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Tirón enarcó una ceja.

– Ya has oído a los soldados. Ha muerto de fiebre, por culpa de la herida. Era viejo y estaba débil. La marcha montaña abajo lo ha matado. Fue culpa suya.

– Estas marcas del cuello…

– Cosa del hígado -dijo Tirón.

Me levanté y lo miré a los ojos.

– Lo han estrangulado. ¿Has sido tú, Tirón?

– Pues claro que no. Para eso ha sido entrenado Fórtex. Miré a Fórtex. No quiso mirarme a los ojos.

– Había que hacerlo, Gordiano -susurró Tirón-. ¿Y si se hubiera recuperado y hubiera empezado a hablar otra vez? -Lo miré fijamente-. ¡No me juzgues, Gordiano! En tiempos como éstos un hombre tiene que hacer cosas que van contra su propia naturaleza. ¿Acaso tú no habrías hecho lo mismo?

Di media vuelta y me dirigí a la hoguera del campamento.

16

Antonio no dio importancia a la imprevista muerte del carretero. Estaba acostumbrado a ver morir de repente a hombres con heridas que no parecían mortales. Tenía otras cosas en que pensar.

Por la mañana, los soldados arrojaron el cuerpo al pozo de la letrina y lo cubrieron. La muerte de un esclavo no merecía más ceremonias.

Mientras cabalgábamos, el único comentario que hizo Antonio fue que tendría que ponerme en contacto con el propietario del esclavo cuando tuviera ocasión, para que supiera lo que había sido de su carro y su carretero.

– Si sospechas que es un litigante, ofrécele algo a cambio: está claro que el esclavo no tenía mucho valor. Y como el propietario te lo dejó gracias al salvoconducto, técnicamente no le debes nada. ¡Que demande a Pompeyo! -Marco Antonio se echó a reír y asintió con la cabeza-. Los civiles siempre sufren pérdidas en tiempos de guerra: propiedades destruidas, esclavos que huyen… En las Galias los lugareños reparan personalmente las cosas. Aquí en Italia será diferente. En cuanto todo haya vuelto a la normalidad, habrá un aluvión de demandas, juicios por daños, reclamaciones y peticiones para no pagar impuestos. Los tribunales quedarán colapsados. César tendrá trabajo a manos llenas.

– Y los abogados como Cicerón también -dije.

– Si conserva las manos -repuso Marco Antonio.

* * *

El camino de la costa era rectilíneo y llano en su mayor parte, pero no estaba en condiciones óptimas. Las tormentas de invierno habían dañado algunos trechos, moviendo las losas y levantando los cimientos. En una situación normal tales daños habrían sido reparados inmediatamente por grupos de esclavos a las órdenes de algún magistrado local, pero el caos que se había apoderado de la región lo había impedido. El paso reciente de tantos hombres, vehículos y caballos (primero el ejército de Pompeyo, después el de César) había agravado la situación. Pero a pesar del barro y las boñigas, recorrimos unos sesenta kilómetros aquel día, y mantuvimos aquella media los dos días siguientes.

Yo había viajado con Antonio años atrás, de Ravena a Roma, y de nuevo encontré agradable su compañía. Era un juerguista impenitente y le daba igual estar en un campo de batalla galo, en una fiesta desenfrenada del Palatino o en el hemiciclo del Senado romano. Contaba multitud de anécdotas y le gustaba escuchar las mías, siempre que apareciesen mujeres de vida turbia, zorrerías políticas, juicios por asesinato o, mejor aún, todo junto. Yo apenas veía a Tirón, que viajaba en el carro de las provisiones y se mantenía fuera del campo visual de Marco Antonio.

Faltaba poco para el ocaso del tercer día (un día después de los idus de marzo y la víspera de la festividad de los Liberalia) cuando llegamos a las afueras de Brindisi. Nos divisaron los vigías apostados en la cima de una colina que había al este del camino. Un centurión llegó a caballo para recibir a Antonio. El hombre estaba rojo de emoción.

– ¡Llegas a tiempo, tribuno!

– ¿Para qué?

– No estoy seguro, pero los hombres apostados al otro lado de la colina están vitoreando y aplaudiendo. Algo sucede en el puerto.

– ¡Muéstranos el camino! -lo instó Antonio. Yo no sabía si seguirlos o no, pues dudaba del lugar que ocupaba ahora que habíamos llegado al escenario de la batalla. Antonio me miró por encima del hombro-. ¿No vienes, Gordiano?

Cabalgamos hasta la cima de la colina, donde había varias tiendas y un nutrido contingente de soldados que vigilaban. Hacia el norte, por donde habíamos llegado, se divisaban muchos kilómetros de playa y de camino costero. Hacía horas que el centurión nos había visto.

Hacia el sur se veía toda la ciudad, el puerto y el mar. El centurión nos condujo a un punto ventajoso desde el que se divisaba todo.

– Dicen que éste es el mismo lugar en que César planeó el asedio -aseguró con orgullo.

La ciudad amurallada de Brindisi está situada en un cabo y rodeada por un puerto semicircular. Una estrecha bocana une dicho puerto con el mar Adriático. La forma más fácil de ver la ciudad, tal como aparecería en un mapa, es levantar la mano derecha y formar una C al revés con los dedos. El espacio abarcado por el índice y el pulgar representa el cabo sobre el que está la ciudad. El índice y el pulgar representan los canales que hay al norte y al sur del puerto. La muñeca sería la bocana por la que pasarían los barcos para alcanzar mar abierto.

Desde nuestro privilegiado punto de observación la ciudad del cabo parecía un puñado de viviendas, almacenes y templos diminutos entre las altas murallas. Los soldados de Pompeyo se distinguían nítidamente en las torres y los parapetos, y sus cascos y lanzas resplandecían al sol poniente. A lo largo de la muralla occidental, que iba desde el canal norte hasta el canal sur, estaba acampado el ejército sitiador de César. Me pareció un contingente enorme. Había filas interminables de catapultas y balistas, y varias torres de asalto con ruedas, que eran más altas que las murallas.

Pero no vi nada que justificase el alborozo de los observadores apostados en la colina. Las torres de asalto y las máquinas de guerra estaban todavía inactivas. No salía humo de la ciudad y tampoco vi indicios de que se estuviera combatiendo en la muralla.

– ¡Allí! -Marco Antonio señaló al otro lado de la ciudad más allá de la bocana del puerto. Se acercaba una flota de grandes barcos. Algunos habían alcanzado ya la bocana y estaban maniobrando para cruzarla en columna. Lo encontré curioso. Yo había entrado y salido de Brindisi en barco y sabía que la bocana tenía profundidad y anchura de sobra para que pasaran varios barcos al mismo tiempo, y sin embargo aquellos se esforzaban por entrar de uno en uno, sin desviarse de la línea.

Cuando el primero entró por la bocana, vi la razón de semejante conducta. Era una visión tan extraña que no di crédito a mis ojos. En la parte más estrecha de la bocana, a partir de los dos promontorios limítrofes, habían construido sendos espigones que casi llegaban a juntarse en el centro de la entrada, o eso parecía desde lejos, hasta casi colapsarla. Sobre estos espigones habían levantado pequeñas torres equipadas con catapultas y balistas.

– Por mi antepasado Hércules, ¿qué veo? -murmuró Antonio, tan perplejo como yo. Volvió la cabeza y observó a los oteadores situados en la otra ladera de la colina. En un peñasco cercano estaba encaramado un hombre barbudo que no apartaba los ojos de la escena, con los brazos cruzados, murmurando para sí. Antonio lo llamó.

– ¡Ingeniero Vitruvio! -El hombre parpadeó y nos miró-. ¡Ingeniero Vitruvio! ¡Novedades!

El barbudo bajó de la roca y llegó corriendo. Saludó a Antonio.

– ¡Tribuno, te has reunido con nosotros!

– No sé por qué te asombra algo que era obvio, Marco Vitruvio. Lo que no es tan obvio es aquello que vemos. ¡Por Plutón! ¿Qué está pasando?

– ¡Ah! -Vitruvio miró hacia el puerto, pero era tan bajo que unos árboles que había en la ladera le tapaban la vista-. Si pudiéramos situarnos en un sitio más alto, tribuno…

Lo seguimos hasta el peñasco. Se encaramó, cruzó los brazos y miró hacia el puerto.