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– ¡Gordiano! Cicátrix me dijo que habías partido para Dyrrachium con Pompeyo.

Miré de reojo a Cicátrix.

– Un rumor falso -repuse-. Hay muchos circulando por ahí estos días.

– Entra. En cuanto a tus esclavos…

– Creo que les gustaría quedarse con Cicátrix… si eso no entorpece sus obligaciones.

– Claro que no. Pueden ayudarlo a vigilar la puerta.

Pasamos al atrio. Donde habían estado las andas con el cadáver de Numerio ahora sólo había sol. A través de las columnas del pórtico se veía el patio, el corazón de la casa; también vi una mujer sentada entre arbustos en flor.

– ¿Tienes visita, Mecia? Si molesto…

– No; me alegro de que hayas venido. Nos sentaremos en el patio y charlaremos un rato… El día es demasiado hermoso para hacer otra cosa. Pero antes quiero hablar contigo en privado. -Me condujo a una salita contigua al atrio y bajó la voz-. Antes de que lo echaran de tu casa, Cicátrix oyó decir a tu hijo que te habías ido con Pompeyo.

– Un malentendido.

– Pero ¿fuiste a Brindisi?

– Sí.

– ¿Y viste a Pompeyo?

– Lo vi.

Mecia vaciló.

– ¿Descubriste por qué mataron a mi hijo?

Respiré hondo. Puede que Pompeyo acabara contándoselo, si es que volvía vivo a Roma alguna vez… pero yo no podía decirle a Mecia toda la verdad. Sin embargo, sí podía responder a su pregunta.

– Sí, sé por qué mataron a Numerio. Verás, estaba tratando de chantajear a alguien, utilizando información que debería haber pasado directamente a Pompeyo.

– ¿Y el oro que encontré?

– Es probable que ya hubiera chantajeado a otros.

– Sabía que tenía que ser algo así. Pero no fue Pompeyo quien…

Negué con la cabeza.

– No. Pompeyo no tuvo nada que ver con la muerte de tu hijo.

– Bueno. -Suspiró-. Eso era lo que más temía, que Numerio hubiera traicionado a Pompeyo y éste lo hubiera descubierto. Si mi hijo fue un traidor, y Pompeyo lo mandó matar por eso… podría soportarlo todo menos una vergüenza así.

– Entonces es mejor que no vuelvas a pensar en ello, Mecia. No puedo decirte quien mato a Numerio… pero se con toda certeza que no fue Pompeyo. Tu hijo no fue tan leal al Magno como debiera haber sido, pero tampoco lo traicionó.

– Gracias, Gordiano. Me consuelas. -Me rozó la mano y me ruboricé.

Mecia se dio cuenta.

– Necesitas tomar algo fresco, Gordiano. Ven al patio. Estamos bebiendo vino con miel.

Me condujo por un pasillo, atravesamos el pórtico y salimos a la luz del sol. La otra mujer estaba de espaldas. Llevaba una estola de matrona y el cabello peinado al estilo de Mecia. Miró por encima del hombro. Al principio no reconocí su cara sonriente. Contuve el aliento cuando advertí que se trataba de Emilia.

Mecia se sentó a su lado y se cogieron de la mano. Un esclavo trajo otra silla y nie sirvió una copa de vino, lo cual agradecí. Mi cara estaba aún enrojecida y tenía la boca seca. Había ido allí dispuesto a ver a la madre de Numerio, no a su amante.

Las dos parecían estar de un humor envidiable, cogidas de la mano y sonriendo como benditas. Quizá sólo era el buen tiempo, me dije. Quizá el vino con miel. Pero ¿por qué Emilia vestía como una mujer casada? Cuando me fijé en los pliegues de su estola, noté una hinchazón reveladora en su vientre.

Emilia vio mi cara y sonrió.

– Conservas el niño -dije, con una voz que apenas era un susurro.

Se acarició el vientre con orgullo.

– Sí.

– Pero ¿cómo? Pensé que…

– Mi madre insistió al principio en que me deshiciera de él. Pero Mecia quería que lo tuviera. Después de todo, es el hijo de Numerio. Mecia fue a ver a mi madre. No fue fácil, pero entre las tres encontramos la solución.

– Ideamos una pequeña fábula -explicó Mecia-. Numerio y Emilia se habían casado en secreto, a espaldas de todos… ¿Por qué no? Nadie puede decir que sea mentira. Incluso hice que registraran oficialmente los esponsales con un soborno ridículamente barato. Como viuda de Numerio, no hay razón porla que Emilia no pueda tener a su hijo. Por eso vive ahora en esta casa como nuera mía. Y cuando Pompeyo, el padre de Emilia, mi hermano y sus hijos vuelvan… -Sus ojos se empañaron y se le quebró la voz-. Cuando vuelvan, no se alegrarán especialmente de lo sucedido, pero no tendrán más remedio que aceptarlo. Suspiró-. Estas cosas son mucho más fáciles de arreglar cuando los hombres están fuera.

Asentí en silencio. ¡Otra conspiración! Más engaños, más secretos, más intrigas… pero para salvar vidas, no para destruirlas. En el vestíbulo se oían las risas de Mopso y Androcles y las sonoras carcajadas de Cicátrix. Era una alegría contagiosa. Mecia acarició el vientre de Emilia y las dos se echaron también a reír.

Bebí un sorbo de vino con miel y oí el eco de las risas de los dioses.

Nota del autor

La historia de los primeros días y meses de la guerra civil romana procede de varias fuentes. Entre ellas hay dos documentos que no podrían ser de tendencias más diferentes: la versión de César, con su fría e interesada perspectiva, y la fascinante serie de cartas que Cicerón escribió durante los sucesos, que son auténticos despachos redactados en el centro de la vorágine. Donde los críticos de Cicerón ven debilidad y vacilaciones, los simpatizantes ven dudas hamletianas.

Somos afortunados por tener algunas de las cartas que recibió Cicerón durante aquel período, incluyendo mensajes de César y Pompeyo. También contamos con un puñado de cartas cada vez más descontentas, anteriores a la pérdida de Corfinio, escritas por Pompeyo a Lucio Domicio y a los cónsules.

Hay más detalles, proporcionados por historiadores antiguos, como Apiano y Dión Casio, por biógrafos como Suetonio y Plutarco, y por el poeta Lucano, en La Farsalia, su epopeya sobre la guerra. En el viaje de Gordiano y Tirón es posible que los lectores vean ecos de Horacio, Sátiras, I, 5, que describe un viaje de Roma a Brindisi.

El Vitruvio que Gordiano conoce en las afueras de Brindisi es, naturalmente, Marco Vitruvio Polión. Por algunos pasajes de su famoso tratado de arquitectura, Vitruvio parece que fue ingeniero militar de César en la campaña africana. Su participación en el asedio de Brindisi es una conjetura mía.

Los mensajes de Cicerón interesándose por la salud de Tirón en Patrás figuran entre sus cartas más famosas. El papel que desempeñan aquí esas cartas y Tirón es otra conjetura.

El curioso método de Sila de enviar mensajes secretos ha llegado a nosotros a través de un autor del siglo II, Polieno, que reunió tales «estratagemas» en un compendio que lleva este título y que dedicó a Marco Aurelio. Es presunción mía que el mismo Sila se jactara del incidente en sus (por desgracia perdidas) memorias.

En este libro no he intentado dar una explicación detallada de las causas de la guerra civil romana, diabólicamente complicadas y discutidas. Para los lectores con apetito maquiavélico, hay dos libros que profundizan en los detalles políticos de la antigua república con muy diferentes interpretaciones: The Last Generation of the Roman Republic, de Erich S. Gruen (University of California Press, 1974), y The Education of Julius Caesar, de Arthur D. Kahn (Schoken Books, 1986). Una explicación más sucinta (aunque decididamente partidaria de César) de los sucesos que llevaron al conflicto se puede encontrar en las primeras nueve páginas de la introducción de Jane F. Gardner a la edición de los Comentarios de la guerra civil publicada por Penguin.

Mi búsqueda de información transcurrió básicamente en la Doe Library, de la Universidad de California en Berkeley. Mi más profundo agradecimiento a Penni Kimmel, por su lectura atenta del primer borrador, y a Terri Odom por leer las galeradas. Gracias también, por su apoyo firme y su ánimo, a mi agente Alan Nevins y a mi editor Keith Kahla. También quiero dar las gracias a Rick Solomon, y renovar la dedicatoria que le escribí al principio de la década anterior en Sangre romana: