Cicerón caminaba alrededor del brasero, proyectando negras sombras en las paredes. De repente se detuvo y llamó a un esclavo. Le dio instrucciones en voz baja, lo despidió y siguió paseando. Parecía haberse olvidado de mí.
De pronto volvió a detenerse y me dirigió una mirada inquisitiva.
– ¿Es posible que haga treinta años que nos conocemos, Gordiano?
– Treinta y uno.
– El juicio de Sexto Roscio. -Asintió con la cabeza-. ¡Éramos muy jóvenes! Y valientes. A la manera de los jóvenes, porque no conocen otra mejor. Yo, Marco Tulio Cicerón, llevé ante los tribunales al dictador Sila… ¡y le gané! Lo pienso ahora y me pregunto cómo pude estar tan loco. Pero no era locura. Era valentía. Vi una terrible equivocación y la forma de corregirla. Sabía del peligro que corría y seguí adelante, porque era joven y pensaba que podía cambiar el mundo. Ahora… ahora me pregunto si podría volver a ser tan valiente. Me temo que soy demasiado viejo, Gordiano. He visto demasiadas cosas, he sufrido demasiado…
En mi recuerdo personal, los motivos de Cicerón nunca habían sido tan puros como él los pintaba, más bien estaban coloreados por una ambición sin límites. ¿Era valiente? Sí, había corrido riesgos… y había sido recompensado con fama, honor y riquezas. También es cierto que la diosa Fortuna no siempre le había sonreído; había sufrido fracasos y humillaciones, sobre todo en los últimos años. Pero también había sido la causa de que otros sufrieran mucho más que él. Cuando era cónsul, había enviado hombres a la muerte sin juzgarlos siquiera, con la excusa de proteger el Estado.
¿Podía un hombre llegar en política tan lejos como Cicerón sin mancharse las manos? Quizá no. Lo que me contrariaba era su empeño en presentarse como inmaculado campeón de la virtud y la razón. No era una pose; era la imagen que tenía de sí mismo. Su constante tendencia a justificarse me había exasperado, incluso enfurecido a menudo. Pero ahora, en la temible oscuridad que se cernía sobre Roma, sin más alternativa que dos jefes militares, Cicerón ya no me parecía tan mal sujeto.
– ¿Puedes creerlo? -añadió cabeceando-. ¿Puedes creer que vuelva a ocurrir? ¿Que tengamos que soportar la misma locura otra vez? Comenzamos con una guerra civil y terminaremos con otra. Pasa una generación y la gente olvida. ¿De verdad no recuerdan cómo fue la guerra entre Sila y sus enemigos? ¡ La misma Roma sitiada y saqueada! ¡Y el horror que siguió cuando Sila se proclamó dictador! Tienes que acordarte, Gordiano. Estabas aquí. Viste las cabezas empaladas del Foro… hombres honrados y respetables, perseguidos y asesinados por sicarios; sus propiedades embargadas y entregadas a los favoritos de Sila, y sus familias empobrecidas y caídas en desgracia. Sila se libró de sus enemigos («purificar el Estado», lo llamaba él), hizo unas cuantas reformas y luego se echó atrás y devolvió el poder al Senado. Desde entonces he pasado todas las horas de todos los días luchando para impedir una catástrofe semejante. Y a pesar de todo… aquí estamos. La República está a punto de derrumbarse. ¿Ha sido realmente inevitable? ¿No había manera de impedirlo?
Yo tenía la boca seca. Ojalá se le ocurriera ofrecerme vino. -Pompeyo y César aún están a tiempo de arreglar sus diferencias.
– ¡No! -Negó con la cabeza-. Es posible que César envíe mensajes de paz y finja que está dispuesto a parlamentar, pero es un truco para poder decir después: «Hice todo lo posible para conservar la paz.» En el momento en que pasó el Rubicón se desvaneció toda esperanza de paz. En la parte más alejada del río había un magistrado que tenía legalmente el mando de las legiones romanas. Una vez que cruzó el puente con hombres armados, se convirtió en un bandido que capitaneaba un ejército invasor. Ahora la única manera de replicarlo es oponerle otro ejército.
– Algunos piensan -dije con cautela- que las esperanzas de paz se desvanecieron poco antes de que César cruzara el Rubicón, exactamente el día que el Senado aprobó el consultum ultimum y expulsó de la ciudad a Marco Antonio, el amigo de César. Fue como si declararan a César enemigo del Estado. Tú hiciste lo mismo con Catilina cuando eras cónsul. Sabemos cómo terminó Catilina. ¿Puedes culpar a César por reunir sus tropas y hacer el primer movimiento?
Cicerón me miró con expresión sombría. El viejo antagonismo que había entre nosotros empezaba a asomar.
– Hablas como un cesarista, Gordiano. ¿Es el partido que has elegido?
Fui al brasero y me calenté las manos. Había llegado el momento de cambiar de conversación.
– Lamento la enfermedad de Tirón. Me han dicho que todavía está en Grecia. ¿Sabes algo de él? ¿Está mejor?
Cicerón pareció desconcertado por el cambio de tema.
– ¿Tirón? ¿Por qué…? ¡Ah, claro! Tirón y tú seguisteis siendo amigos, aunque tú y yo dejáramos de serlo. Sí, creo que está algo mejor.
– ¿Qué enfermedad tiene?
– Fiebre continua, malas digestiones, debilidad. No puede levantarse de la cama, mucho menos viajar.
– Siento oír eso. Debes de echarlo mucho de menos en estas circunstancias.
– Es el hombre en quien más confío en este mundo. -Hizo una breve pausa-. ¿Es la razón de tu visita, Gordiano? ¿Preguntar por Tirón?
– No.
– ¿Cuál es entonces? Seguro que no es el deseo de ver a tu viejo amigo y cliente Cicerón lo que te ha hecho salir solo esta noche, sin la compañía de tu musculoso yerno.
– Sí, sin la compañía de mi yerno -dije con voz queda, recordando la expresión de Diana y la cara de Davo cuando se lo llevaban los hombres de Pompeyo-. Me he enterado de que Pompeyo ha venido a verte hoy; y antes que él, su pariente Numerio.
Cicerón torció el gesto.
– ¡Esos malditos guardias de la puerta! No pueden mantener la boca cerrada.
– Los guardias no me han dicho nada. Fue Pompeyo en persona. Después de salir de aquí fue a mi casa. Eso mismo había hecho antes Numerio. Primero vino a verte a ti y luego a mí.
– ¿Y qué pasa?
– Numerio no salió de mi casa. Lo mataron en mi patio.
Cicerón se quedó atónito. Fue una reacción exagerada. Recordé que era un orador acostumbrado a actuar para las filas más alejadas de las multitudes y era propenso a exagerar por la fuerza del hábito.
– ¡Pero eso es terrible! ¿Cómo fue?
– Estrangulado.
– ¿Por quién?
– Eso le gustaría saber a Pompeyo.
Echó la cabeza atrás y arqueó las cejas.
– Ya veo. Al viejo sabueso le han dado otro rastro que olfatear.
– El primer sitio al que me lleva es a tu casa.
– Si crees que hay alguna relación entre la visita de Numerio y… lo que le pasó después, es absurdo.
– Sin embargo, tú has sido la última persona con la que habló y, aparte de mí, una de las últimas en verlo vivo. ¿Lo conocías bien?
– ¿A Numerio? Bastante bien.
– Por tu tono deduzco que no te importaba mucho. Cicerón se encogió de hombros. Una vez más, el gesto me pareció exagerado. ¿Qué pensaba realmente?
– Era simpático. Un joven encantador. Es lo que diría mucha gente. La niña de los ojos de Pompeyo.
– ¿Por qué vino a verte esta mañana?
– Me traía noticias de Pompeyo. «El Magno se va al sur. El Magno dice que todo el que se considere amigo de la República ha de hacer lo mismo inmediatamente.» Esa era la noticia.
– Suena casi a amenaza -dije-. A ultimátum.
Cicerón me miró con cautela, pero no dijo nada.
– ¿Y después se fue? -añadí.
– No inmediatamente. Hablamos un rato… sobre el estado de la ciudad y todo eso. Pompeyo no ha dicho a todos sus aliados que se marchen enseguida. Se quedarán unos cuantos cónsules y algunos magistrados, para que haya una especie de esqueleto de gobierno y así evitar que la ciudad se suma en el caos. Aun así, el erario se cerrará, los banqueros huirán, todo quedará en suspenso… -Meneó la cabeza-. Hablamos un rato y luego se marchó.