Cuando el sol se puso, y conforme el humo y el vapor se espesaban, la batalla se tornó más confusa. Parecía que los barcos de Pompeyo lograrían entrar por la bocana. Al mismo tiempo, las plataformas de César habían resistido el asalto y seguían en su sitio.
Al final sólo quedó un barco al otro lado de la barrera. El viento se había levantado y la embarcación tenía dificultades para maniobrar. Se produjo una pausa en la batalla. Noté que la energía de ambos bandos flaqueaba. Los disparos de las catapultas y las balistas se hicieron más espaciados. El diluvio de flechas cesó. Puede que ambos bandos estuvieran quedándose sin municiones, o puede que la oscuridad creciente dificultase la puntería.
En cualquier caso, sucedió uno de esos incidentes que demuestran la locura que rige toda contienda y que dan un contundente mentís a la idea de que la guerra es siempre una operación ordenada. Uno de los barcos de asalto de Pompeyo lanzó un proyectil incendiario con la catapulta. Llevar material inflamable a bordo tiene que ser muy peligroso y ninguno de los barcos había lanzado bolas de fuego. ¿Por qué lo había hecho entonces el capitán? ¿A modo de despedida frívola? ¿Para agotar la munición antes de que terminara la batalla? ¿O tal vez no era más que un último intento de destruir las plataformas?
Fuera cual fuese la intención, el resultado fue todo lo contrario de lo que hubiese pretendido el capitán. La bola de fuego pasó muy por encima de las plataformas. como un cometa, sobrevoló las cabezas de los hombres de César, descendió en arco y se estrelló contra la cubierta del último barco de Pompeyo, el que estaba esperando para cruzar la bocana.
¿Por qué el barco se incendió tan deprisa y por completo, mientras que los demás habían recibido las mismas bolas de fuego arrojadas por las catapultas de César y ni se habían inmutado? Quizá la bola cayera sobre algún objeto inflamable. Quizá fuera culpa del viento. No importa la causa. Con sorprendente rapidez, el barco fue pasto de las llamas, desde la línea de flotación hasta las velas. Cuerpos ardiendo saltaban por la borda. Incluso desde la ladera en que estábamos oíamos los gritos de los remeros atrapados en la cubierta inferior, que quedaron ahogados por los vítores de los hombres de César que llenaban las plataformas y saltaban locos de alegría.
Pero los vítores cesaron bruscamente. Fuera de control, empujado por el viento, el barco incendiado se dirigió hacia las plataformas de César, hacia la torre que había sido el objetivo real de la bola de fuego. Los hombres bajaron de la torre como hormigas por un árbol. Al poco rato, el barco se estrelló contra las plataformas y, a causa del choque, el mástil saltó por los aires y fue a caer en la barrera. Los soldados que huían quedaron atrapados bajo las velas, que cayeron sobre ellos como una sábana de fuego.
Los hombres que habían transportado la munición por la calzada empezaron a llenar cubos de agua para apagar el fuego e impedir que se extendiera. Los barcos de asalto de Pompeyo podían haber sacado ventaja de la confusión, pero ya habían dado media vuelta y se retiraban hacia la ciudad, escoltando a los barcos de transporte por el interior del puerto.
La noche cayó. La batalla había terminado.
17
Aquella noche compartirnos campamento y cena con el hombre del peñasco. Pensé que Marco Antonio tendría tanta prisa por informar a César como yo por encontrar a Metón ahora que por fin habíamos llegado a Brindisi. Pero Antonio no era hombre que se privara de la cena (aunque ésta consistiera en una ración de gachas), ni del vino, después de tres duros días a caballo.
Comimos en la ladera, a cielo abierto, sentados en sillas de lona plegables. El viento había cesado. El mar y el puerto estaban tan en calma como un espejo negro que reflejara el manto de estrellas que había en lo alto. Las llamas del barco estrellado contra la barrera se estaban extinguiendo. Tras las altas murallas, la ciudad de Brindisi parecía resplandecer, como si la tierra misma estuviera iluminada. Los corredores encendieron las antorchas que había en la parte superior de las torres de vigilancia y en las almenas, hasta que todo el perfil de la muralla quedó iluminado como si fuera una serpiente arrastrándose. Fuera del recinto, el ejército de César era una extensión de cientos de fogatas. Más allá del ejército invasor, hacia el oeste, las faldas de los Apeninos quedaban ocultas en la oscuridad mientras que la cima se perfilaba contra los últimos rayos del sol poniente.
– ¡Hoy hemos visto una batalla! -exclamó Antonio, que parecía contentísimo, a pesar de que la flota de Pompeyo había conseguido entrar.
– Y mañana es probable que veamos un asedio -señaló Vitruvio. Antonio lo había invitado a cenar con nosotros para que siguiera explicándonos las obras de ingeniería empleadas en la construcción de la barrera de espigones. Vitruvio se puso a enumerar después, en mi honor, las máquinas y estrategias que habría que desplegar ciando César lanzara sus fuerzas contra los defensores de Brindis¡: escalas, torres de asalto con ruedas, arietes, zapadores para socavar las murallas y minar los cimientos, soldados que avanzarían en formación de tortuga, rodeados por escudos y lanzas que sobresalían.
Me puse a pensar en Davo. ¿Dónde estaría en aquel preciso momento? ¿Seguiría teniéndolo Pompeyo como guardaespaldas personal? Confiaba en que así fuera, aunque nadie sabía adónde habría ido a parar por el capricho o la conveniencia de Pompeyo. Quizá estuviera vigilando la muralla de la ciudad, paseando en aquellos instantes entre las figurillas iluminadas de las almenas, con el capote puesto para protegerse del frío de la noche y contando las horas que faltaban para el amanecer. O tal vez había tomado parte en la batalla de aquel día, enrolado en uno de los barcos de asalto de Pompeyo. Davo no sabía nadar. Lo había dicho Diana. Bueno, yo tampoco sé. ¿Hay algo peor que estar encerrado en un barco que navega directamente hacia el peligro? Ver a los heridos debatiéndose entre las olas era lo que más me había horrorizado aquel día, más aún que el barco ardiendo. ¿Había estado Davo entre aquellas figuras diminutas que braceaban y gritaban entre los restos del naufragio?
¿Y Metón? Volví a ver la vela incendiada cayendo sobre los soldados que corrían para escapar. ¿Había estado mi hijo entre ellos? No parecía probable. César lo tenía a su lado. Quizá en aquel momento estaba acampado con el grueso del ejército, lejos de las murallas de la ciudad, cenando en el comedor privado del general en jefe, tomando notas mientras César discutía con sus capitanes la estrategia del día siguiente.
¿Quién corría más peligro, Davo o Metón? Juzgando por el aspecto superficial de las cosas, cualquiera habría dicho que Davo, supongo. Pero yo no estaba tan seguro.
Mucho después de haber devorado el plato de gachas, Antonio seguía tendiendo la copa para que se la llenaran de vino. En cuanto se emborrachó, insistió en que Vitruvio y el centurión de guardia se le unieran para cantar canciones obscenas. Casi todas eran sólo vulgares, pero una tenía gracia; versaba sobre un oficial pequeño y afeminado que prefería quedarse en casa probándose los vestidos de su mujer, pero que al final era el luchador más valiente de todos. Basta de humor militar, me dije. Los hombres necesitan hacer un poco el tonto para distraerse, y vino para olvidar las carnicerías como la que habíamos presenciado aquella jornada.
Marco Antonio seguía cantando obscenidades cuando me levanté y fui a la tienda de los oficiales, donde me habían reservado una plaza. Me tumbé en el camastro, pero no podía dormir. No dejaba de pensar en Metón y en Davo, ni de preguntarme qué nos depararía el nuevo día. Cuando salí de Roma, pensaba que tenía un plan. Ahora, exhausto por el viaje y enfrentado a la realidad de la situación, me parecía que cualquier idea que hubiera surgido en mi mente se había desvanecido como el rocío de la mañana. Estaba fuera de mi elemento. Me sentía pequeño e insignificante, desbordado por las fuerzas que me rodeaban. Ahora que se aproximaba el momento crítico no me sentía tan valiente como había esperado.