad de Cicerón había llegado con un séquito tan desastrado. Antes de que Tirón contestara, vi al personaje en cuestión salir de la pequeña casa de baños, que estaba unida al edificio principal por un pasaje cubierto. Sólo llevaba una toalla grande alrededor de la cintura. Su cara rubicunda y sus brazos carnosos estaban enrojecidos por el calor. En su barba color herrumbre y su pecho hirsuto relucían las gotas de agua. Se encaminó al interior de la casa.

– Pero no puede ser… -balbucí.

Tirón asintió.

– Lucio Domicio Enobarbo.

– Creía que César había capturado a Barbarroja en Corfinio.

– Lo capturó, pero no pudo retenerlo. Al menos eso dice Domicio. -Bajó la voz-. Yo sospecho que César lo dejó marchar como muestra de clemencia, pero Domicio tiene su propia versión de los hechos. En realidad tenemos varias. Según Cicerón, a la hora de llegar ya había contado tres versiones diferentes. Estoy seguro de que no le importará contar otra, si es que quieres escucharlo. Pero no le preguntes por su intento de suicidio. Es probable que se eche a llorar.

Miré a Tirón de arriba abajo, incapaz de decir si estaba bromeando.

– No le digas que estoy aquí -añadió.

– ¿No sabe que estás en Italia?

– No. Por el momento, preferimos mantenerlo en secreto.

– ¿Entonces por qué no continuamos hoy mismo el viaje y salimos de aquí? He descansado y tengo ganas de ponerme en marcha.

Tirón sonrió y negó con la cabeza.

– Es posible que Cicerón tenga nuevas instrucciones para mí después de hablar con Domicio. Partiremos mañana. Descansa un poco más, Gordiano. Relájate mientras puedas. El camino hasta Brindisi puede ser muy duro.

Poco más tarde, Cicerón y Domicio dieron un paseo a caballo por la finca, para hablar de sus asuntos lejos de oídos indiscretos. Tirón desapareció. El joven Marco pasó la tarde jugando al trigón. Y yo pasé el día muy a gusto en el estudio de mi anfitrión. Cicerón había ordenado a sus esclavos que me permitieran utilizar la biblioteca, pero también debía de haberles advertido de que podía ponerme a fisgonear, porque tuve un esclavo en la habitación durante todo el tiempo, sumando columnas en una tablilla de cera o repasando un papiro de contabilidad, sin quitarme los ojos de encima. Me habría gustado registrar la correspondencia de Cicerón, pero tuve que contentarme con releer el libro primero de los Comentarios a la guerra de las Galias. El ejemplar de Cicerón tenía una dedicatoria personaclass="underline" «A M. Tulio Cicerón, que ha sancionado la prosa del autor, ya que no su política. C. Julio César.»

Aquella noche, mientras los guardias de Domicio comían y entonaban canciones, me invitaron a la cena formal en la que Domicio me desplazó del lugar de honor. Tirón no estaba presente.

Nos sirvieron las mejores partes del cerdo asado, con salsa de romero. Había más espárragos, adobados con hierbas y aceite de oliva, y zanahorias fritas rebozadas con comino y cubiertas con un escabeche que según Cicerón había fermentado durante diez años en una vasija de arcilla enterrada en la bodega.

Domicio estaba de un humor tan variable como una veleta. Unas veces se mostraba parlanchín y jactancioso y otras callado y melancólico. Se comportaba como los hombres que han sufrido varios reveses seguidos. Se había enfrentado audazmente a Pompeyo para resistir en Corfinio y más tarde sus propios hombres lo habían entregado a César. Había decidido matarse para no afrontar una muerte humillante y luego, cuando ya había pasado todo, se había enterado de que César tenía intención de ser clemente. Había derramado lágrimas al creer que se encaminaba hacia una muerte segura, pero al final había resultado que su médico no le había dado un veneno, sino un hipnótico para calmarlo. César lo había hecho prisionero y, con la misma rapidez, lo había liberado… porque por muchas versiones que contara Domicio sobre su «huida», la verdad era evidente.

– ¡Me salvé por los pelos! -dijo, contento de tener dos nuevos interlocutores que lo escucharan-. Ah, César fingió darme la libertad, pero desde el principio quiso tenderme una trampa.

– ¿Y por qué una trampa? -pregunté.

– ¡Para ahorrarse las desagradables consecuencias de tener que ejecutar a su sucesor legal en el gobierno de las Galias! Para poder decir que la guardia nos tomó por desertores y nos mató por accidente, u otra insensatez por el estilo. Primero me dio a escoger. «Puedes unirte a mí, Lucio. Quizá incluso te destine a las Galias. Con los contactos familiares que tienes allí, podrías ser de gran valor.» ¡Como si la decisión fuera suya! ¡Como si el Senado y el pueblo romano no me hubieran nombrado ya gobernador! ¡Como si las Galias fueran su reino privado y no propiedad del Senado y el pueblo de Roma, que son quienes tienen que administrarlo como quieran, siempre de acuerdo con las leyes!

Cicerón, por supuesto, ya había oído todo aquello. Domicio había notado su falta de atención y se dirigía principalmente a mí y al joven Marco, sin dedicar apenas una mirada a las mujeres.

– Le dije a aquel bribón que no, rotundamente no, que nunca estaría a sus órdenes, me diera el cargo que me diese. «Muy bien». dijo con ese tono frío, altanero. autosuficiente y desengañado que lo caracteriza. «Ve con Pompeyo si quieres. Incluso te permitiré llevarte una guardia. Pero no soldados profesionales; no puedo prescindir de ninguno. Elige entre los esclavos y libertos que han servido en tu casa de Corfinio. Tendrán que arreglarse con las sobras. Necesito las mejores armas y corazas para mis hombres.» «Mis hombres»… ¡las cohortes que me robó, soldados que yo había reclutado, entrenado y equipado con mi propio dinero!

»Así que busqué a unos cuantos valientes deseosos de par tir conmigo. Aquella noche esquivamos por muy poco una de las partidas de exploradores de César. Seguramente la había enviado para perseguirnos. Nos escondimos entre los arbustos del camino. Pasaron tan cerca que oí el aire que les salía y entraba por la nariz.

– ¿Por qué no luchasteis contra ellos? -preguntó Marco.

– ¿Y dar a César la satisfacción de atraerme a una batalla imposible de ganar? No, no me tragué el anzuelo. Siempre ha hecho lo mismo con sus enemigos del Senado. Finge querer un acuerdo, negocia los puntos importantes hasta que los ojos se les ponen vidriosos, y entonces… -Cogió el trinchante de la bandeja y lo clavó en el cerdo- ¡Los apuñala por la espalda!