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La lona de la entrada se movió. Alguien entró a hurtadillas y se movió entre los camastros. O un susurro.

– ¿Gordiano?

Era Tirón. Me levanté de la cama, me envolví en la manta y lo empujé hacia fuera.

– ¿Tú tampoco puedes dormir? ¿No es bastante cómodo para ti el carro de las provisiones?

– Está lleno de bultos -se lamentó Tirón-. Fórtex y yo nos turnamos para dormir. No estoy totalmente seguro de que Antonio no me haya reconocido.

– Pero si ni siquiera te ha mirado. Nadie se fija en los esclavos a menos que sean jóvenes y guapos.

– Aun así, todas las noches creo que van a estrangularme mientras duermo. -Pensé en el carretero, estrangulado mientras deliraba, pero no dije nada-. ¿Qué pasará mañana, Gordiano?

– No lo sé. Si tengo suerte, veré a Metón.

– ¿Y a César también?

– Quizá.

– Llévame contigo.

Puse ceño.

– Creía que habías recorrido todo este camino para ver a Pompeyo, no a César.

– Y así es. Me voy de Italia por aquí, Gordiano. Tengo intención de encontrarme en el barco de Pompeyo cuando éste zarpe rumbo a Dyrrachium.

– Eso no me lo habías dicho.

– No necesitabas saberlo. Pero antes de marcharme, si se presenta la oportunidad, me gustaría mirar dentro de la tienda de César.

– ¿Para matarlo?

– No bromees, Gordiano. Sólo quiero echar un vistazo. Nunca se sabe si podría ser de utilidad más tarde.

– ¿Quieres que te ayude a espiar a César?

– Me debes un favor. ¿Acaso habrías podido venir con semejante presteza desde Roma sin mí?

– ¿Y tú habrías sobrevivido los últimos cuatro días si yo no hubiera mentido por ti, Tirón? -le espeté-. Creo que estamos en paz.

– Pues entonces hazlo como un favor y yo te haré otro a ti. ¿No querías entrar en Brindisi para arrebatar a tu yerno de las manos de Pompeyo?

– Si puedo.

– ¿Y cómo piensas atravesar las murallas de la ciudad, con el ejército de César a un lado y el de Pompeyo al otro? -No estoy seguro -admití.

– Puedo introducirte, vivo y de una pieza. Vendrás conmigo y con Fórtex. Pero a cambio de ese favor quiero que me lleves contigo cuando vayas a ver a Metón… y a César.

Negué con la cabeza.

– Imposible. Es más probable que César reconozca a quien no reconoció Antonio. ¡César ha cenado en casa de Cicerón! Ha tenido que verte muchas veces, y no sólo tomando notas taquigráficas en el Senado.

– Me ha visto, sí, pero nunca me ha mirado. Tú mismo lo has dicho: nadie se fija en los esclavos.

– César se fija en todo. Estás arriesgando la cabeza, Tirón.

– O no. ¿Qué pasará si me reconoce? César está deseando hacer gala de su clemencia.

– Clemencia para los senadores y los generales, Tirón, no para los libertos y los espías.

– Correré el riesgo. Si alguien pregunta quién soy, dices que soy Soscárides, el viejo tutor de Metón.

– ¿Te olvidas de Metón? ¿Se supone que también tiene que mentir?

– ¡Hazlo por mí, Gordiano! Si quieres entrar en Brindisi antes de que tu yerno caiga en las murallas o navegando hacia Dyrrachium, hazme este favor.

– Lo consultaré con la almohada -dije, sintiéndome súbitamente cansado. Bostecé. Cuando abrí los ojos, Tirón había desaparecido. Volví a la tienda.

A pesar de la preocupación y de los horrores que había presenciado aquel día, me dormí enseguida, aunque no me libré de los sueños. No fueron llamas, ni agua, ni desfiladeros, ni marchas forzadas lo que llenaron mis sueños. Fue Emilia, la amante de Numerio. La veía con un recién nacido en los brazos, sonriente y feliz. Yo sentía un gran alivio y me acercaba a mirar, pero tropezaba con algo que había a mis pies. Bajaba la mirada y veía el cadáver de Numerio, que sin saber cómo también era el del carretero, con el cuello atenazado por un garrote. El niño de Emilia había desaparecido. La joven temblaba y lloraba. La parte delantera de su túnica, la que le quedaba entre las piernas, estaba empapada en sangre.

Me desperté sobresaltado. Marco Antonio estaba inclinado sobre mí, con los ojos enrojecidos.

– ¡Amanece, Gordiano! Es hora de que dé novedades a César y tú veas a tu hijo. Mea si lo necesitas. Luego recoges a tus esclavos y nos vamos.

Antes de que bajáramos a caballo hasta el campamento principal, Antonio quiso echar un último vistazo a la barrera de espigones desde la montaña. Había nubes, pero el horizonte estaba despejado. El sol nos daba en los ojos y los reflejos centelleantes del agua impedían ver nada. Parecían haber retirado durante la noche los restos del barco incendiado. Los hombres estaban ocupados reparando los daños de la barrera de plataformas y continuaban con la construcción.

– Vitruvio ya estará allí -dijo Antonio-. Anoche me comentó que espera añadir hoy otra plataforma a cada extremo de la barrera, para estrechar más la bocana. ¡Los barcos que entraron ayer van a tenerlo difícil para salir!

Cabalgamos hacia la llanura. Antonio iba rodeado por un pequeño grupo de oficiales. A mí me acompañaban Tirón y Fórtex. El campamento era como una ciudad, probablemente más populosa que Brindisi y sin duda más ordenada, con las filas de tiendas separadas por el mismo espacio. Algunos soldados hacían cola para recoger el rancho matutino. Otros, que ya habían comido y se habían preparado para la batalla, marchaban a ocuparse de las zanjas y las máquinas de asedio que había al pie de las murallas de la ciudad.

Yo estaba asombrado por la rapidez con que César era capaz de movilizar semejante número de hombres y equipamiento. Diez días antes, la llanura que rodea Brindisi estaba vacía; ahora era la residencia de treinta y seis mil hombres, y todos parecían saber exactamente dónde se encontraban y cuál era su obligación en cada momento. Treinta días antes, ninguno de aquellos hombres había estado a menos de trescientos kilómetros de Brindisi y Domicio todavía dominaba Corfinio. Sesenta días antes, César acababa de cruzar el Rubicón. La escala y la rapidez de la operación eran impresionantes. Compadecía a los galos que se habían enfrentado a semejante fuerza. Lo lamenté por Pompeyo.

Pasamos un control y Antonio tuvo que responder por mí. Mientras nos acercábamos al centro del campamento, se me acercó. Vi que dirigía una mirada recelosa a Tirón y a Fórtex, como si los viera por primera vez.

– ¿Estás seguro, Gordiano, de que puedes responder por tus dos esclavos?

Apenas vacilé.

– Desde luego. ¿Por qué lo preguntas?

– En realidad, por nada. Es sólo que, desde que cruzamos el Rubicón, y aun antes… En fin, corren ciertos rumores…

– ¿Qué clase de rumores?

– Una conjura para matar a César. Bulos, naturalmente. Noté que un escalofrío me recorría el espinazo.

– ¿Y César se los torna en serio?

– ¡César cree que es inmortal! Pero ¿qué hombre no está hecho de carne y hueso? -La resaca le hizo gruñir y se masajeó las sienes-. Es sólo que… verás, cada vez que respondo por ti, respondo también por tus esclavos. Por supuesto, tú estás por encima de toda sospecha, Gordiano. No hay ni que decirlo. Pero los esclavos que viajan contigo…

– Me hago totalmente responsable de mis esclavos, tribuno. -Mantuve la mirada firme.

– Desde luego, Gordiano. No pretendía ofenderte. -Me dio un manotazo en la espalda y apretó el paso para ponerse a la altura de sus hombres. No volvió a mirar a Tirón ni a Fórtex.

Respiré hondo para tranquilizarme y miré de reojo a Tirón. Me parecía que sujetaba con demasiada fuerza las riendas, pero se mantenía inexpresivo. Estaba claro que lo había oído todo; Antonio no era de los que bajaban la voz cuando hay esclavos cerca. Pensé en Daniel en el foso de los leones, una historia que me había contado Bethesda, que a su vez la había oído por boca de su padre, que era hebreo. ¿Tirón se sentía de la misma forma, colándose en el campamento de César, guiado por un tribuno que lo despellejaría vivo gustosamente? Pero allí estaba, a pesar de su miedo. Me pregunté si yo sería capaz de reunir tanto valor en las horas venideras.