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– Por Hércules, Soscárides, ¿de qué está hablando ese esclavo?

Tirón me devolvió la mirada con calma.

– No tengo ni idea, amo. Deja que me registre el oficial, si eso le parece bien.

– Me temo que voy a registraros a todos.

Otacilio nos confiscó las armas. Tirón y yo llevábamos cada uno una daga, y Fórtex llevaba dos. Nos prohibieron bajar del carro mientras los soldados registraban las alforjas. No encontraron nada interesante. Luego nos ordenaron quedarnos en el carro y quitarnos la ropa, prenda por prenda.

– ¿La ropa interior también? -pregunté, tratando de parecer un ciudadano ultrajado.

– Me temo que sí -dijo Otacilio con una mueca. Volvió la cabeza y se dirigió a las tropas que nos miraban por el rabillo del ojo al pasar-. ¡Vista al frente! -vociferó.

Yo estaba totalmente desnudo. Abrí los brazos.

– Como puedes ver, jefe de cohorte, no tengo nada que esconder. Ni los dos esclavos tampoco.

Otacilio puso cara de sentirlo mucho.

– Devolvedles la ropa. ¿Qué dices a esto? -gruñó al carretero, que temblaba sin atreverse a hablar.

Me sentí más seguro cuando me puse la ropa interior. Levanté la túnica para pasármela por la cabeza.

– Espero, jefe de cohorte, que para compensar esta vergüenza me prestarás a los hombres adecuados y los instrumentos de rigor para castigar como corresponde a ese carretero mentiroso.

– ¡No! -gimió el hombre-. ¡Devolvedme a mi amo de Benevento! Sólo él tiene derecho a castigarme.

– ¡Tonterías! -repuse con dureza-. Te alquilé con el carro. Mientras estés a mi servicio, tengo derecho a castigarte siempre que quiera.

– En realidad, por engañar a un oficial del ejército romano en tiempos de crisis militar, es muy probable que sea ejecutado y su amo multado, por lo menos -dijo fríamente Otacilio. Sentí una punzada de dolor por el carretero, que ahora era el único rodeado por las lanzas de los soldados. ¡Pues que hubiera tenido la boca cerrada!

– ¡No, espera! -Se arrojó de cabeza sobre Otacilio. Un soldado le dio un lanzazo. La sangre le tiñó el hombro. Se apretó la herida y lanzó un gemido-. ¡Mira en ese risco! ¡Los dos subieron allí antes de que llegaran las tropas, para espiaros!

– La curiosidad no es ningún delito -dijo Otacilio.

– Pero ¿no lo entendéis? Allí han podido esconder el documento, o lo han destruido. Os han visto venir y se han deshecho de él. ¡Subid a mirar! ¡Lo encontraréis allí!

Tirón puso los ojos en blanco en señal de fastidio.

– El esclavo mentiroso os haría registrar cada palmo del camino hasta Benevento. ¡Estúpido patán! Si dejas de mentir y dices la verdad, es posible que el jefe de la cohorte se apiade de ti y te dé una muerte rápida e indolora.

Otacilio movía la quijada sin dejar de mirarme. Yo me hice el ciudadano ofendido y lo miré con la misma fijeza. Me di cuenta de que no nos había devuelto las dagas, lo que significaba que todavía no había tomado una decisión respecto a nosotros.

Finalmente, hizo salir a otra fila de la columna.

Id a inspeccionar aquel alto y traed cualquier cosa que haya podido dejar allí un viajero, bolsas, envoltorios o papiros, no importa que estén rotos o quemados.

Pensé que era imposible que encontraran nada. Tirón había estado conmigo en el risco y no había mencionado el salvoconducto de correo ni yo le había visto esconderlo. El único rastro humano que hallarían los soldados sería el depósito que había dejado Tirón cuando se había escondido para…

De repente caí en la cuenta de que Tirón no se había quedado por sus intestinos. Había ido a deshacerse del documento.

El papiro arde con facilidad. También es fácil rasgarlo, puede ser enterrado, masticado e incluso tragado. Pero ¿lo había destruido Tirón sin dejar rastro o se había limitado a esconderlo, pensando que podría recogerlo cuando pasaran las tropas de César? Evité mirarlo, temeroso de que mi expresión me delatara, y me dediqué a observar a los soldados que subían por la montaña. Llegó un momento en que no pude soportar más. En cuanto nuestras miradas se cruzaron, supe que no había destruido el documento, que sólo lo había escondido, y lo supe con la misma certeza que si lo hubiera dicho en voz alta. El corazón me latió con fuerza. Respiré hondo.

Me dije que quizá los soldados se contentaran con buscar en el risco. Pero sabía que era una esperanza vana; aquellos hombres estaban entrenados para seguir pistas, buscar rastros de pasos y descubrir escondites secretos. Su jefe les había ordenado registrar y husmear, y es lo que iban a hacer.

Tirón, Fórtex y yo esperamos en el carro. El carretero se apretaba el hombro herido y sollozaba. Los soldados seguían pasando fila tras fila. Tenía el ánimo en suspenso, como cuando estamos en el teatro esperando a que cambie el color de la suerte.

Los soldados bajaron correteando por la ladera. No habían encontrado un resto, sino varios. ¿En qué camino romano no hay basura? Había una sandalia vieja, mordisqueada por algún animal de afilados dientes. Había un trozo de marfil que parecía extraído de una estrígila para frotarse en los baños. También había un trapo manchado que antaño debió de ser un pañal infantil. El objeto más valioso era un antiguo dracma de plata, ya ennegrecido.

– También hemos encontrado esto, jefe de cohorte. Estaba enrollado, entre unas rocas al otro lado de la colina. -El soldado tendió un papiro a Otacilio, y éste lo desenrolló. Su expresión cambió.

– Un salvoconducto de correo -dijo con calma. -Expedido por la autoridad del senatusconsultum ultimum. Firmado por el mismo Pompeyo y sellado con su anillo. -Otacilio me miró por encima del papiro-. ¿Cómo explicas esto, Gordiano? Si es que eres Gordiano…

15

Los soldados siguieron avanzando fila tras fila y conforme pasaban nos miraban de reojo, unos con desdén y otros con simple curiosidad. Algunos incluso nos miraban con lástima. Debíamos de constituir un espectáculo lamentable: cuatro hombres con los brazos atados a la espalda y ligados entre sí por los tobillos, conducidos montaña abajo en hilera por un jefe de cohorte a caballo. Un soldado de infantería iba detrás, azuzándonos con la lanza.

El carretero iba el último. La herida del hombro lo había dejado débil y maltrecho. Le costaba mucho mantenerse en pie. El sendero que discurría paralelo al camino era desigual y accidentado. A veces el hombre tropezaba y la sacudida repercutía en toda la hilera, y Fórtex caía sobre Tirón, que a su vez caía encima de mí. Cada vez que el soldado daba con la lanza al esclavo, éste lanzaba un aullido. Los soldados que marchaban se echaban a reír como si estuviéramos representando una pantomima, allí al borde del camino, para entretenerlos.

Otacilio me miraba de vez en cuando con cara inescrutable. Estábamos unidos por otra cuerda, un extremo en mi cuello y el otro enrollado en su brazo y atado a su muñeca. A pesar de mis esfuerzos por tenerme en pie y mantener floja la cuerda, pronto tuve el cuello enrojecido y dolorido, con la piel irritada y en carne viva. Aun así, era afortunado por tener todavía la cabeza sobre los hombros.

Deberíamos haber muerto en el instante en que Otacilio descubrió nuestras mentiras. Éramos una anomalía inesperada en el camino, un estorbo para el avance del ejército, un problema que había que resolver. Podían haber ordenado que nos ejecutaran allí mismo. En el momento en que apareció el salvoconducto de Pompeyo me preparé para esa posibilidad. Para no afrontar el horror, me llené la cabeza de reproches. Si Tirón hubiera tenido el sentido común de destruir el salvoconducto, en lugar de esconderlo… Si hubiéramos seguido por la via Apia en lugar de tomar el atajo de Tirón… Si hubiéramos arrastrado al carretero hasta el bosque y le hubiéramos cortado la lengua antes de que apareciera el primer explorador… Si hubiéramos cambiado carro y carretero aquella mañana…

La lista de lamentaciones giraba sin parar en mi mente mientras bajábamos por la colina. La monotonía sólo era interrumpida por los ocasionales traspiés del carretero, que se traducían en más traspiés de la hilera y un tirón a la cuerda que me rodeaba el cuello; a continuación venían el grito del carretero al sentir el lanzazo y las risas de los soldados que pasaban.