– Peor aún. ¿Qué habrían dicho en Roma? ¡Pompeyo Magno, muerto accidentalmente por un grupo de gamberros callejeros que hacían trastadas! Lo pagarán con la cabeza.
– ¿Y qué iban a decir en Roma? Unos muchachos, casi unos niños, decapitados y abandonados para que sus padres los encuentren. Si fueran bárbaros de la frontera, de acuerdo, pero estamos en Italia. Podríamos estar en Corfinio. O en la mismísima Roma.
Pompeyo se mordió el labio inferior y me miró durante un momento que me pareció muy largo.
– Envainad los aceros -ordenó al fin-. Dejad a los chicos tal como están, atados y amordazados. Que la ciudadanía vea que han sido capturados y perdonados. Si César puede ser misericordioso, yo también. ¡Por Plutón, salgamos de este lugar de infortunio!
Davo relajó los hombros con alivio. Pompeyo me lanzó una última mirada llena de furia y alargó los brazos hacia sus guardaespaldas para que lo ayudaran a remontar el montan de escombros. Davo se quedó atrás para ocupar su puesto en la retaguardia. Me ayudó a recorrer paso a paso los escombros. Era la última trampa. Corrimos hacia el puerto, sin decir una palabra más.
En cuanto cruzamos las puertas de la ciudad y llegamos al muelle, un soldado recogió todas las antorchas, corrió hacia la orilla y las tiró al agua. El puerto era claramente visible para las fuerzas de César que lo rodeaban. En aquellas circunstancias, la oscuridad era tan importante como el silencio para que la operación de Pompeyo tuviera éxito.
Los muelles estaban atestados de gente que esperaba para subir al barco asignado. Las órdenes se daban en voz baja. Adelantamos rápidamente a la turbamulta que quedaba a ambos lados, en busca del extremo del muelle.
El siniestro silencio quedó súbitamente roto a causa de los vítores que estallaron delante de nosotros y que se propagaron por el muelle. Al principio pensé que los hombres de Pompeyo se habían percatado de la llegada de su general. Entonces oí un grito:
– ¡Han pasado! ¡Lo han conseguido! -El primer barco de transporte había logrado introducirse entre las plataformas de la bocana del puerto y había salido al mar.
Zarparon más barcos, con crujidos de mástiles y las velas hinchadas. Cuanto más cerca estábamos del final del muelle, con mayor claridad veía la bocana del puerto. Las plataformas eran tan negras como el muelle, una mancha que flotaba sobre las aguas. Un capitán que no tuviera buena visión nocturna podía estrellarse fácilmente contra ellas. Yo me sentía más fuera de mi elemento que nunca, metido de lleno en un mundo tenebroso, gobernado por sujetos como Pompeyo y César, donde los hombres preparaban aludes, movían montañas de tierra, edificaban encima del agua y convertían en arma incluso la oscuridad.
Al final del muelle esperaba el barco de Pompeyo. Era un bajel más pequeño, ligero y rápido que los barcos de transporte. Colocaron la pasarela y Pompeyo se dirigió directamente hacia ella. Me armé de valor y apreté el paso para ponerme a su altura.
– ¡Magno!
Se detuvo bruscamente y se volvió. Sin la luz de las antorchas era difícil ver su expresión. Sólo percibí sombras profundas donde deberían haber estado los ojos. La dura línea de su boca se torcía bruscamente hacia abajo.
– ¡Que Plutón te lleve, Sabueso! ¿Qué quieres ahora?
– Magno, mi yerno. Quiero que lo liberes del servicio. Que lo dejes en tierra.
– ¿Por qué?
– Es el precio de lo que tengo que decirte. «Ni aquí, ni ahora»; ésas fueron tus palabras. Pues será a bordo de tu barco, cuando haya tiempo. Iré contigo. Pero debes dejar a Davo aquí.
Pompeyo guardó silencio. Parecía mirarme, pero no podía ver sus ojos. Al cabo indicó por señas al resto del grupo que empezaran a embarcan. Luego se volvió hacia mí.
– Sabueso, ¿por qué tengo la sensación de que esto es un truco… una treta para cambiarte por el cabeza hueca de tu yerno? Perdoné a esas ratas callejeras por jugar conmigo. No voy a hacer lo mismo por ti.
– No es un truco, Magno. Sé quién mató a tu pariente y por qué.
– Pues dímelo ahora.
Miré a Davo, que se había quedado rezagado mientras los demás embarcaban. Tirón también retrocedió, a la espera de lo que sucediese.
– No, te lo diré después de zarpar.
– Quieres decir después de que tu yerno esté fuera de mi alcance, ¿no? ¿No te fías de mí, Sabueso?
– Tenemos que confiar el uno en el otro, Magno. Pompeyo ladeó la cabeza.
– Qué tipo tan raro eres, Sabueso; atreverte a hablarme en ese tono. Vamos, embarca. -Dio media vuelta-. Tú también, Tirón. ¡Deja de mirar como un búho! En cuanto a ti, Davo, ya no te necesito. ¡Largo! ¡Márchate! ¡Que Plutón te acoja!
Davo me miró. Di un paso adelante, rebusqué en la túnica y le di mi faltriquera. Davo la miró y frunció el entrecejo. Estaba llena de monedas de plata. Gracias a la generosidad de Tirón, casi no había gastado nada durante el viaje. Había más que suficiente para volver a casa sano y salvo.
– Pero suegro -murmuró-, ¡no puedes dármelo todo! Lo necesitarás.
– ¡Davo, cógelo y vete!
Me miró a los ojos, luego a la bolsa y otra vez a los ojos. Se encogió de hombros y respiró hondo. Finalmente se volvió, aún vacilante.
– ¡Davo, vete ya!
Sin mirar atrás, echó a andar por el muelle, en dirección a la ciudad.
Tirón subió al barco. Yo esperé a Pompeyo, pero me indicó por señas que subiera primero. Luego me siguió y retiraron la pasarela.
Se dieron las órdenes entre susurros. Las velas hinchadas daban sacudidas. El barco empezó a moverse y a alejarse del muelle.
Contemplé el camino por el que habíamos llegado y vi una figura que supuse sería la de Davo, de pie en el muelle, enmarcado por la puerta de la ciudad. El barco viró entonces y lo perdí de vista.
22
En medio de aquella oscuridad no tardé en perder de vista a Tirón y Pompeyo en la abarrotada cubierta. Nadie puso reparos a mi presencia. En realidad, nadie pareció fijarse en mí.
Se ordenó a la soldadesca que se situara en sus puestos de combate; hubo una confusión considerable, movimientos frenéticos de un lado a otro y muchas discusiones y maldiciones. Después de los cuidadosos planes de Pompeyo y de una evacuación perfecta, pensé en la paradoja de que al final se salvaran todos los barcos menos el suyo, por la escasa experiencia naval de su escogida élite.
Pero la confusión fue sólo temporal. Colocaron las catapultas y las balistas en posición, las calzaron, las cargaron y las orientaron girando grandes ruedas. La infantería envainó las espadas, cogió las flechas y formó un cordón junto a la borda, levantando una barrera inexpugnable con los escudos. Detrás de ellos, en un plano más elevado, los arqueros ocupa-ron sus puestos. Otros soldados ayudaban a los arqueros, poniéndose a su lado para cubrirlos con el escudo y proveerlos de flechas.
Me refugié en lo alto de una plataforma elevada que había en el centro del barco. Los grandes navíos de transporte eran bultos gigantescos confundidos con la negrura que nos rodeaba. Unos iban hacia la bocana del puerto mientras que otros se rezagaban. Una operación tan coordinada, sin luces ni otras señales, sólo podía sugerir que seguían instrucciones muy concretas que habían sido estudiadas previamente.
La acústica del puerto era confusa. Oía gritos indistintos y el lejano clamor de la batalla, pero no habría sabido decir que ruidos llegaban de la ciudad ni cuáles venían de la bocana del puerto por la superficie del agua.
Los barcos seguían cruzando la barrera de plataformas y adentrándose en alta mar. Pensé que vería el cruce de flechas y proyectiles entre los barcos y los hombres de la barrera, pero la oscuridad y la distancia impedían distinguir los detalles.
Conforme el barco de Pompeyo se acercaba a la bocana, haciendo cola para pasar, comenzó el ataque incendiario. Las catapultas de la barrera empezaron a arrojar proyectiles de fuego a los barcos que pasaban. Gracias a la luz que producían vi algo totalmente inesperado: los hombres de César estaban desmantelando sus propias defensas a toda prisa, desmontando las torres y los antepechos, y tirando los restos al agua.