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– Bien, tribuno, si deseas que te explique la situación… -Su voz tenía el habitual tono condescendiente que los constructores e ingenieros adoptan incluso cuando hablan con superiores, si éstos saben menos que ellos de construcción y matemáticas. Vitruvio se aclaró la garganta y agregó-: Hace siete días que llegamos a las afueras de Brindisi. César rodeó la ciudad y el puerto inmediatamente, situando el grueso de sus seis legiones ante las murallas, pero sin olvidarse de los promontorios norte y sur de la bocana del puerto. Esperaba atrapar no sólo a Pompeyo, sino a los dos cónsules y a los senadores que están con él, y así forzar las negociaciones y el final de la crisis.

– Pero… -interrumpió Antonio.

– Una mala señaclass="underline" nuestros agentes de reconocimiento dijeron que Pompeyo había reunido una flota considerable, aunque en el puerto sólo había unos cuantos barcos. ¿Dónde estaba la flota? Por desgracia, antes de que llegáramos Pompeyo había enviado a los cónsules, a los senadores y a buena parte de su ejército a Dyrrachium, al otro lado del Adriático, lejos de todo peligro. Buscando la paz por encima de todo, César intentó negociar directamente con Pompeyo. El Magno replicó que no era posible alcanzar ningún acuerdo legal en ausencia de los cónsules. Por lo tanto, no había negociación.

»El servicio de información que teníamos dentro de las murallas de Brindisi (Pompeyo había tratado a sus habitantes con desprecio y estaban deseando ayudar a César) contó que Pompeyo contaba con veinte cohortes. No eran suficientes para dominar la ciudad indefinidamente (¿cómo iba a hacerlo, con sólo veinte mil hombres contra el triple?), pero sí hasta que su flota llegara a Dyrrachium, descargara la primera tanda de pasajeros y volviera a Brindisi para recoger a Pompeyo y sus hombres.

»César, después de haber perseguido a Pompeyo hasta aquí. no tenía la menor intención de permitirle escapar. Recurrió a mí. “¡Hay que detenerlos, ingeniero Vitruvio! Tenemos que impedir que los barcos de Pompeyo entren en el puerto cuando vuelvan y, si consiguen entrar, hay que impedir que salgan. Pero carecemos de barcos y mis hombres no pueden caminar sobre el agua. Así que tenemos un problema de ingeniería, Marco Vitruvio. ¿Puedes bloquear el puerto?”, dije que sí. "¡Pues hazlo, ingeniero Vitruvio!"

El hombrecillo levantó un brazo y señaló el puerto.

– Podéis ver el resultado desde aquí. Empezamos por construir grandes espigones de tierra y piedras a ambos lados de la bocana, donde el agua es poco profunda. Por desgracia, a medida que avanzábamos y nos adentrábamos en aguas más profundas, resultaba imposible mantener unidos los materiales de construcción. En aquel punto levantamos una plataforma de tres metros cuadrados al final de cada espigón y las fijamos con anclas en las cuatro esquinas para que resistieran el oleaje. Una vez que tuvimos colocadas estas plataformas, añadimos otras, sujetándolas firmemente y cubriéndolas con una calzada de tierra para que fueran tan resistentes como un espigón, aunque en realidad flotaban en el agua. Si te fijas, verás que hemos dispuesto parapetos y defensas a lo largo de la línea para proteger a los soldados que van y vienen. Cada cuatro plataformas hay una torre de dos plantas para defendernos de los ataques por mar. El objetivo, desde luego, era cerrar completamente el puerto.

– ¿Y todo eso fue idea tuya? -gruñó Marco Antonio. Vitruvio esbozó una amplia sonrisa.

– Si hay que creer a los historiadores griegos, Jerjes, rey de Persia, hizo algo parecido cuando cruzó el Helesponto y trasladó a su ejército desde Asia hasta Europa. Siempre me había preguntado cómo fue capaz de realizar tal hazaña. Sospecho que debió de utilizar una técnica similar, anclando plataformas y ligándolas entre sí.

Metón me había explicado con frecuencia las grandes proezas de ingeniería que César había fomentado en sus batallas contra los galos. A las órdenes de César habían construido puentes sobre ríos y abismos, habían cavado grandes zanjas, así como canales y túneles, y construido torres imponentes y máquinas de asalto. Pero cerrar por completo un puerto era algo nuevo.

Antonio asintió, impresionado.

– ¿Cuál ha sido la respuesta de Pompeyo a toda esta construcción? No me digas que al enterarse de lo que estaba pasando se quedó mirando desde las murallas de la ciudad.

– Claro que no -repuso Vitruvio-. Cuando dejó de abrir la boca de asombro, el Magno ordenó que los barcos mercantes de mayor tamaño permanecieran en el puerto y los pertrechó con grandes torres de asalto, de tres pisos. Los barcos han hecho incursiones hasta la bocana del puerto todos los días, tratando de romper las plataformas. Consiguieron que las obras fueran más lentas, pero no destruyeron nada. Ha sido un espectáculo cotidiano, nuestras torres de las plataformas y sus torres de los barcos lanzándose proyectiles, bolas de fuego y flechas. ¡Sangre en el agua, nubes de humo hediondo… explosiones de espuma!

Marco Antonio frunció el entrecejo.

– Pero la barrera todavía no está terminada. El canal sigue abierto.

Vitruvio cruzó los brazos y adoptó la expresión impenetrable propia de todo constructor cuyo proyecto se sale del tiempo estipulado.

– Bueno, lo que pasa es que no hemos tenido tiempo de terminarla, sobre todo con los barcos de Pompeyo intimidándonos. ¡Pero la idea era buena! Si hubiéramos dispuesto de cinco días más… aunque hubieran sido sólo tres… -Cabeceó-. Y ahora ha vuelto la flota. Los que ves son los barcos de Pompeyo alineándose para pasar por la bocana. ¡Mira! ¡Allí están los barcos mercantes requisados, con sus torres, que zarpan de la ciudad para hostigar a nuestros hombres de las plataformas, para que no puedan impedir la entrada de los barcos!

Mientras el sol se ponía tras las colinas del oeste, observamos el desarrollo de la batalla. Uno tras otro, los barcos de transporte de Pompeyo se deslizaban por el hueco que quedaba entre los espigones, capeando el temporal. Las rocas volaban por los aires, arrojadas por las catapultas de las plataformas. Casi todas fallaban el tiro y caían al agua, produciendo grandes salpicaduras. Algunas impactaban contra un mástil o una proa, rasgando velas y originando una lluvia de astillas. Una roca se estrelló contra la cubierta de un barco, partiéndola por lo menos hasta la cubierta de los remeros, pero aun así no se hundió.

Al mismo tiempo, en las torres de las plataformas los hombres cargaban grandes proyectiles en las balistas, que los enviaban volando hacia los barcos. A mí me parecía que para construir aquellos proyectiles, parecidos a flechas enormes, debían de utilizarse árboles enteros; las balistas que los lanzaban eran como arcos gigantes con un cabrestante en cada lado para tensar la cuerda. A algunos proyectiles se les prendía fuego antes de ser disparados, y volaban por los aires echando chispas y humo. La puntería de las balistas parecía mejor que la de las catapultas y causaban más daño a los barcos que llegaban, aunque tampoco hundieran ninguno.

Mientras tanto, los barcos de guerra de la ciudad replicaban arrojando proyectiles y piedras a las plataformas, incluso intentando abordarlas, como si fueran un barco enemigo en alta mar. Los hombres de César situados en las plataformas conseguían repeler los ataques, pero al hacerlo descuidaban sus propios ataques a los barcos de transporte. Los soldados iban y venían sin cesar por la calzada de las plataformas, cargando las balistas con proyectiles y transportando piedras a las catapultas. Los arqueros de ambos bandos inundaban el aire de flechas, y las aguas empezaron a llenarse de proyectiles perdidos y cadáveres.

De lejos, aquel enfrentamiento parecía completamente caótico, un gran movimiento de tierra, mar, fuego y humo. Sin embargo, al mismo tiempo parecía una operación organizada, aunque aparatosa, que llevaban a cabo hombres resueltos que utilizaban máquinas ingeniosas y todos los métodos imaginables para destruirse entre sí. Era emocionante contemplarlo, como lo es una tormenta con rayos y truenos. La batalla seguía su curso inexorable. Parecía que estuviéramos viendo una sola máquina, enorme, formada por distintas partes que, una vez puestas en movimiento, no había poder en el cielo ni en la tierra capaz de detener.