Выбрать главу

Volví al patio. Minerva parecía sonreír con sorna mientras yo golpeaba la vasija contra las piedras. Se rompió limpiamente en dos partes y apareció la vejiga con la forma de la jarra. Alisé cuidadosamente las arrugas y la inflé soplando. La brillante capa de aceite hacía que las letras de cera parecieran todavía calientes y flexibles, como si Metón acabara de escribirlas. El mensaje empezaba al principio de la vejiga e iba rodeándola en espiral, por lo que tenía que ir girándola mientras leía:

Papá, en cuanto hayas leído este mensaje, destrúyelo. No debería escribirte de ninguna de las maneras, pero no puedo permitir que sigas creyendo algo que es mentira; la verdad siempre te ha importado mucho. No he dejado de ser leal a C. Sigo siéndolo, a pesar de lo que quizá oigas. La conjura fue una farsa. Los documentos que N obtuvo eran falsos, ideados con el conocimiento de C y a instancias suyas. Le fueron entregados deliberadamente a N a través de un intermediario de su confianza. La intención era que N se los pasara a P, creyendo que eran auténticos, para convencerle de que yo y otros éramos hostiles a C y sensibles al soborno de la oposición. Así podríamos infiltrarnos en los círculos más importantes del enemigo. Pero en lugar de dárselos a P, N decidió utilizarlos en beneficio propio. Nunca pensé que fuera capaz de hacerte chantaje y arrastrarte al engaño. Cuando pienso en lo que hiciste para protegerme, me siento avergonzado. Sé lo contrario a tu naturaleza que es semejante acto. Aun así, que confesaras a P la parte que yo desempeñaba en la conspiración ficticia ha hecho más para convencerlo de mi deslealtad a C que mis planes originales. Gracias a ti, mi misión es por fin factible. Perdona estas crudas frases. Escribo con prisa. Si no quieres perderme, destruye este mensaje al momento.

Había una posdata en una esquina, escrita en letra tan pequeña que me dolieron los ojos al descifrarla:

La noche antes de que C cruzara el Rubicón, soñó que cometía incesto con su madre. Creo que el sueño era un mensaje de los dioses: para alcanzar su destino, se vería empujado a cometer actos terribles de impiedad. Escogió el destino por encina de la conciencia. Eso mismo me ha pasado a mí, papá. Por cumplir con mi deber he deshonrado al hombre que me liberó de la esclavitud y me hizo hijo suyo. Te he ocultado secretos. Te he dejado creer una mentira. Soy un hijo impío. Pero al igual que C tuve que elegir, y una vez se ha cruzado el Rubicán, no hay vuelta atrás. Perdóname, papá.

Releí el mensaje entero, lentamente, para asegurarme de que lo entendía. Luego lo llevé al brasero del estudio. El aceite y la carne de cerdo desprendieron un olor que me recordaba a Brindisi.

El crimen que había cometido, creyendo que salvaba a mi hijo, sólo había servido para arruinar sus planes secretos.

La confesión que hice a Pompeyo, creyendo que purgaba mi conciencia, había servido para que Metón siguiera con sus planes.

El mundo creía que mi hijo había huido a Masilia por haber traicionado a César, cuando en realidad era un espía infiltrado en lo más profundo del campo enemigo. ¿Corría menos peligro de lo que yo pensaba, o más?

Volví al patio, me senté y miré a Minerva. Había pedido sabiduría y me la había concedido. Pero en lugar de simplificar las cosas, cada nuevo retazo de conocimiento hacía del mundo un lugar aún más desconcertante.

En la parte delantera de la casa oí a Bethesda y a Diana, que volvían del mercado de pescado. Las llamé en voz alta. Al poco rato aparecieron en el patio.

– Hija, trae a Davo. Mujer, envía a buscar a Eco. Ya es hora de que esta familia celebre una reunión. Ya es hora de que le cuente a mi familia… la verdad.

Pasó abril. El mes de mayo trajo cielos despejados y la suave luz del sol. Los árboles volvieron a la vida. Creció la hierba por doquier y asomaron flores silvestres entre las losas del suelo. La llegada de la primavera trajo la ilusoria sensación de que los espantosos horrores de la guerra se alejaban.

De la Galia Narbonense llegó la noticia de que Masilia había cerrado las puertas a César, que había dejado allí oficiales para que la sitiaran mientras él seguía su periplo hacia Hispania. Los soldados veteranos del Foro discutían sobre cuánto duraría el sitio. Los masilienses eran obstinados, gente muy orgullosa. Algunos pensaban que podían tener a raya a un ejército con facilidad durante todo el tiempo que fuera necesario, hasta que llegaran los hombres de Pompeyo.

Otros decían que la Fortuna estaba con César y que el sitio acabaría con la ciudad, no en unos meses, sino en unos días. ¿Podrían entonces los masilienses esperar la misma clemencia que César había demostrado en Italia o simplemente arrasaría la ciudad, mataría a sus defensores y vendería como esclavos a los supervivientes? Traté de no imaginar qué le sucedería a un espía desenmascarado en circunstancias tan desesperadas, o tomado por enemigo por los de su propio bando.

Una mañana, mientras bajaba por la Rampa con Mopso y Androcles, la perfección de aquel día de primavera desterró todos los pensamientos sombríos. Mi ánimo ascendía con la brisa cálida y soleada. Movido por un súbito impulso, decidí cumplir una misión que había estado eludiendo desde mi vuelta.

Cruzamos el Foro sin detenernos. No quería oír rumores de catástrofes que estropearan mi buen humor. La dosis diaria de miedo y caos podía esperar a mejor momento.

Los muchachos no preguntaron adónde íbamos. No les importaba. Estar fuera de casa, vagando por la ciudad en una mañana tan sublime, ya era suficiente recompensa. Los vendedores anunciaban sus mercancías a voces. Los esclavos llevaban cestos al mercado. Las matronas abrían las ventanas para dejar entrar el dulce y suave aire de la primavera.

Llegamos al barrio de las Carinas, al pie del Esquilmo, y pasearnos por las tranquilas calles hasta la casa azul y amarilla en que vivía Mecia. La corona negra del luto todavía estaba en la puerta. Mi buen humor vaciló, pero respiré hondo y di a la puerta unos educados golpes con el pie.

Por la mirilla asomó un ojo. Antes de que tuviera tiempo de decir mi nombre, la puerta se abrió de par en par.

Mopso y Androcles lanzaron gritos de alegría. El júbilo me sorprendió casi tanto como ver a Cicátrix, cuya estatura doblaba la mía.

El corazón me dio un brinco, dispuesto a encajar la última jugada de los dioses. ¿Acaso sin darme cuenta había ido a entregarme a Némesis, que se me aparecía disfrazada de un sicario de Pompeyo? Pero la idea era absurda, una reacción culpable a la corona negra. A menos que una red secreta de mensajeros le hubiera transmitido instrucciones directas de Pompeyo, Cicátrix no sabía nada de mi crimen. Y Mecia tampoco.

Me aclaré la garganta.

– Así que has venido a parar aquí. -Era comprensible. Los demás parientes de Pompeyo habían abandonado la ciudad.

Cicátrix enarcó una ceja y se le torcieron las cicatrices de la cara.

– Hasta que el Magno regrese.

Di un gruñido por todo comentario.

Cicátrix me miró con ceño, pero cuando bajó la vista hacia Mopso y Androcles, no pudo evitar sonreír.

– Pero dejé a estos dos espías para que ocuparan mi lugar. -Se agachó y boxeó en broma con ellos. Los muchachos le devolvían los golpes, muertos de risa.

– Cicátrix, ¿quién es? -La voz salió de dentro.

El gigantón se irguió rápidamente.

– Una visita, señora. Gordiano. -Se hizo a un lado y Mecia apareció en el vestíbulo.

La luz del atrio enmarcaba su esbelta figura y ponía una aureola a su fina estola azul y al abanico abierto que formaba su cabello. La primera vez que la vi, con aquellos ojos verdes y aquella piel cremosa, sin maquillaje ni adornos, me había parecido hermosa. Esta vez me quitó el aliento. Era principalmente la sonrisa lo que la transformaba. De hecho, era la primera vez que la veía sonreír.