Tras acabar conmigo, la mano de Neptuno me expulsaba de su reino. Salí a un vacío de fuego, ardiente, sin aire, y aspiré con desesperación una bocanada caliente.
Iba a ser purificado al mismo tiempo por el agua y el fuego.
TERCERA PARTE. Baco
23
Encorvado en una silla, al lado de la cama, Davo apoyaba la mejilla en las manos y me observaba. Me pregunté qué profundos pensamientos cruzarían su mente.
– Habla -dije.
Sólo por pronunciar la palabra pagué un precio exorbitante. Era como si tuviera gotas de plomo ardiendo en la garganta. Me entraron ganas de toser y me esforcé por no hacerlo. Toser me producía un dolor indescriptible, así que me limité a tragar saliva. Tragar saliva era también un tormento, pero un tormento soportable.
Davo inclinó la cabeza y frunció el entrecejo.
– Estaba pensando, suegro, que tendrás mucho mejor aspecto cuando vuelvan a crecerte las cejas.
Durante las horas interminables en que me había debatido entre la consciencia y la inconsciencia, me había fijado en un espejo de plata pulida que colgaba en una de las paredes. Era el único adorno de la habitación. Todavía no le había dicho a Davo que lo descolgara para poder contemplarme en él. Quizá era mejor así. Cerré los ojos y me deslicé en la oscuridad.
Cuando los abrí, Davo estaba en la misma postura que al principio.
Respiré por la nariz. Era como si tuviera las fosas nasales forradas de ampollas supurantes. Pero era menos doloroso que respirar por la boca.
– ¿Cuánto tiempo…? -Davo acercó la cabeza para oír mejor-. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que estuve despierto? -farfullé. El dolor de hablar me hacía derramar lágrimas. A pesar de todo, parecía algo menos doloroso que la vez anterior.
– Ayer -respondió Davo-. Ayer estuviste un rato despierto. Dijiste: «Habla.» Es todo lo que has dicho desde que te sacaron del puerto.
– ¿Y eso cuándo fue?
Davo contó con los dedos.
– Hace uno… dos… tres días.
Habían pasado tres días y no recordaba nada, ni siquiera sueños. ¡Nada! Salvo…
Agua interminable, negra y fría. Llamas. Humo. Una balsa. Bolas de fuego cruzando el cielo a toda velocidad. El hedor a pelo quemado y carne chamuscada. Hombres gritando. Una sacudida repentina. Rocas afiladas bajo el agua. Por fin el descanso, medio en el agua, medio fuera de ella. El cielo frío, negro e interminable, tachonado de estrellas, pero más iluminado a medida que salía de un sueño irregular… gris azulado, luego azul muy claro, después rosa pálido. Voces. Brazos levantándome.
«Es inútil -había dicho alguien-. ¿Para qué preocuparse? No es de los nuestros.»
«Ese grandullón lo conoce. Y el grandullón lleva plata en el bolsillo.»
Envuelto en una sábana. Cargado en un carro. Otros cuerpos en el carro… ¿vivos o muertos? Davo inclinado sobre mí, mirándome, con la cara casi irreconocible; nunca lo había visto llorar. Un viaje interminable con sacudidas y saltos, para llegar finalmente a una cama de suavidad inenarrable, en una habitación fresca, oscura y tranquila. Una voz femenina: «Si necesitas algo más…», y luego otra voz: «Podría comer algo.» La segunda era de Davo. Yo también tenía hambre, pero estaba demasiado débil para hablar y, cuando llegó la comida, el olor a carne chamuscada me provocó náuseas.
¿Qué más recordaba? La cara de Pompeyo, contraída por la rabia; la cara de Tirón, alarmada y perpleja. Traté de alejar ambas imágenes para ver otras caras. Bethesda, Diana…
– Metón -musité.
– No, soy yo. -Davo se inclinó sobre mí y sonrió, creyendo que lo confundía con mi hijo.
Negué con la cabeza.
– Pero ¿dónde…?
– Ah. -Davo lo entendió-. Está con César. Camino de Roma.
– ¿Cuándo?
– Partieron al día siguiente de la huida de Pompeyo. César pronunció un discurso en el foro de la ciudad, agradeció la ayuda de los ciudadanos, dejó una guarnición y tomó la via Apia hacia el norte. Metón iba con él. Eso fue hace tres días.
– ¿Viste a Metón?
– Sí, claro. ¿Quieres que te lo cuente? ¿Estás bien para escuchar? -Asentí con la cabeza-. De acuerdo. No había pasado media hora desde que te dejé y me encontré con Metón. Es muy fácil, porque siempre está al lado de César. ¡Cómo destaca con la capa roja! Los vi en la misma calle por la que bajamos al puerto con Pompeyo, la que sale del foro. Los guardaespaldas de César podrían haberme matado, pero hice lo que me dijiste y tiré la espada. Metón se alegró de verme. Le expliqué lo que habías hecho y que te habías ido con Pompeyo. César tenía prisa por alcanzar el puerto. Los ayudé a sortear las trampas y llegamos al muelle en el momento en que se hacía a la mar el último hombre de Pompeyo.
»Desde el final del muelle reconocí su barco, que empezaba a cruzar la bocana. Se lo señalé a Metón y él hizo lo propio a César. Vimos que resistía los ataques. Hubo un momento en que pareció tener graves problemas y viraba hacia la barrera sur. Recé una oración a Neptuno por tu salud. Era difícil ver algo debido a la oscuridad y al humo… pero habría jurado que vi a alguien saltar al agua. Metón no lo vio. Ni nadie más. Me dijeron que lo había imaginado, que nadie era capaz de distinguir nada parecido a semejante distancia. Pero estaba seguro. ¿Quieres un poco de agua?
Asentí con la cabeza. Davo alcanzó una jarra, sirvió agua en una taza de arcilla y me la puso en los labios. Yo tenía las manos cortadas y quemadas, pero ningún hueso roto. Tragar no fue tan doloroso como esperaba. El estómago se rebeló.
– Hambre -dije.
Davo asintió.
– Le diré a la cocinera que te prepare algo fácil de digerir, a lo mejor unas gachas frías. La comida de aquí es muy buena. O debería serlo, por lo que pagamos. La gente dice que es la mejor posada de Brindisi, pero para mi gusto hay demasiado pescado.
Le indiqué con la mano que siguiera con la historia.
– ¿Dónde estaba…? -continuó-. Ah, sí. El barco de Pompeyo. Consiguió cruzar la salida, aunque por los pelos. Deberías haber visto la cara de César, pensando que después de todo aún iba a capturar al Magno… Era como un buitre mirando la carroña. Pero al final, el barco de Pompeyo enfiló la bocana, con la suavidad de la boñiga que sale por el culo de la vaca. Y así con los demás barcos… todos menos dos que chocaron contra la barrera. César envió unas barcas para abordarlos y hacer prisioneros. Qué noche, suegro; todo era confusión, y Metón siempre en medio. -Davo hizo una mueca-. No estaba tan preocupado como esperaba… al enterarse de que te habías marchado con Pompeyo. Tenía esa expresión… ya sabes, que hace imposible imaginar qué está pensando, o al menos yo soy incapaz… Y dijo que quizá era mejor que te hubieras ido con Pompeyo y con Tirón.
»Me preguntó si pensaba volver a Roma con él, porque si lo hacía, debía tener la boca cerrada. No quería que César ni Marco Antonio supieran que te habías marchado de Roma con Pompeyo, al menos todavía. Supongo que la huida de su padre en un barco enemigo no iba a verse con buenos ojos. Le enseñé el dinero que me habías dado y le dije que no necesitaba su ayuda para volver a casa. Creo que se alegró de librarse de mí. Eso fue todo. Al día siguiente, después del discurso en el foro. César se marchó. Visto y no visto. Yo preferí quedarme unos días por aquí.