Llegamos a una tienda grande, más elegante que las otras, de lona roja con bordados en oro y decorada con banderines. Había mensajeros a caballo aguardando en la entrada. Al acercarnos, un soldado salió de la tienda y dio una orden al primero, que partió de inmediato. Entretanto llegó otro mensajero, desmontó y entró a toda prisa en la tienda.
– Reconocimiento matutino -explicó Antonio-. Llegan los informes de los espías y salen las órdenes. El interior es un nido de abejas.
– Quizá debería esperar fuera.
– Tonterías. De lo único que tienes que preocuparte es de que no te pisen. -Bajó del caballo y me ofreció la mano-. Deja a los esclavos fuera.
Miré a Tirón y me encogí de hombros. Yo había cumplido con mi parte. Después de todo, el espía de Cicerón no iba a poder ver por dentro la tienda de César. Sin embargo, había subestimado su tozudez.
Bajó del caballo.
– ¡Por favor, amo! Déjame entrar contigo.
– Ya has oído al tribuno, Soscárides.
– Pero me has traído aquí para dar una sorpresa a Metón y ver qué cara pone. Si hablas con él y mencionas que estoy aquí, ¿dónde estará la sorpresa? Y cuanto más esperes, más agitado se volverá el día. Puede que en menos de una hora ya se libre una batalla…
– El tutor tiene razón -convino Antonio-. Cuanto antes mejor. ¿Quién dijo eso, tutor? -preguntó mirando a Tirón fijamente.
– Eurípides -contestó Tirón.
Antonio frunció el entrecejo.
– ¿Estás seguro? A mí me dijeron que había sido Cicerón, en la sala de sesiones del Senado.
Tirón se puso rígido.
– Sin duda, tribuno. Pero Eurípides lo dijo antes. Antonio se echó a reír.
– ¡Hablas como un verdadero tutor! En fin, supongo que no eres espía ni sicario. Que entre contigo, Gordiano. Sorprende a Metón.
– Sí, amo, por favor -dijo Tirón.
– O eso o que le den una paliza por su insolencia -sugirió Antonio. No estaba bromeando.
Miré a Tirón y consideré seriamente la alternativa. Podía ver las ruedas que giraban en el fondo de sus ojos.
– ¡La fecha! -soltó de repente.
Antonio lo miró con aire confuso.
– Pasan dos días de los idus -dijo Tirón-. ¡Estarnos en los Liberalia! -Recordé a Cicerón y a su mujer discutiendo sobre la inminente festividad de los Liberalia y sobre la puesta de la toga viril de su hijo-. No puedes castigar a un esclavo por expresar su opinión en la fiesta del padre de la libertad. amo. Dejar que los esclavos hablen libremente es parte de la celebración. -Puso cara de estar satisfecho de sí mismo.
– ¿Ya son los Liberalia? -musitó Marco Antonio-. Siempre se me olvidan los días de fiesta durante las campañas militares. Tenemos augures para fijarse en el calendario y hacer los sacrificios correspondientes, y a ellos les dejamos la responsabilidad. Bueno, yo ya conmemoré anoche a mi manera al dios del mosto y estoy listo para pasear un falo gigante por el campamento y cantar canciones obscenas, aunque dudo que tengamos tiempo. Pero el esclavo tiene razón, Gordiano, deberías indultarlo. Tenemos que recabar el favor de todos los dioses, incluido Baco.
Tirón me miró arqueando una ceja. Yo le devolví la mirada fríamente.
– Muy bien, Soscárides, ven conmigo. Fórtex, quédate aquí con los caballos.
Dentro de la tienda los mensajeros iban de un lado para otro y los grupos de oficiales no dejaban de hablar, pero la escena resultaba más ordenada de lo que esperaba. La metáfora de Antonio era correcta: no se trataba del movimiento frenético de un hormiguero asustado, sino de la actividad uniforme de una colmena.
Casi todos los oficiales aparentaban la misma edad que Marco Antonio, unos treinta años o menos. Reconocí a unos cuantos, aunque estaba más acostumbrado a verlos con la toga senatorial. Con la coraza puesta me parecían niños. Sus caras estaban radiantes de emoción. Recordé al viejo y lisiado senador Sixto Tedio, arrastrándose para estar junto a Pompeyo. El contraste era devastador.
Un destello rojo atrajo mi mirada. En medio del gentío reparé en una cabeza calva que destacaba en la multitud de cabezas peludas, y vi a la reina de la colmena. En aquel momento le estaban poniendo un peto dorado aún más elegante que el de Marco Antonio. El destello rojo era de su capa. César era famoso por su capa roja, que llevaba en el campo de batalla para que lo vieran siempre, tanto sus hombres como el enemigo. Incluso mientras lo vestían parecía escuchar a tres mensajeros a la vez. Sus ojos profundos miraban al frente. Asentía con la cabeza de vez en cuando, como abstraído, tocándose la frente con la mano y echándose hacia delante el pelo que le quedaba en las sienes. Su expresión era decidida y atenta, pero distante. Sus finos labios esbozaban un asomo de sonrisa.
Yo era diez años mayor que César y aún tenía la costumbre de pensar en él, de acuerdo con la temprana reputación que se había labrado en el Senado, como en un joven aristocrático y radical que creaba problemas. Todavía los creaba, pero ahora andaba por los cincuenta años. A los ambiciosos y fervientes jóvenes de la tienda debía de parecerles una especie de padre, el brillante hombre de acción que aspiraban a emular, el caudillo que los guiaría hacia el futuro. ¿Qué atractivo podían tener para aquellos jóvenes las reliquias enmohecidas como Pompeyo y Domicio? Las conquistas de Pompeyo eran cosa del pasado. La gloria de Domicio era de segunda mano, heredada de una generación ya muerta y enterrada. César encarnaba el presente. El fuego de sus ojos era la chispa divina del destino.
Miré alrededor. Tirón estaba detrás de mí, fijándose en todo, y Antonio había desaparecido. Lo vi al otro lado de la tienda, abrazando a un hombre que llevaba una coraza prácticamente idéntica a la suya. Cuando se separaron, advertí que se trataba del tribuno Curión. Los dos eran amigos de toda la vida. Algunos decían que incluso algo más que amigos. Cuando sus relaciones adolescentes se convirtieron en materia de chismorreo, Cicerón había instado al padre de Curión a que los separase diciéndole que Antonio estaba corrompiendo a su hijo. Antonio fue expulsado de la casa de Curión, pero no sirvió de nada; se metía en su dormitorio por el tejado. Así continuó una historia que Antonio nunca había negado. Ahora eran soldados curtidos y en el último año ambos habían sido elegidos tribunos. Cuando estalló la crisis, huyeron de Roma juntos para reunirse con César antes de que cruzara el Rubicón.
La tienda parecía estar atestada de hombres así, todos llenos de energía y vehemencia, todos proyectando el brillo invencible de la juventud. Me hacían sentir viejo y muy inseguro.
Miré alrededor en busca de la cara que tanto anhelaba ver. Sufrí un sobresalto. Metón estaba detrás de mí, profundamente consternado.
Mi hijo no parecía contento de verme.
18
– Papá, ¿qué haces aquí?
Al igual que los oficiales que me rodeaban, Metón también me parecía un niño, aunque tenía casi treinta años y mechas grises en las sienes. Poseía los ojos de un erudito pero las manos callosas y la frente arrugada de un campesino curtido. La cicatriz que le cruzaba la cara, y que se había hecho a los dieciséis años luchando por Catilina, casi había desaparecido por la acción del viento, la lluvia y el ardiente sol de las Galias. Como cada vez que lo veía después de una ausencia de varios meses, lo miré de arriba abajo mientras susurraba una plegaria de agradecimiento a Marte porque su cuerpo estaba entero y sus miembros intactos.