Bebí otro sorbo de agua.
– ¿Por qué?
– Porque estaba seguro de haber visto saltar a alguien del barco de Pompeyo… o de que habían empujado a alguien.
– Y pensaste que era yo. ¿Por qué?
– Fue una intuición. No puedo explicarlo, pero sabía que algo no iba bien. El hecho de que me dieras todo ese dinero, la forma en que hablabas, como si ya no tuvieras esperanzas de volver… -Cabeceó-. Tenía que asegurarme. Al día siguiente por la tarde decidí recorrer el puerto, empezando por la barrera sur de la bocana, porque era el punto al que más se había acercado el barco de Pompeyo. Había algunos hombres de César apostados allí vigilando la aparición de cuerpos arrastrados por las olas, para que no les robaran. Casi todos los que encontraban estaban muertos. Algunos tenían flechas clavadas. Otros estaban espantosamente carbonizados. La verdad es que… no esperaba encontrarte vivo. Cuando vi tu cara y abriste los ojos… -La voz le tembló y bajó los párpados.
Asentí con la cabeza.
– Entonces Metón no lo sabe.
– No. Cree que estás con Pompeyo. ¡Menuda sorpresa se llevara cuando lleguemos a Roma y te vea! Quizá entonces te hayan crecido las cejas.
Las gachas frías que trajeron de la cocina eran fáciles de tragar. Estaba hambriento, pero Davo se ocupó de que no comiera en exceso, ni muy deprisa.
Finalmente, reuní el valor suficiente para pedirle el espejo.
Después de todo, no estaba tan desfigurado. Las cejas habían desaparecido y el efecto no era muy favorecedor, pero no tenía grandes cicatrices ni quemaduras en la cara. Había tragado más agua, humo y vapores abrasadores de lo que puede considerarse saludable para un hombre; estaba cubierto de rasguños, quemaduras, ampollas y moraduras (sobre todo en el cuello, por donde me había agarrado Pompeyo), y tenía una herida asquerosa y purulenta en la espinilla, que me había hecho con la punta de una lanza al saltar del barco de Pompeyo. Deliraba y tenía fiebre cuando Davo me encontró, pero en cuanto la fiebre remitió, no tardé en recuperarme.
Algunos hombres en mi lugar habrían imaginado que los había salvado una mano divina en nombre de un destino especial. Yo, en cambio, me veía como un pececillo, demasiado pequeño para quedar atrapado en la red de Neptuno, o como una rama mojada que había sido arrojada a las calderas de Plutón y que había chisporroteado pero no había llegado a arder.
Estaba ansioso por volver a Roma. Y deseaba aún más ver de nuevo a Metón. En el campamento de César no había podido hablar con él con entera libertad. Había muchas cosas que quería contarle y preguntarle.
Evitamos el «atajo» de Tirón a través de las montañas y nos pusimos en camino por la via Apia, siguiendo los pasos de César, que viajaba a una velocidad que casi parecía imposible, dado el tamaño de su ejército. Aunque me esforcé, pronto comprendí que no podíamos mantener su ritmo ni mucho menos alcanzarlo. Tendría que esperar a llegar a Roma para volver a ver a Metón.
Al pasar por las ciudades que atraviesa la via Apia, unos días después que César, veíamos que en las tabernas, los mercados y las cuadras sólo se hablaba de aquello. Por dondequiera que aparecía, César era recibido con agradecimiento. Los magistrados locales juraban lealtad a su causa. Si había entre ellos algún partidario de Pompeyo, mantenía la boca cerrada.
El clima era agradable. En Benevento me volvió la fiebre y perdimos un día de viaje, pero aparte de esta contingencia llevábamos un buen ritmo. Entramos en Roma por la Puerta Capena al atardecer de las nonas de abril, el día quinto de este mes.
Diana se echó a llorar cuando vio a Davo. Bethesda se echó a llorar cuando me vio a mí. Mopso y Androcles no lloraron, sino que rieron con alegría. Metón sólo había ido una vez a ver a la familia, al día siguiente de llegar a Roma. Les había dicho que Davo estaba en camino, pero que yo había partido a Dyrrachium con Pompeyo. Mi llegada fue un acontecimiento inesperado para todos los interesados, incluso para mí, y mucho más agradable por ello mismo.
Había una cara menos en la casa, aunque los únicos que la añoraban eran quizá Androcles y Mopso. El guardaespaldas Cicátrix, apostado por Pompeyo para vigilar mi hacienda, había recibido órdenes claras de Metón: que se marchase para nunca más volver. Con su amo al otro lado del mar y César en
Roma, el esclavo había obedecido mansamente, feliz de conservar la cabeza. Nadie sabía adónde había ido.
Eco y su familia vinieron a casa aquella noche. Después de una bulliciosa cena, nos retiramos los dos al estudio y bebimos vino con agua hasta bien entrada la noche. Temía que me preguntara cómo había conseguido liberar a Davo y escapar de Pompeyo después; pero, al igual que el resto de la familia, parecía suponer que había recurrido a alguna treta. Por el momento seguiría ocultando la verdad sobre la muerte de Numerio y la traición de Metón.
Eco me puso al corriente de los últimos rumores que circulaban por el Foro. La noticia de la huida de Pompeyo, seguida casi de inmediato por la llegada de César, había originado en la ciudad convulsiones alternas de pánico y alegría. El Senado, o lo que quedaba de él, se había reunido a instancias de César en las calendas de abril. Qué había pedido exactamente César y cómo habían reaccionado los senadores era motivo de numerosas especulaciones, pero era obvio que no quedaba ningún senador con agallas o deseos de oponerse a que César estuviera en Roma.
Había rumores persistentes de que César aparecería en el Foro para dirigirse a la ciudadanía, pero hasta el momento no había sucedido. Quizá fuese porque temía una acogida hostil, incluso una revuelta. Las muestras de descontento habían comenzado cuando César había entrado por la fuerza en la cámara del tesoro sagrado del Templo de Saturno, que era el último recurso del pueblo ante posibles invasiones extranjeras. Aquellas reservas de lingotes de oro y plata se guardaban allí para ser utilizadas sólo en caso de una invasión bárbara, y nadie recordaba que se hubieran utilizado hasta entonces. Los ya exiliados cónsules habían discutido si recurrir al tesoro o no, y habían decidido dejarlo intacto. César se lo había llevado como si fuera un vulgar ladrón. Su excusa: que «el tesoro sagrado lo acumularon nuestros antepasados para que lo utilizáramos si los galos nos atacaban. Como yo personalmente, al conquistar las Galias, he eliminado la posibilidad de cualquier ataque, me llevo el oro». El tribuno Metelo trató de impedir el saqueo y bloqueó la puerta con su propio cuerpo. César le dijo: «Si no me queda más remedio, Metelo, ordenaré que te maten. Créeme, proferir esta amenaza me duele más que consumarla.» Metelo se apartó.
César había robado el tesoro sagrado y había amenazado a un tribuno que cumplía con su deber. A pesar de su continua retórica sobre negociar con Pompeyo y restaurar la Constitución, el mensaje estaba claro. César estaba dispuesto a saltarse cualquier ley que lo estorbara y a matar a cualquier hombre que se le opusiese.
¿Y Cicerón? César le había hecho una visita al pasar por Formies, camino de Roma. Le pidió que volviera a la ciudad y asistiera a las sesiones del Senado. Cicerón se negó con tacto y manifestó deseos de volver a su casa de Arpino para celebrar la puesta de la toga viril de su hijo, aunque fuera con retraso. Por el momento, César toleraba la neutralidad del senador. ¿Sería tan comprensivo Pompeyo si volvía a Italia a sangre y fuego? Pobre Cicerón, atrapado como el conejo de Esopo entre el león y la zorra.
– ¿Y tu hermano Metón? -pregunté-. Me han dicho que vino a ver a la familia al día siguiente de la llegada de César.
– Y no hemos vuelto a verlo -respondió Eco-. Está demasiado ocupado para despegarse de César, supongo. Si los rumores son ciertos, se marcharán dentro de poco. César va a dejar a Marco Antonio el gobierno militar de Italia y se dirigirá a Hispania para enfrentarse a las legiones que Pompeyo tiene allí.