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– ¿Quiénes son esos desgraciados? -inquirió uno.

– ¡Espías! -dijo otro.

– ¿Qué les van a hacer?

– Los colgarán boca abajo para desollarlos vivos.

El carretero dio un grito de terror y volvió a tropezar. Y otra vez la humillante serie de repercusiones. Los soldados que pasaban se partían de risa. Los payasos más cómicos de Alejandría no habría sido capaces de poner en escena un espectáculo más divertido.

¿Qué pensaba hacer Otacilio con nosotros? El hecho de que no nos hubiera matado todavía permitía abrigar alguna esperanza. ¿O tal vez no? Había llegado a la conclusión de que éramos espías. Los espías saben secretos. Los secretos pueden ser valiosos. Por lo tanto, podíamos ser valiosos. Pero yo sospechaba que, cuando se trataba de espías, el militar romano, lo mismo que el juez romano cuando se trataba de esclavos, sólo admitía un medio de obtener información fidedigna: la tortura.

Nos mantenía vivos, pero ¿con qué fin? Nos conducían montaña abajo, hacia la retaguardia del ejército, pero ¿con qué propósito? Así pues, era más fácil hacerse reproches y lamentarse que pensar en estas cuestiones.

– Gordiano -susurró Tirón a mi espalda-. Cuando lleguemos, nos lleven a donde nos lleven…

– ¡Silencio! -Otacilio nos miró por encima del hombro. Un hombre más cruel habría dado un tirón a la cuerda de mi cuello, pero había un frunce de duda en su rostro. Si yo era el hombre que decía ser, entonces era el padre de una persona que gozaba de toda la confianza de César, un hombre al que Otacilio conocía. Por otra parte, había mentido sobre el salvoconducto de correo diplomático, lo cual nos relacionaba directamente con Pompeyo y, si el carretero tenía razón, Tirón no era mi esclavo Socárides, sino el jefe de nuestro pequeño grupo viajero. ¿También había mentido al decirle que era el padre de Metón? Otacilio se enfrentaba a un dilema. Su instinto de soldado le decía que derivara el dilema a alguien de más alta graduación.

Pensé que quizá escapara con el cuello intacto defendiendo mi verdadera identidad… pero tendría que traicionar a Tirón. ¿De qué otro modo explicar lo del salvoconducto? En cuanto supiesen que era Tirón, recurrirían a oficiales superiores para que lo identificaran, lo cual harían sin duda, a pesar de su disfraz. Como secretario de Cicerón, Tirón era bien conocido en el Foro. ¿Qué harían con él? ¿Lo liberarían como a Domicio y lo devolverían a Cicerón sin hacerle daño?

Lo dudaba. Tirón no era Domicio. Era un ciudadano y formaba parte de la casa de un miembro del Senado, pero porque Cicerón lo había manumitido. ¿Qué harían con un antiguo esclavo que viajaba de incógnito como espía y que había mentido descaradamente a un oficial romano? No creía que se limitaran a dejarlo libre.

Esta irritante serie de dudas y aprensiones me servía al menos para no estar pendiente de los crecientes traspiés, ni del roce de la cuerda en el cuello, ni de las carcajadas de los soldados. Me sentía débil y sediento. La cabeza me zumbaba como si tuviera dentro un enjambre de abejas.

Seguimos bajando a trompicones hasta que por fin llegamos a un prado elevado desde el que se divisaba la llanura costera y el fulgor del Adriático. Por lo visto, habían aprovechado el prado para instalar allí el campamento la noche anterior. Aún quedaba una tienda de las grandes. Atravesamos la zona donde la última cohorte estaba formando para comenzar a marchar montaña arriba.

En medio del aturdimiento y la confusión me preguntaba cuántos soldados había visto en las últimas horas. Si el ejército estaba compuesto por la totalidad de las fuerzas con que contaba Domicio en Corfinio, treinta cohortes en total, me había cruzado con todas. Ya sabía cómo era un ejército de dieciocho mil hombres armados. ¿Cuántos tenía César en Italia para poder prescindir de tantos y enviarlos a Sicilia?

Otacilio nos guió hacia la tienda, que un grupo de soldados estaba desmontando. De la tienda salió un joven oficial con una coraza espléndida; llevaba bajo el brazo un casco con elegante penacho de crin. En su peto no había disco de cobre con cabeza de león. No era uno de los hombres de Domicio, aunque Otacilio bajó rápidamente del caballo para saludarlo como se saluda a un superior.

– ¡Por los testículos de Numa! -oí murmurar a Tirón.

Miré con mayor atención al oficial. Tenían que haber sido el miedo y la fatiga lo que me habían impedido reconocerlo al instante, pues su curiosa cara de bruto a la par que infantil era inconfundible. El perfil era de bruto: visto de lado, la nariz torcida, la barbilla prominente y las cejas pobladas le conferían aspecto de pugilista enfadado; de frente, las mejillas redondas, la boca amable y la espiritualidad de los ojos le hacían parecer un poeta de provincias. Desde cualquier otro ángulo, su cara era una mezcla de contradicciones. Era un rostro que las mujeres encontraban fascinante y que inspiraba a los hombres confianza o temor instintivos.

Otacilio habló con él en voz baja. Oí pronunciar mi nombre. El hombre me miró. Sus cejas se arquearon, primero con sorpresa y con miedo después. Apartó de un golpe brusco a Otacilio y vino hacia nosotros, tirando el casco y desenvainando la espada. Me cogió por los hombros y me puso la espada en el cuello. Contuve el aliento y cerré los ojos.

Sus velludos brazos me rodearon, estrechándome con fuerza contra su amplio pecho. La cuerda que había ligado mi cuello estaba en el suelo, cortada por la mitad.

– ¡Gordiano! -exclamó, apartándome para mirarme y para que yo viera sus conocidos rasgos. -Marco Antonio -susurré, y caí desmayado al suelo.

Oí voces y poco a poco me di cuenta de que estaba en un espacio cerrado… no exactamente una habitación, sino algún tipo de refugio, inundado por una suave luz.

– ¡Un ciudadano de su edad, arrastrado por el cuello, como un buey!

– Los prisioneros tenían que ir atados, tribuno. Es el procedimiento habitual para los sospechosos de insurrección y espionaje.

– ¡Es un milagro que no lo hayas matado! Habría sido un comienzo muy prometedor en el ejército de César, jefe de cohorte… matar al padre de Gordiano Metón.

– Sólo cumplía órdenes, tribuno.

Advertí que me hallaba en una gran tienda y recordé la que había en el prado y de la que había salido Antonio. Estaba echado sobre un camastro de madera, cubierto por una delgada manta.

– Está despertando.

– ¡Mejor para ti! Quedas destituido, Marco Otacilio. Vuelve con tu cohorte.

– Pero…

– ¡Sólo tu presencia es capaz de enviarlo directamente al Averno! Ya me has dado novedades. Fuera.

Oí un sonido susurrante, vi un rayo de sol penetrar por un lado de la tienda y luego la cara de Marco Antonio encima de la mía.

– Gordiano, ¿te encuentras bien?

– Tengo sed… y hambre. Me duelen los pies.

Antonio se echó a reír.

– Pareces un soldado normal y corriente al final de una larga marcha.

Hice un esfuerzo por sentarme. La cabeza me daba vueltas.

– ¿Me he desmayado?

– A veces pasa. Una caminata forzosa, sin comida ni bebida… Y por las marcas de tu cuello, parece como si ese imbécil de Otacilio te hubiera estrangulado.

Me toqué el cuello. Estaba en carne viva, pero no sangraba. -Hubo un momento, cuando estábamos en el paso, en que creí que iba a ejecutarme.

– Es imbécil, pero no tanto. Ya hablaremos después, cuando hayas comido y bebido. No te levantes. Quédate sentado ahí. Haré que te traigan algo. Pero come deprisa, que hay que desmontar la tienda. Me gustaría ponerme en marcha dentro de una hora.

– ¿Y yo qué?