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Cuando subí al barco de Pompeyo, yo ya sabía que en él encontraría la muerte, aunque no esperaba que llegase tan pronto. Cuando salí de Roma, sabía que no volvería. Desde el principio había esperado cambiarme por Davo para que mi muerte tuviera algún valor y pusiera fin a mi vergüenza.

Escribonio recorrió la eslora del barco, agitando la espada por encima de su cabeza.

– ¡Catapultas de estribor, fuego a discreción! ¡Todos los arqueros, disparad a estribor!

Habíamos pasado peligrosamente cerca del tramo sur de la barrera… tan cerca que una bola de fuego pasó volando por encima de nosotros, dejando un rastro de humo y derramando una lluvia de chispas.

– ¿Por qué? -dijo Pompeyo. Su furia se había convertido en confusión-. Si hiciste algo así, ¿por qué lo confiesas?

Entre el humo que nos envolvía vi los ojos saltones de Numerio y su cara congestionada y sin vida. Entre el fragor de la batalla oí la voz trémula de su madre y los sollozos de Emilia, que lloraba por un niño que no nacería.

– Para librarme de la tortura -respondí-. De los remordimientos… De la culpa.

Pompeyo cabeceó con escepticismo, como si hubiera oído hablar de aquellas emociones pero no las conociera personalmente.

– Pero ¿por qué tenías que matar tú a Numerio? -La pregunta contenía otra cuestión implícita: ¿se le había escapado algo obvio que lo había despistado?

– Numerio vino a mi casa aquella mañana para chantajearme.

– ¡Jamás! Numerio era mío. Sólo trabajaba para mí.

– Numerio trabajaba para sí mismo. Era un truhán, un chantajista. Tenía un documento… la prueba de una conjura para matar a César, un pacto firmado por los conspiradores. La primera firma era la de mi hijo. El documento había sido escrito por la mano de Metón. Hasta la sintaxis era suya. -Bajé los ojos.

– ¿Tu hijo? ¿El favorito de César?

– No sé por qué Metón se ha rebelado contra César ni cuándo. Numerio dijo que tenía otros documentos escondidos en alguna parte. Pedía dinero, mucho más del que yo podía pagar. Se negó a bajar el precio. Dijo que estaba a punto de salir de Roma. Si no pagaba, enviaría inmediatamente los documentos a César, que conoce la escritura de Metón tan bien como yo. Habría sido su fin. Debía tomar una decisión de inmediato.

Pompeyo curvó el labio superior.

– El garrote que rodeaba su cuello…

– Un recuerdo de una investigación anterior. Numerio esperó en el patio mientras yo iba a buscar el dinero al estudio. Pero en lugar del dinero cogí el garrote. El estaba a los pies de Minerva, dándome la espalda, silbando. ¡Qué arrogante! Era joven y fuerte. Dudaba de mi fuerza… pero no fue tan difícil como pensaba.

Otra bola de fuego pasó por encima de nosotros, tan cerca que me estremecí. Vi crecer la cólera en la cara de Pompeyo.

– ¿Qué pasó con el documento que te enseñó?

– Lo llevé a mi estudio y lo quemé en el brasero. Entonces fue cuando Davo salió al patio y encontró el cadáver.

– Así pues, ¿Davo sabía la verdad? ¿Durante todo este tiempo?

– ¡No! No le dije nada del chantaje ni del asesinato. No se lo dije a nadie, ni siquiera a mi hija, ni a mi esposa. Para protegerlas. Si lo hubieran sabido y tú hubieras sospechado… Aunque ésa no fue la razón principal. Fue la vergüenza, la culpa…

Había cerrado el círculo. ¿Cómo iba a esperar que un hombre como Pompeyo entendiera algo así? Matar a cientos, a miles de hombres en una batalla significaba gloria y agradaba a los dioses. Matar a un solo hombre era un homicidio, un crimen contra los cielos.

Yo había matado antes, pero siempre en defensa propia, cuando no había elección posible y era mi vida contra la del otro. Nunca por la espalda. Nunca a sangre fría. Cuando maté a Numerio, algo murió dentro de mí.

En secreto siempre me había imaginado mejor que otros hombres. Hombres como Pompeyo, César o Cicerón me mirarían sin duda por encima del hombro y se reirían de tanta presunción, pero yo siempre me había sentido orgulloso y contento de saber que, aunque los otros fueran más ricos, más poderosos o de mayor alcurnia, yo seguía siendo mejor. Gordiano liberaba esclavos y los adoptaba. Gordiano estaba por encima de la avaricia y de las pasiones vulgares que enviaban a los romanos «respetables» a los tribunales, donde eran despedazados como animales rabiosos. Gordiano no engañaba ni robaba, y apenas mentía. Gordiano distinguía el bien del mal por un infalible compás moral interno, y aun así se compadecía de aquellos que estaban entre dos aguas. Gordiano nunca mataría. Como había dicho Pompeyo, matar gente no era su estilo.

Y sin embargo, Gordiano había hecho eso precisamente, arrebatar la vida a otro hombre en su propia casa.

Al hacerlo había perdido lo que me diferenciaba de los demás hombres. Había perdido el favor de los dioses. Lo sentí en el momento en que Numerio Pompeyo caía sin vida a mis pies. En aquel instante el sol se ocultó tras una nube, el mundo se volvió más frío y oscuro.

Aquel momento me había llevado directa e inexorablemente a éste. Estaba preparado para todo lo que pudiera pasar después. Me sometía a las Parcas.

Davo estaba libre. Había visto a Metón vivo y con buena salud. Bethesda, Diana, Eco y sus hijos estaban a salvo, o al menos tan a salvo como podía estarse en un mundo deshecho. Si era verdad que Numerio tenía escondidos en alguna parte otros documentos que comprometían a Metón, lo único que lamentaba era no haber sido capaz de encontrarlos y destruirlos.

Junto con mi confesión, también había imaginado lo que seguiría. Había visto a Pompeyo llamando a sus esbirros para que me llevaran lejos de su presencia, pero desde luego no había imaginado que saltaría sobre mí como un animal salvaje, arañándome la cara. Me cubrí los ojos. El Magno me agarró por el pelo y golpeó mi cabeza contra el mástil. Me pitaron los oídos y sentí el sabor de la sangre. Me tiró contra la cubierta mientras gritaba y me propinaba salvajes puntapiés.

Sin saber cómo, conseguí ponerme en pie. Corrí a ciegas, tropezando y cayendo sobre rollos de cuerda, chocando con frías corazas, cortándome las mejillas, los brazos y los hombros con flechas y lanzas. En medio del humo y el vapor de agua, todos me miraban estupefactos. Estaban asustados, no por mí, sino por el demente que me perseguía. Todos los hombres del barco estaban en el filo de la espada de Marte, entre la vida y la muerte. Ver a su jefe presa de aquel incontrolado ataque de furia los llenaba de desazón.

Otra bola incendiaria pasó por encima del barco, rozando la vela principal y dejando un fleco de llamas en el borde superior. A los soldados les entró el pánico.

– ¡Soltadla! ¡Soltadla! -gritó Escribonio.

Los hombres treparon por el mástil con las dagas entre los dientes.

Unas manos me cogieron por los hombros. Di un respingo y vi que era Tirón.

– Gordiano, ¿qué has hecho? ¿Qué le has dicho?

A la luz de las llamas que había sobre nosotros vi a Pompeyo a menos de cinco pasos de distancia. Su expresión casi me heló la sangre. Al momento siguiente estaría lo bastante cerca para verme reflejado en sus ojos; vería reflejado un hombre muerto.

Me aparté de Tirón y eché a correr. Sin saber cómo me salieron alas, o al menos eso pensé. De lo contrario, ¿cómo podría explicarse que lograra saltar por encima de los hombres que estaban formados junto a la borda? Por un momento pensé que había calculado mal y que al caer quedaría ensartado en sus lanzas. La punta de una me dio en la espinilla y me rasgó hasta el hueso. Grité de dolor. Al cabo de un momento caía de cabeza en el agua, tan fría que el pulso pareció detenerse y el grito se me congeló en los labios.

Una poderosa corriente me empujó hacia el fondo del agua. Aquello era el fin. Neptuno, no Marte, me reclamaba. Mi crimen sería purificado por el agua, no por el fuego.

El frío era insoportable y la oscuridad infinita. La corriente me hizo girar de un lado para otro. Me levantaba como si fuera un juego, como si quisiera decirme que era inútil resistirse. Perdí todo sentido de la dirección. De repente, me sorprendió ver manchas relucientes encima de mí, como sábanas de llamas amarillas. ¿Acaso la corriente me había arrastrado al fondo del mar, a alguna fisura que daba directamente al Averno? Aquello parecía imposible, pues los sentidos me indicaban que iba hacia arriba, no hacia abajo. La fría corriente fue acercándome a las llamas, hasta que sentí el calor de un madero que ardía junto a mi cara.