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Busqué a Tirón en la comitiva, pero no lo vi. Tampoco veía a Davo.

– ¡Magno! -grité para llamar su atención. Hice como habría podido hacer cualquier ciudadano en el Foro que elevara una petición a un magistrado. Pero aquello no era Roma, y el hombre que tenía delante no era Pompeyo el político, obligado a congraciarse con todos los Marcos con derecho a voto. No,aquél era Pompeyo Magno, general en jefe de las legiones de Hispania, el hombre que creía en las espadas y no en las leyes.

– ¡Silencio! -exclamó el centurión, que seguía en posición de firmes. Su mirada me decía que yo hiciera lo mismo.

Pompeyo se detuvo en lo alto de las escaleras. Los oficiales se arremolinaron alrededor de él. Un trompeta dio el toque de firmes. Yo no estaba ni a diez pasos de distancia. Pompeyo parecía cansado y demacrado. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Sin embargo, los soldados de la plaza verían un Pompeyo muy diferente, una figura poderosa, envuelta en oro, casi esculpida en oro, una estatua de Marte revivido.

– ¡Soldados de Roma! ¡Defensores del Senado y del pueblo! Esta noche llevaréis a cabo la misión para la que os habéis preparado durante los últimos días. Cada uno de vosotros tiene un cometido diferente. Todos sabéis cuál es. Actuad con rapidez y eficiencia, obedeced las órdenes de vuestros centuriones y no habrá ningún problema.

»El enemigo ha sido rechazado una vez tras otra. Unos cuantos arqueros y honderos veteranos no han permitido que se acercara a las murallas de la ciudad. No tiene barcos. Sus esfuerzos para bloquear el puerto han sido inútiles. Como es habitual, su ambición es superior a su habilidad. A la larga lo lamentará.

Hubo risas entre las tropas de la plaza. Yo nunca había tenido ojos para el presunto encanto de Pompeyo, pero aquellos hombres parecían verlo y apreciarlo. Puede que hubiera que ser militar para darse cuenta.

– Estamos a punto de abandonar Italia y cruzar el mar -prosiguió-. Alguno de vosotros tal vez se sienta receloso. Pues no debe. Vamos hacia delante, no hacia atrás. Roma está ahora al otro lado del agua. Vamos a reunirnos con ella. Una ciudad está hecha de hombres, no de edificios. Vamos en pos del auténtico corazón de Roma, con los cónsules elegidos como se debe. Dejemos que el enemigo conquiste edificios vacíos si lo desea, y que se conceda a sí mismo todos los títulos huecos que su imaginación pueda inventar. Yo creo que ha vivido demasiado tiempo al norte del Rubicán, entre bárbaros primitivos que adoran a los monarcas. Después de conquistar a esos reyezuelos, cree que puede convertirse en uno más. Pero debería recordar, por el contrario, el destino de todos los déspotas que han alzado alguna vez la mano contra el Senado y el pueblo de Roma.

Los murmullos de las tropas se convirtieron en vítores. Pompeyo los atajó levantando las manos.

– ¡Soldados! Recordad la primera orden del día. ¡Silencio! El oído del enemigo está pegado a las murallas de la ciudad. Debemos llevar a cabo esta operación con el mayor sigilo. Comienza ahora, en este momento. Jefes de cohorte, ¡iniciad la evacuación!

Hizo una seña a los oficiales que tenía detrás, como si fuera el maestro de ceremonias de un circo indicando el comienzo de una carrera. Los oficiales se adelantaron y Pompeyo dio un paso atrás, ocultándose a la vista de las tropas como un deus ex machina dorado que hiciera mutis entre bastidores.

La comitiva que lo rodeaba se redujo considerablemente tras la partida de los jefes de cohorte, y pude ver a Tirón, que caminaba al lado de Pompeyo. Los guardaespaldas personales del Magno estrecharon el cerco. Entre ellos distinguí asimismo a un gigante torpe, cuya manera de andar me resultaba familiar. Antes de que se volviera y pudiera verle el perfil de su rostro infantil, supe que era Davo.

Traté de atraer la mirada de Tirón, pero estaba muy ocupado conferenciando con Pompeyo. De repente vi que me señalaba. Pompeyo asintió con la cabeza y se volvió. Me miró directamente, se adelantó a sus guardaespaldas y vino hacia mí. El centurión que había a mi lado se puso firme.

– Oí que me llamabas antes, Sabueso. -Pompeyo parecía cansado e irritable.

– ¿Ah sí, Magno? No lo aparentaste.

– Un orador experto no deja que nada lo distraiga. Tirón dice que tienes noticias para mí.

– Sí, Magno.

– Bien. Centurión, ¿no tienes órdenes de evacuar?

– Sí, mi general.

– ¿A qué esperas entonces para cumplirlas?

– General, he de decirte que este hombre va armado. Lleva una daga. ¿Debo desarmarlo?

Pompeyo sonrió con desgana.

– ¿Te preocupa la posibilidad de un atentado, centurión? Matar no es el estilo de Gordiano. ¿Verdad, Sabueso? -No esperó a que contestara y despidió al centurión y a sus hombres con un gesto seco-. Vamos, Sabueso. Supongo que querrás saludar a tu yerno después de haberte arrastrado por media Italia para verlo. No se me ocurre por qué. Nunca he conocido a nadie tan zopenco. No imagino cómo pude dar un montón de plata por él en otra época.

Respiré hondo.

– ¿Y mi informe, Magno?

Hizo una mueca.

– Aquí no. Ni ahora. ¿No ves que estoy con el agua al cuello? Guarda tu informe hasta que estemos sanos y salvos en el mar.

21

– ¡No puedo creerlo! ¡Es que no puedo creerlo!

– Davo, no me aprietes tanto… Me estás ahogando…

– Lo siento. -Davo me soltó y dio un paso atrás. Me froté la mejilla, donde su cota de malla me había dejado una marca. Vestido totalmente de cuero y acero, su aspecto era tan impresionante como el abrazo que acababa de darme. Aun así, la amplia sonrisa que cruzaba su cara lo hacía parecer tan inofensivo como un niño.

– Es que no puedo creerlo -repitió, eufórico-. Has venido hasta Brindisi, cruzando montañas y todo. ¿Cómo has conseguido entrar en la ciudad?

– Es una larga historia, Davo. Ya te la contaré otro día.

Uno de los oficiales de Pompeyo dio un grito. Levantó el brazo y señaló un edificio alto que había al otro lado del foro. En el tejado había alguien corriendo de un lado para otro y agitando una antorcha.

Pompeyo entornó los ojos.

– Por Plutón, estabas en lo cierto. ¡Malditos pueblerinos! Está claro que es una señal para que César comience el ataque. Escribonio, ordena a un arquero que abata a ese hombre.

El oficial mencionado dio un paso adelante.

– Está fuera de tiro, mi general.

– Pues manda subir a alguien.

– Lo más seguro es que el camino del tejado esté bloqueado, mi general. Es una pérdida de tiempo…

– ¡Pues envía arqueros a un tejado cercano para que le disparen desde allí!

– Mi general, la evacuación ha comenzado. A estas horas los arqueros no…

– ¡No me importa! -lo interrumpió-. Mira a ese maldito mono, agitando la antorcha y riéndose de nosotros. ¡Los hombres de la plaza también lo ven, al igual que los bravos soldados apostados en la muralla! Es terrible para la moral de las tropas. Quiero a ese hombre muerto. ¡Y tráeme su mano, con la antorcha!

Escribonio reunió a unos cuantos arqueros, pero un momento después la orden de Pompeyo era ya impracticable. Todos los tejados de la ciudad se llenaron de civiles. Unos llevaban antorchas, otros danzaban a la luz de las mismas como si celebraran una fiesta. Pompeyo estaba furioso.

– ¡Malditos sean! Cuando vuelva a tomar Brindisi, quemaré la ciudad hasta los cimientos. ¡Y venderé a todos los hombres, mujeres y niños como esclavos! -Echó a andar de un lado para otro, sin apartar la mirada del oeste. Por encima de los tejados se veían las torres que flanqueaban la puerta de la ciudad-. Ingeniero Magio, ¿está bien bloqueada la puerta?

Un oficial dio un paso adelante.

– Desde luego que sí, mi general. Hay varias toneladas de escombros tras ella. No hay ariete capaz de echarla abajo. La única manera de que entren en la ciudad los hombres de César es saltando las murallas.