– Vienes conmigo, por supuesto.
– ¡No pienso volver a subir la montaña! -gruñí.
– No, a Brindisi. César me necesita, quiere que esté cerca para la matanza.
La compañía de Antonio contaba con cien jinetes. César le había encomendado la misión de escoltar a las tropas enviadas a Sicilia hasta el pie de los Apeninos, pero luego tenía que volver a reunirse con la fuerza principal. Se había llevado un contingente pequeño para moverse con rapidez. Todos los componentes eran veteranos curtidos en las guerras de las Galias. Antonio alardeaba de que su escogida centuria valía por dos cohortes enteras.
Me invitó a cabalgar a su lado al frente de la compañía. A los esclavos se les permitió subir al carro de las provisiones. En cuanto a Fórtex, me lo cedieron como guardaespaldas personal y Antonio no reconoció a Tirón ni mirándolo de cerca, lo cual me sorprendió, pues no había hombre en Roma que odiara más a Cicerón que Marco Antonio, y yo tenía miedo de que reconociese a su secretario incluso disfrazado. Sin embargo, Antonio pareció creer lo que se le dijo, que Tirón era Soscárides, el viejo tutor de Metón, y apenas le dirigió la mirada.
«Antonio no es tonto -me había dicho Metón en una ocasión-, es tan transparente y fácil de entender como el latín de César.» Y tal vez pensaba que los demás éramos igual de transparentes.
En cuanto al carretero, el pobre esclavo había llegado exhausto al prado, con fiebre a causa de la herida del hombro, delirando e incapaz de contestar a las preguntas ni de contar nada. Lo cargaron en el carro de las provisiones con Tirón y Fórtex. Creí conveniente fingir que su delirio había sido anterior a nuestro encuentro con Otacilio.
– El pobre desgraciado empezó a tener fiebre cuando nos acercábamos a las montañas -le dije a Antonio mientras cabalgábamos-. Creo que perdió la razón cuando se levantó esta mañana. Todas esas tonterías que contó al jefe de cohorte… Estaba delirando.
– Pero no se equivocó en lo del salvoconducto, ¿verdad?
– Antonio miraba al frente, dándome su feroz perfil de pugilista.
– Ah, sí. Es algo embarazoso. Le dije a mi criado Soscárides que lo escondiera hasta que pasaran las tropas. Fue una tontería por mi parte, pero pensé que me evitaría problemas. Pero en lugar de eso, me sorprendieron en una mentira. No puedo culpar al jefe de cohorte por sospechar de mí después de aquello.
– Pero Gordiano, ¿cómo infiernos llegaste a ponerle la mano encima a semejante documento? ¡Firmado por el mismo Pompeyo!
Decidí evitar la pregunta para no mentir.
– ¿De qué otro modo crees que iba a conseguir caballos de refresco en las paradas del camino? Así le saqué partido… gracias a Cicerón. -Aquello no era exactamente una mentira-. Pasé un par de noches en su villa de Formies.
– ¡Ese montón de boñigas! -Antonio se volvió para mirarme. Sus rasgos, vistos de frente, eran ahora tan temibles como vistos de perfil-. ¿Sabes qué me gustaría obtener al final de todo esto? ¡La cabeza de Cicerón en un palo! Desde que el hijo de puta mató a mi padrastro, acabando con la supuesta conjura de Catilina, ha hecho carrera calumniándome. No entiendo por qué una persona cabal como tú sigue siendo amigo de un ser semejante.
– Cicerón y yo no somos exactamente amigos, tribuno…
– No hace falta que me des explicaciones. César hace lo mismo. Cada vez que aparece el nombre de Cicerón, discutimos. Me dice que deje de despotricar. Yo le pregunto por qué da coba a semejante escorpión. «Es útil», dice, como si ese argumento diese por zanjada la discusión. «Algún día Cicerón nos será útil».
– Antonio se echó a reír-. ¡Bueno, a ti ya te ha sido útil, si te dio ese salvoconducto de Pompeyo! Aunque al final también te ha causado problemas, ¿no? Has atravesado media Italia a caballo, pero habrías tenido que recorrer el resto a pie. Tuviste suerte de que Marco Otacilio te trajera directamente ante mí, de lo contrario es posible que hubieras perdido la cabeza. Pero tú siempre has sido afortunado, para llegar a la edad que tienes. ¡Imagina, el padre de Gordiano Metón sospechoso de espiar para Pompeyo! El mundo se ha convertido en un lugar extraño.
– Quizá más extraño de lo que crees -dije entre dientes.
– Bueno, ya lo aclararemos todo cuando lleguemos a Brindisi.
Parecía contento de haber terminado con aquel asunto, pero sus palabras me dejaron inquieto. Si Marco Antonio había creído mi historia, ¿qué había que aclarar?
Quedaba, claro está, el problema del carretero. ¿Qué ocurriría cuándo se le pasara la fiebre? ¿Y si reconocían a Tirón? ¿Cómo iba a explicar mi complicidad con el falso Soscárides? Traicionar a Tirón ahora no tenía sentido. No podía haber caído en peores manos. Era fácil imaginar a Antonio proyectando su odio a Cicerón en su brazo derecho.
– Te veo pensativo, Gordiano. -Antonio se inclinó y me dio una palmada en la rodilla-. No te preocupes, ¡pronto verás a Metón! Cuando pase esta noche, nos quedarán tres días a caballo para llegar a Brindisi. ¡Si tu suerte continúa, llegaremos a tiempo de ver la última batalla de Pompeyo!
Aquella noche acampamos a un kilómetro del camino, en una hondonada rodeada de colinas. Antonio señaló que el lugar era fácil de defender.
– ¿Hay auténtico peligro de que nos ataquen, tribuno? -pregunté-. Las montañas están a la derecha y el mar a la izquierda. Detrás tenemos Corfinio, ocupado por los hombres de César. Delante está Brindisi, que supongo rodeado por la fuerza principal de César. Yo diría que estamos tan seguros como una araña en un tejado.
– Pues claro que sí. Pero después de tantos años en las Galias, no puedo levantar un campamento sin pensar que algo invisible nos está acechando sin que nos demos cuenta.
– En ese caso, ¿puedes devolverme la daga? ¿La que confiscó Otacilio? También se llevó las dagas de mis esclavos.
– Cierto. En cuanto hayamos montado el campamento.
Los hombres se quitaron las corazas y se pusieron a montar las tiendas, cavando un pozo para que hiciese de letrina encendiendo una hoguera. Fui en busca del carro de las provisiones. Un grupo de hombres lo rodeaba, todos mirando al suelo.
– Habrá sido la fiebre.
– A veces es rápida, con una herida como ésa. He visto hombres más fuertes sangrar menos y morir más deprisa.
– En fin, sólo era un esclavo viejo. Y por lo que he oído, problemático.
– Ahí está el amigo del tribuno. ¡Dejadle pasar!
La multitud se apartó. Me acerqué y vi el cuerpo del carretero en tierra. Alguien le había cruzado los brazos sobre el pecho y le había cerrado los ojos.
– Debió de morir durante el viaje -dijo un soldado que había al lado del cadáver-. Estaba muerto cuando vinimos a descargar el carro.
Miré alrededor.
– ¿Dónde están los otros? ¿Dónde están los dos esclavos que iban con él en el carro?
Tirón y Fórtex se acercaron. Ninguno dijo nada.
Llamaron a los soldados y éstos se dispersaron. Me arrodillé junto al cadáver. La cara del esclavo muerto aún estaba más ojerosa que en vida, y las mejillas se hundían alrededor de su boca desdentada. Ni siquiera había llegado a preguntarle su nombre. Cuando había querido pedirle algo, me había limitado a llamarle «carretero».
Le di la vuelta. Al lado de la herida del hombro había otras, causadas por los lanzazos y los golpes que había recibido durante la marcha, aunque parecían superficiales. Su calzado era frágil y tenía los pies llenos de ampollas y sangre. La cuerda le había despellejado los tobillos. También en el cuello tenia pequeñas magulladuras, aunque no se apreciaban bien con aquella luz tan débil. Instintivamente, me toqué el cuello, donde la cuerda me había dejado una señal. Pero el esclavo no llevaba ninguna cuerda al cuello.
Tirón y Fórtex estaban a mi lado. Levanté la vista hacia ellos Y susurré:
– Lo han estrangulado, ¿verdad?