Cabeceé.
– Tengo que ver a Metón antes de que se vaya.
– Claro, papá. César y sus hombres se alojan en la Regia. en pleno Foro. Como Pontífice Máximo, es su residencia oficial. Nos acercaremos mañana. Quiero estar allí para ver la cara de Metón… ¡Se sorprenderá tanto de verte como todos nosotros!
– No. Quiero ver a Metón a solas, en un lugar donde podamos hablar en privado. -Medité el problema y tuve una idea-. Le enviaré un mensaje esta noche para pedirle que nos veamos mañana.
– Muy bien. -Eco buscó un estilo y una tablilla de cera-. Dicta y yo lo escribiré.
– No, lo escribiré yo mismo.
Eco me miró con curiosidad, pero me dio el estilo y la tablilla. Escribí:
A Gordiano Metón, de su padre
Querido hijo:
He vuelto a Roma y estoy bien. Sin duda sentirás curiosidad por conocer mi peregrinación, como la siento yo por conocer la tuya. Búscame mañana al mediodía en la taberna Salaz.
Cerré la cubierta de la tablilla, até la cinta y la sellé con cera. Luego se la di a Eco.
– ¿Quieres encargarte de que un esclavo la entregue? Estoy tan cansado que apenas puedo mantener los ojos abiertos.
– Por supuesto, papá. -Eco miró la carta sellada y frunció el entrecejo, pero no hizo ningún comentario.
24
En contraste con la claridad de la calle, la lobreguez de la Taberna Salaz era casi impenetrable. Aquella oscuridad antinatural, interrumpida aquí y allá por el brillo pálido de las lámparas, me llenó de una vaga inquietud que fue creciendo hasta convertirse en una especie de pánico. Casi salí corriendo a la calle, pero entonces comprendí qué me recordaba: las frías y oscuras aguas del puerto de Brindisi bajo los maderos ardiendo. Respiré hondo, conseguí devolver la sonrisa al zalamero encargado y crucé la sala, golpeándome las rodillas con los bancos de madera. El lugar estaba casi vacío; sólo unos pocos clientes estaban inclinados sobre los jarros, bebiendo solos.
Anduve hasta el banco situado en el rincón más lejano de la sala. Era el mismo en que me había sentado la última vez que había estado en la taberna, con Tirón. Según el tabernero y el propio Tirón, también allí era donde solía sentarse Numerio Pompeyo para hacer sus sombrías gestiones. «Su rincón, lo llamaba él», me había dicho Tirón.
¿Vagaría el lémur de Numerio en las sombras de la Taberna Salaz? Durante mi última visita había sentido un escalofrío de inquietud al ocupar el banco en el que se había sentado y conspirado Numerio. Esta vez no sentí nada. De repente me di cuenta de que no había visto su rostro en sueños, ni había pensado mucho en él desde la noche en que se lo confesé todo a Pompeyo y salté de su barco con la esperanza de morir. Al matar a Numerio, mi supuesta y pomposa superioridad moral había muerto. También había muerto en Brindisi mi sentimiento de culpa. No estaba orgulloso, pero tampoco lo cuestionaba. Simplemente me había librado tanto de la autocomplacencia como de la autocensura. Era como un hombre sin dioses, dudando por siempre de sus sentimientos o creencias, de su lugar en el orden del universo.
Según un reloj de sol que había cerca de la taberna, había llegado un poco pronto. Gracias a la disciplina adquirida en el ejército, Metón fue puntual. Sus ojos eran más jóvenes que los míos y se adaptaron con mayor rapidez. Escrutó la oscuridad durante un momento, me vio y cruzó la habitación con paso firme, sin tropezar con un solo banco.
Era difícil descifrar su expresión en la oscuridad, pero había rigidez e inquietud en sus movimientos. Antes de que pudiéramos hablar, llegó el tabernero. Pedí dos jarros del mejor vino. Metón protestó y aseguró que nunca bebía tan pronto, así que llamé de nuevo al tabernero y le dije que sirviera agua también.
Metón sonrió.
– Esto se está convirtiendo en una costumbre, papá… el que aparezcas cuando menos se te espera. Lo último que supe…
– Es que me dirigía hacia Dyrrachium con Pompeyo en persona -lo interrumpí-. Davo dijo que la noticia no te entristeció especialmente.
Dio un gruñido.
– Si quieres saber mi opinión, no me pareció justo que ocuparas el lugar de Davo. No lo entendía del todo. ¿Matan a un pariente de Pompeyo, éste te obliga a buscar al asesino y se lleva a Davo como rehén? -Cabeceó-. Extraña y mezquina actitud para ser el Magno. Es evidente que se ha vuelto loco.
– Fue bastante más complicado, Metón. ¿No te dijo Davo el nombre del muerto?
– No.
– Era un joven llamado Numerio Pompeyo.
Incluso con aquella débil luz vi que el rostro de Metón se tensaba.
– ¿Te dice algo el nombre?
– Quizá.
El tabernero trajo dos jarros de vino y una jarra de agua.
– Metón, la víspera de la partida de Pompeyo, Numerio vino a casa y me enseño un documento, una especie de pacto, escrito por ti… y con tu estilo. También aparecía tu firma y la de unos cuantos. Debes de saber a qué me refiero.
Metón pasó el dedo por el borde del jarro.
– ¿Numerio tenía ese documento?
– Sí.
– ¿Qué ha sido de él?
– Lo quemé.
– Pero ¿cómo…?
– Se lo quité. Trató de chantajearme, Metón. Amenazó con enviar el documento a César y dejar al descubierto tu participación en la conjura para matar a tu general.
Metón volvió la cara para ocultar los ojos, pero vi la línea tensa de su boca y la cicatriz que le habían hecho en Pistoria.
– ¿Y lo mataron?
– No salió de mi casa vivo.
– Lo hice por ti, Metón.
Dejó caer los hombros y se removió con inquietud. Cogió el jarro y lo vació. Meneó la cabeza.
– Papá, nunca supuse que…
– Numerio me dijo que tenía otros documentos igualmente comprometedores, también escritos por ti. ¿Es verdad? ¿Hay más documentos?
– Papá…
– Contéstame.
Metón se secó la boca.
– Sí.
– ¡Metón, Metón! ¡Por Hércules! ¿Cómo has podido ser tan descuidado? ¿Cómo has dejado que esos documentos fueran a parar a manos de semejante individuo? Numerio me dijo que los tenía escondidos. Registré… Quería destruirlos, pero no los encontré. -Suspiré-. ¿Qué pasó con el plan, Metón? ¿Acaso los demás no tuvieron valor para llevarlo a cabo? Sé que tú no lo perdiste; puedes ser cualquier cosa menos cobarde. ¿Fue imposible ejecutarlo? ¿Todavía planeas hacerlo? ¿O has cambiado de idea? -No contestó-. ¿Por qué te has vuelto contra él después de tantos años? ¿Finalmente lo has visto tal como es?
Los hombres como César y Pompeyo no son héroes, Metón. Son monstruos. Llaman «honor» a su soberbia y su ambición, y para satisfacer ese «honor» son capaces de destruir el mundo. -Solté un gruñido. Pero ¿quién soy yo para juzgarlos? Todo hombre hace lo que debe para proteger su porción de mundo. ¿Qué diferencia hay entre acabar con pueblos y ejércitos enteros y matar a un solo hombre? Las razones de César y las mías se diferencian sólo en el grado. Las consecuencias y el sufrimiento siempre salpican a los inocentes.
– Papá…
– Quizá estuviste demasiado cerca de él, Metón. La intimidad puede convertirse en resentimiento. La gente dice que tú y él… ¿Te ofendió de alguna manera? ¿Fue al romper… fue una pelea de enamorados?
– Papá, no es lo que crees.
– Pues cuéntamelo.
Negó con la cabeza.
– No puedo explicarlo.
– No importa. Lo importante es esto: mientras César siga vivo y esos documentos estén en alguna parte, corres un grave peligro. Si se encuentran y alguien se los lleva…
– Papá. ¿qué pasó en el barco de Pompeyo cuando estaba en el puerto de Brindisi?
– Lo que Davo te contó. Me cambié por él diciéndole a Pompeyo que sabía quién había matado a Numerio. Cuando estábamos en medio de la batalla, Pompeyo exigió que se lo contara. Y así lo hice. Se lo conté todo. Se puso como un animal rabioso. Yo había subido a su barco, sabiendo que no bajaría vivo. Pero salté al agua y sobreviví, y Davo me encontró al día siguiente.