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Llegamos al edificio del senado municipal, al este del foro, donde Pompeyo había instalado su cuartel general. El centurión nos dijo que esperásemos en las escaleras mientras él entraba. Los soldados seguían rodeándonos. Yo no estaba muy seguro de si era para protegernos o para que no escapáramos. Exhausto, me senté en los fríos y duros escalones. Tirón se sentó a mi lado. La atmósfera de la ciudad sitiada me había desanimado, aunque curiosamente parecía haber estimulado a Tirón.

– Si a Pompeyo le sale bien -dijo-, será sin duda el mayor genio militar de la época.

Hice una mueca.

– Si le sale bien ¿qué?

– La retirada de Brindisi. Ya ha enviado parte del ejército a Dyrrachium, con los cónsules y con la mayor parte del Senado. Ahora viene lo más difícil. Con César preparado para escalar las murallas y penetrar en la ciudad, ¿podrá Pompeyo organizar una retirada ordenada por las calles, hasta los barcos, y salir por la bocana del puerto? Es un reto táctico impresionante. Y el riesgo, enorme.

– Ya entiendo qué quieres decir: cómo y cuándo tiene que saltar de las almenas el último defensor, ceder el terreno a los invasores y subir al último barco. Podría ser una estampida.

– Que a su vez podría devenir en una derrota aplastante. -Tirón miró alrededor, contemplando la mezcla desigual de orden militar estricto y pánico religioso apenas contenido-. Además está el factor imponderable e incontrolable de la población civil. Sabemos que están hartos de Pompeyo. Pero ¿pueden estar seguros de que César no los matará por haber dado cobijo a su enemigo? Es probable que los ciudadanos se dividan en facciones, empujados por viejas rencillas. ¿Quién sabe cómo se aprovecharán del caos? Puede que unos abran las puertas y guíen a los hombres de César para que rodeen las barricadas y no caigan en las trampas, y que otros les tiren piedras desde los tejados. A algunos les entrará el pánico y tratarán de subir a los barcos de Pompeyo. Son tantos que podrían abarrotar las calles e imposibilitar la huida. A un caudillo militar se le juzga por su capacidad para salir airoso de los problemas. Si Pompeyo consigue que sus hombres salgan ilesos de Italia, se habrá ganado de nuevo el derecho a que lo llamen Magno.

– ¿Eso crees? En mi opinión habría demostrado mejor su genio evitando esta encerrona desde el primer momento.

– Pompeyo obró del mejor modo posible, teniendo en cuenta la situación. Nadie había previsto que César se atrevería a cruzar el Rubicón. Incluso los capitanes de César se quedaron atónitos. Creo que hasta él mismo se sorprendió de su soberbia.

– ¿Y el desastre de Corfinio?

– Pompeyo no tuvo nada que ver con eso. Ordenó retroceder a Domicio y que se uniera a él, pero Domicio dejó que la vanidad mandara sobre el sentido común, del que por cierto anda bastante escaso. Compara a Domicio con Pompeyo: en todas las decisiones que ha tomado desde que empezó la crisis, Pompeyo ha obrado guiado por la razón. Nunca se ha dejado llevar por la vanidad ni la soberbia.

– Algunos aseguran que tampoco se ha dejado llevar mucho por el valor.

– Se necesita valor para mirar a un enemigo a los ojos mientras se retrocede paso a paso. Si consigue mantener esta retirada en orden hasta el final, Pompeyo habrá demostrado que tiene la columna vertebral de hierro.

– ¿Y entonces qué?

– ¡Ahí está lo más genial! Pompeyo tiene aliados por todo el este. Allí le espera su mayor contingente, justo donde César es más débil. Mientras Pompeyo concentra sus fuerzas, desde la fortaleza de Grecia puede bloquear Italia e interceptar todos los barcos procedentes de Oriente, sobre todo el grano que llega de Egipto. Que César gobierne Italia en los días venideros. Con Egipto bloqueado y Oriente levantándose contra él, con la hambruna extendiéndose por Italia y las tropas de Pompeyo en Hispania, veremos cuánto tiempo dura en Roma el rey César.

Pensé que las palabras de Tirón tenían su parte de lógica. ¿Imaginaba César aquel desarrollo de los acontecimientos? Pensé en el hombre seguro de sí mismo que había visto aquella mañana. No obstante, quizá aquello formaba parte de su talento para la jefatura, aparentar que no dudaba y jamás dejar entrever las pesadillas que lo acosaban en la oscuridad.

Puede que Pompeyo se saliera al final con la suya. Pero para que eso sucediera, sus hombres y él tendrían que salir bien librados de Brindisi. Habíamos llegado a un punto crucial en el gran combate. En las próximas horas los dados de Pompeyo tendrían que darle una jugada lo bastante buena para poder tirarlos otra vez, o perdería la partida.

El centurión volvió.

– El Magno quiere verte. -Me dispuse a levantarme, pero me puso una mano en el hombro-. A ti no. A Soscárides. Cogí a Tirón por el brazo.

– Cuando veas a Pompeyo, pídele que me conceda audiencia.

– Haré lo que pueda, Gordiano. Pero en medio de una acción militar, no deberías esperar que…

– Recuérdale el trabajo que me encargó en Roma. Dile… dile que sé la respuesta.

Tirón enarcó una ceja.

– Quizá deberías decírmelo a mí, Gordiano. Puedo comunicárselo a Pompeyo y solicitarle que libere a Davo. Eso es lo que quieres, ¿no?

Negué con la cabeza.

– No. Sólo revelaré la verdad sobre el asesinato de Numerio a Pompeyo, y sólo si antes libera a Davo. Si quiere saber qué le pasó a Numerio, debe cumplir estas condiciones. De lo contrario, nunca lo sabrá.

Frunció el entrecejo.

– Si le digo todo eso, y resulta que es un truco para que te conceda audiencia…

– Por favor, Tirón.

Me miró con recelo y siguió al centurión hacia el cuartel general.

El sol se puso tras las colinas de occidente. Una luz crepuscular envolvió el foro, trayendo una curiosa sensación de calma. Hasta el escalofriante ulular que salía de los templos parecía raramente reconfortante.

Encendieron antorchas y las pasaron entre las tropas. Ahora entendía por qué Pompeyo había esperado para salir de noche. En la oscuridad, las barricadas y las zanjas de las calles serían doblemente efectivas. Mientras los sitiadores tropezaban entre sí y caían unos encima de otros, los hombres de Pompeyo rodearían los obstáculos y llegarían rápidamente a las embarcaciones.

El centurión se acercó otra vez.

– ¿Soscárides…? -dije.

– Todavía está con Pompeyo.

– ¿No me manda ningún mensaje?

– Aún no.

Sonaron portazos metálicos al final de la escalera. Me puse en pie. Un numeroso grupo de oficiales salió del edificio. El centurión y sus soldados se pusieron firmes.

Pompeyo iba a la cabeza del grupo, protegido por una coraza chapada en oro. El metal brillaba, reflejando la luz de las antorchas de la plaza. Bajo el brazo llevaba un casco también dorado con un penacho de crin amarilla. De cuello para abajo, gracias a la musculosa superficie del peto, parecía tener el físico de un joven gladiador. Estropeaba la ilusión un par de piernas largas cuya delgadez no conseguían camuflar las doradas grebas.