Tirón respiró hondo.
– Tienes razón. Nos haremos los tontos y en paz. Tú serás el amo y yo tu esclavo. Tienes motivos para dirigirte al campamento de César. Tienes un hijo a sus órdenes.
– Sí, eso diremos, sobre todo porque en parte es verdad. Primero, sugiero que bajemos de este risco. Observarlos desde aquí casi nos convierte en espías, ¿no crees?
Hizo una mueca.
Baja sin mí. Debo hacer ciertas necesidades.
– Adelante. No seas tímido.
– No, Gordiano. No es la vejiga. Un susto como éste me afecta directamente a los intestinos.
Tirón se internó en el bosque. Eché un último vistazo a la interminable cadena de hombres que subía por la ladera y bajé del risco para reunirme con los otros.
Tirón llegó al carro poco antes que el primer explorador atravesara el desfiladero. Avanzó lentamente hacia nosotros, inspeccionando los árboles y peñascos que teníamos detrás. Se detuvo a unos pasos de distancia.
Vio mi anillo de hierro.
– ¿Quién eres, ciudadano? ¿Qué asuntos te traen por este camino?
– Me llamo Gordiano. Vengo de Roma. ¿Eres hombre de César?
– Yo hago las preguntas, ciudadano. ¿Quiénes son ésos?
– El carretero va con el carro. Los alquilé en una posada que hay al otro lado de las montañas. Por cierto que tuvimos una tormenta horrorosa. Ojalá los dioses te bendigan con cielos más despejados que los nuestros.
– ¿Y los otros?
– Esclavos. Ese es el guardaespaldas, como adivinarás por su aspecto. Menos mal que me lo he traído. Aún no estábamos a un kilómetro de Roma cuando nos atacaron unos bandidos; nos habrían matado a todos, seguro. Pero desde entonces no hemos tenido ningún problema.
– ¿Y ese moreno?
– Otro esclavo. Un filósofo. Se llama Soscárides. El explorador nos miró con desdén. Era de los que tenían en poco a los civiles.
– Todavía no has explicado las razones que te traen por este camino.
Miré la banda de cobre que rodeaba su casco y me aclaré la garganta. En otros tiempos él y sus compañeros habían sido leales a Domicio. Ahora habían jurado fidelidad a César… o eso habíamos supuesto. ¿Y si nos habíamos equivocado? ¿Y si las tropas de Domicio se habían vuelto contra su nuevo amo? Por lo que sabíamos, César podía estar muerto y aquellas tropas quizá marchaban hacia Roma con su cabeza empalada. Pero debía darle una respuesta. Pensé en los jugadores de la Taberna Salaz, echando los dados y gritando «¡César!» para que les diera suerte, y respiré hondo.
– Tengo un hijo al servicio de César, forma parte de su séquito personal. Llámame blandengue, pero no soportaba más la angustia… de estar en Roma pendiente de las noticias. Así que aquí estoy.
– ¿Entonces estás buscando a César?
– Sí.
El hombre me miró fijamente un largo rato y tomó una decisión. Sonrió.
– Pues lo único que tienes que hacer es seguir el camino, ciudadano. Lo encontrarás al final. -Su tono había cambiado tanto como su cara, como si fuera un actor que se quitase la máscara.
– ¿En Brindisi? Es lo que he oído decir mientras venía.
Sonrió pero no contestó. Estaba dispuesto a ser cordial, pero no tanto.
Llegó otro explorador. Los dos se situaron al otro lado del camino para conferenciar, mirándonos de vez en cuando. El segundo explorador siguió adelante y el primero volvió.
– Será mejor que te pongas cómodo, si puedes. Estarás un rato aquí. Hasta que pasen las tropas.
– ¿Son muchos hombres?
Se echó a reír.
– Ya lo verás. Me quedaré hasta que llegue la cabeza de la columna. No hay necesidad de que vuelvas a responder lo mismo a mi superior. El decidirá si hay que cortaros o no la cabeza -dijo, mirándome y sonriendo maliciosamente para darme a entender que estaba bromeando.
Miré a Fórtex, que resopló para que se notara que no estaba impresionado. Tirón parecía tranquilo… incluso filosófico. El carretero estaba nervioso.
La columna apareció por el desfiladero. Primero vimos los penachos de crin de los cascos, luego los oficiales que los llevaban, montados en magníficos caballos. Los seguían los tambores. El ritmo monótono de la fanfarria retumbaba entre las empinadas laderas. El oficial de penacho más aparatoso indicó por señas a sus hombres que continuaran mientras él se separaba de la columna y venía hacia nosotros. En el disco de cobre de su peto rugía una cabeza de león.
– ¡Novedades! -ordenó al explorador, que lo saludó con marcialidad.
– Un viajero de Roma con tres esclavos, jefe de cohorte. Se llama Gordiano.
El oficial me miró fijamente.
– ¿Gordiano? ¿Por qué me resulta familiar ese nombre?
– Dice que tiene un hijo en la plana mayor de César.
– ¡Claro! Gordiano Metón, el liberto. Lo conocí en Corfinio. Así que eres el padre de Metón, ¿eh? No te pareces en nada a él. Claro que eso sería imposible, ¿verdad? Soy Marco Otacilio, jefe de cohorte. ¿Y qué estás haciendo aquí, por Plutón?
– Quiero ver a mi hijo. ¿Está bien?
– La última vez que lo vi estaba bastante bien.
– ¿Entonces no va contigo? ¿No es éste el ejército de César?
– Sí que lo es. Todos los hombres que ves han jurado lealtad a Cayo Julio César. Mientras César resuelve unos asuntos en la costa, ha enviado estas cohortes a Sicilia, para asegurar los intereses que tiene allí.
Era exactamente la decisión que César habría tomado: en lugar de comprobar inmediatamente la lealtad de las tropas adquiridas a un general hostil enviándolas a luchar contra Pompeyo, las enviaba a otra parte.
– Entonces, ¿mi hijo está con César? ¿Y dónde están?
Otacilio vaciló, luego hizo un gesto de asentimiento al explorador.
– Continúa. Ya me encargo yo de esto.
El explorador saludó y galopó hacia la cabeza de la columna. Los soldados pasaban en filas interminables y seguían subiendo, con los capotes ondeándoles detrás como si fueran capas y los petos lanzando destellos.
El oficial sonrió.
– Supongo que no perjudicará a nadie que te cuente qué está haciendo César. Acaba de…
De repente, el carretero bajó del carro de un salto y nos señaló.
– ¡Están mintiendo!
El caballo de Otacilio se puso nervioso y echó a correr, sorprendido por el repentino movimiento. Antes incluso de hacerles una señal con la mano, dos filas de hombres se separaron de la columna. Cuando quisimos darnos cuenta, el carro estaba rodeado por un círculo de lanzas.
Otacilio recuperó el control de su montura, miró al hombre desdentado y luego a mí.
– ¿Qué significa esto?
– ¡Están mintiendo! -El carretero señaló a Tirón-. Ése busca algo. Mi amo de Benevento me dijo que no apartara los ojos de él. Lleva un documento con el sello de Pompeyo Magno.
El oficial me miró con frialdad.
– ¿Es eso cierto?
Sentí un escalofrío en la columna vertebral. Abrí la boca sin saber qué responder.
– Amo, ¿puedo hablar yo? -dijo Tirón.
– Por favor, Soscárides.
Se dirigió al oficial.
– ¡Ese carretero despreciable es el embustero! No hemos dejado de discutir desde que mi amo lo alquiló en las cuadras de Benevento. No puede ni verme… Cree que lo he pasado mejor porque yo iba a cubierto mientras él se mojaba durante la travesía de las montañas. Me parece que se le ha derretido el cerebro. ¡Dale unos cuantos latigazos y veremos si sigue contando el mismo cuento!
La boca del carretero formó un círculo desdentado.
– ¡No, no! Son hombres de Pompeyo, te lo aseguro. Mi amo lo dijo. No quería darles el carro, pero tuvo que hacerlo por culpa del documento que lleva el mentiroso. ¡Regístralo si no me crees!
El oficial parecía sinceramente afligido. Los dos éramos ya como amigos por mediación de Metón… pero sólo si yo era realmente su padre.
– ¿Qué tienes que decir sobre ese documento, Gordiano? Miré a Tirón.