– ¿Qué has dicho, Gordiano? -murmuró Tirón, concentrado en el plan.
– He dicho que no sé nadar. Siempre he sido un tipo de ciudad, ya lo sabes. Nací y me crié en Roma.
Tirón parpadeó.
– Pero los romanos se bañan en el Tíber desde siempre. Aunque más arriba de la Cloaca Máxima.
– No, Tirón. Los romanos chapotean en el Tíber y lo cruzan en balsa, y en los años secos lo vadean. No es lo mismo que atravesar a nado un puerto con flechas lloviendo por todas partes.
– Nadie ha hablado de nadar -puntualizó Tirón-. ¿Ves aquellas cabañas de pescadores allá abajo, a este lado del canal? A un tiro de piedra, delante de la ciudad, al otro lado del puerto.
Asentí con la cabeza. Eran un puñado de cabañas muy separadas unas de otras. Ni siquiera había reparado en ellas a la media luz del día anterior, absorto por la batalla que se había librado en la bocana del puerto.
– Parecen abandonadas -prosiguió Tirón-. No hay señales de vida. Los pescadores se han refugiado dentro de la ciudad, pero han abandonado las barcas. Son demasiado pequeñas para que César pueda utilizarlas, así que las han dejado allí, encalladas en la arena de la playa. Desde aquí veo cinco o seis. Es nuestra oportunidad. Yo le he echado el ojo a la de la vela blanca. Es más discreta que aquella otra de la vela naranja.
– ¿Sabes pilotar una barca como ésa?
– Te sorprendería la de cosas que sé hacer, Gordiano.
– Y cuando estemos en el puerto, ¿qué?
– Navegaremos directamente hasta el embarcadero más cercano. El canal no puede tener más de doscientos pasos de anchura.
– ¿Y si tenemos la corriente en contra? ¿Y si nos siguen los hombres de César?
– Pues Fórtex tendrá que remar con más brío -dijo Tirón. Fórtex se frotó la mandíbula.
– Y entonces puede que tuvieras que nadar -añadió Tirón.
No me gustó cómo sonaba.
Bajábamos por la ladera, con los caballos abriéndose paso entre las zarzas, cuando nos llamó una voz desde arriba.
– ¡No podéis bajar por ahí! ¡Está fuera de los límites!
Era el centurión encargado de la vigilancia. Tirón se volvió y lo saludó. Luego se llevó una mano a la oreja, esbozó una sonrisa estúpida y se encogió de hombros, como sugiriendo que no entendía.
– Sigue cabalgando -susurró-. Mira al frente. Haz como si no existiera. Ve en línea recta hacia la barca. ¡Vamos! Espoleamos las monturas colina abajo y llegamos a la estrecha playa. Detrás de nosotros oí un galopar de caballos.
– ¿Cuántos? -inquirió Tirón, con la mirada al frente. Fórtex miró por encima del hombro.
– Sólo uno.
– Bien. Entonces es que nos considera inofensivos. Dejaremos que siga creyéndolo todo el tiempo posible. Ya sabes qué hay que hacer, Fórtex.
Desmontamos en la playa, entre las cabañas y la barca de pesca. El centurión se dirigía hacia nosotros. Yo me acerqué a Tirón.
– ¿Qué piensas hacer con él?
– ¿Tú qué crees?
– ¿No queda más remedio?
– Hemos hecho un trato, Gordiano. Tú me introducías en la tienda de César y yo te introducía en Brindisi. ¿Quieres venir o no? Esto es la guerra, amigo. ¿Creías que no iba a haber derramamiento de sangre? Alégrate de que por lo menos no sea la tuya.
– Es un asesinato, Tirón. Como también lo fue la muerte de aquel pobre carretero.
– Asesinato es un término jurídico, Gordiano. No se aplica a los esclavos y carece de sentido en un campo de batalla.
– Podríamos darle un golpe, dejarlo inconsciente y arrastrarlo a una cabaña…
Tirón hizo una mueca.
– Se te ablandó el cerebro cuando leíste aquellas novelas griegas en el refugio de la montaña, durante la tormenta. ¡Huidas por los pelos y finales felices! El mundo real es éste, Gordiano. Sólo hay una manera segura de librarse de ese individuo. Fórtex la pondrá en práctica. Para eso ha sido entrenado. Ahora sonríe; tenemos compañía.
El centurión llegó a nuestra altura. Desmontó y se acercó. Andaba con brío; la corta y brusca cabalgada lo había estimulado. Su sonrisa era ligeramente desdeñosa, pero no hostil. Después de todo, yo sólo era un civil ignorante, una oveja que necesitaba orientación, no un lobo. Se dirigió a mí, sin hacer caso de los otros.
– No se permite a los civiles acercarse a la costa. Levanté el disco de cobre.
– Pero César en persona me dio este…
– El general ha dado órdenes muy precisas sobre la costa. Sin excepciones. -Alzó la voz, tal vez pensando que quizá yo era un poco sordo.
– Yo… sólo quería echar un vistazo a esas pintorescas cabañas de pescadores.
El centurión cabeceó ligeramente y esbozó una sonrisa. Yo no era más que un viejo al que había que perdonar, pero sólo hasta cierto punto. No se fijó en Fórtex, que estaba situándose tras él.
El corazón me resonaba en los oídos. Dentro de unos segundos estaría hecho. El joven centurión, sonrojado y sonriera do con aire de suficiencia, sería atacado por detrás. Fórtex le rebanaría el cuello… un destello del acero, un chorro de sangre. Sus ojos se abrirían de sorpresa y quedarían ciegos a continuación. Un hombre vivo se convertiría en cadáver en mi presencia.
Detrás del centurión sólo veía a Fórtex parcialmente, pero por sus movimientos supe que estaba desenvainando furtivamente la daga. Tirón estaba a un lado, haciéndose pasar por el esclavo obediente y discreto, conteniendo la respiración.
Puse la mano en el hombro del centurión y lo atraje un poco hacia mí. Fórtex vaciló y dio un paso atrás.
– ¿Tienes abuelo? -le pregunté.
– Dos -dijo el centurión.
– Eso creía. -Lo alejé de la barca y la cabaña-. ¿Y no está ninguno de ellos un poco sordo? ¿No chochean?
– La verdad es que los dos lo están -admitió, sonriendo con nostalgia. Le había hecho acordarse de su casa.
Asentí con la cabeza.
– Pues mira, joven, yo no chocheo ni estoy sordo. Oigo perfectamente. Y mi vista también está muy bien. La razón por la que he bajado hasta aquí es que he visto que se metía alguien en esa cabaña.
El centurión puso ceño. La cabaña era tosca, con techo de paja. Los goznes de la estrecha puerta estaban oxidados y medio sueltos.
– ¿Estás seguro?
– Totalmente. Vi a un hombre vestido con harapos moviéndose furtivamente por la playa, comportándose de manera sospechosa. Luego lo vi entrar en la cabaña y se me ocurrió bajar a investigar.
– Deberías haberme avisado enseguida. -El centurión alzó los ojos al cielo, con exasperación.
– Sé lo ocupado que debes de estar. No me pareció oportuno molestarte. Lo más seguro es que sea el propietario de la cabaña, que ha venido a buscar alguna cosa.
– Es más probable que sea un saqueador. -El centurión desenvainó la espada. Fue hasta la puerta y la abrió de un golpe, con tanta fuerza que se rompió el gozne superior-. ¡Tú, el de dentro, sal de ahí! -Dio un paso hacia el interior, escrutando la oscuridad. Fui tras él mientras desenvainaba la daga. e" una mano le eché el casco sobre los ojos y con la otra alcé la daga y lo golpeé con todas mis fuerzas en la nuca, con la empuñadura. Cayó hecho un fardo a mis pies.
Me guardé la daga.
– Haz algo útil, Fórtex. Mételo en la cabaña. ¡Y no le hagas daño!
Di un paso atrás y miré hacia el monte.
– Creo que no nos ha visto nadie, ¿no, Tirón? La cabaña me ocultaba. Además, están demasiado ocupados observando la ciudad y la bocana. He conseguido ganar un poco de tiempo, pero no tardarán en echarle de menos, o en empezar a hacerse preguntas sobre los caballos de la playa. ¿A qué esperas? ¡Mete la barca en el agua y vámonos!