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Volví al Impala y le dije a Skip lo que había hecho. Volví a colocar la bombilla y cuando abrí la puerta, la luz iluminó el interior del coche. Cerré la puerta y crucé la calle.

Llevaba la pistola metida entre la cinturilla de mis pantalones, la culata sobresalía, la pistola cruzaba la parte delantera de mi cuerpo y estaba colocada por si tenía que empuñarla. Habría preferido llevarla en una funda junto a mi cadera, pero no tuve elección. Al caminar, se movía, así que cuando estuve en la penumbra en uno de los laterales de la iglesia, saqué la pistola y la llevé en la mano. Pero tampoco quería que estuviera al descubierto, así que volví a ponerla donde la había tenido antes.

El tramo de escaleras era empinado. Tenía unos escalones de cemento y una verja de hierro oxidado que caía sobre el muro contiguo. Estaba claro que se habían soltado unos cuantos tornillos. Bajé los escalones y sentí cómo iba adentrándome en la oscuridad. Había una puerta al final de la escalera. Busqué a tientas hasta que encontré el pomo y dudé una vez que puse la mano en él. Escuché detenidamente, intentaba oír algo dentro.

Nada.

Giré el pomo, empujé la puerta hacia adentro lo justo como para asegurarme de que no estaba cerrada con llave. Luego la cerré y llamé a la puerta.

Nada.

Volví a llamar. En esta ocasión oí movimiento dentro y una voz gritó algo ininteligible. Volví a girar el pomo y crucé el umbral de la puerta.

El tiempo que había pasado en la profunda oscuridad de la escalera me había beneficiado. En el sótano se filtraba un poco de luz procedente de las ventanas de la parte delantera y mis pupilas se habían dilatado lo suficiente como para ver bien. Me encontraba en una habitación que debía de medir unos nueve metros por quince. Había sillas y mesas por el suelo. Cerré la puerta detrás de mí y me quedé junto a un muro, en la penumbra.

Una voz dijo:

– ¿Devoe?

– Scudder -dije yo.

– ¿Dónde está Devoe?

– En el coche.

– No importa -dijo otra voz. No podía identificar ninguna de las voces como la misma que había oído por teléfono. Aquella había sido enmascarada y, al parecer, ahora lo estaban haciendo también. No parecían ser de Nueva York, pero tampoco tenían un acento muy particular de ningún otro lado.

El primero en hablar dijo:

– ¿Traes el dinero, Scudder?

– Está en el coche.

– Con Devoe.

– Con Devoe -asentí.

Seguían siendo dos las únicas voces que se oían. Una estaba al fondo de la habitación, y la otra a su derecha. Podía situar su posición gracias a sus voces, pero la oscuridad los envolvía y uno de ellos sonaba como si pudiera estar hablando desde detrás de algo, como de una mesa colocada en vertical o algo parecido. Si hubiera podido verlos, podría haber sacado mi arma y dispararlos en caso necesario. Por otro lado, era más que posible que ellos ya tuvieran armas apuntándome y que hubieran podido abatirme antes de que me sacara la pistola de los pantalones. E incluso, aunque yo disparara antes y les diera a los dos, podría haber más tipos armados ocultos entre las sombras que me llenarían de agujeritos antes de que ni siquiera supiera que estaban allí.

Además, yo no quería disparar a nadie. Lo único que quería era hacer el cambio del dinero por los libros y largarme de allí.

– Dile a tu amigo que traiga el dinero -dijo uno de ellos. Me pareció que esa voz sí que era la del teléfono porque hablaba con un acento más suave, como del sur-. A menos que quiera que le entreguemos los libros a la Hacienda Federal.

– Él no quiere que hagáis eso -dije-, pero tampoco se va a meter en un callejón sin salida.

– Continúa.

– Antes de nada, encended una luz. No queremos tratar esto en la oscuridad.

Se oyeron unos susurros y luego mucho movimiento. Uno de ellos le dio a un interruptor que había en la pared y un fluorescente instalado en el centro del techo se encendió. La luz parpadeó, como ocurre siempre que se está encendiendo un fluorescente.

Yo también parpadeé. Por un momento pensé que eran jipis o montañeros. Luego me di cuenta de que estaban disfrazados.

Dos de ellos eran más bajos que yo y delgados. Ambos llevaban barbas y unas pelucas horribles que además de cubrirles el pelo, les cubrían la frente y la forma de la cabeza. Entre el cogote y el comienzo de la barba, cada uno llevaba un antifaz ovalado sobre los ojos y la parte alta de la nariz. El más alto de los dos, el que había encendido la luz, tenía una peluca amarillo cromo y un antifaz negro. El otro, medio oculto por una mesa con sillas colocadas encima, lucía una peluca marrón oscura y un antifaz blanco. Ambos tenían barbas negras y el más bajo sostenía una pistola.

Con la luz encendida, creo que los tres nos sentíamos vulnerables, casi desnudos. Sé que yo sí me sentía así y por sus posturas se podía apreciar que ellos también tenían la misma sensación. El de la pistola no estaba apuntándome directamente a mí, pero tampoco se podía decir que estuviera apuntando en otra dirección. La oscuridad nos había protegido a los tres, pero ahora estábamos expuestos.

– El problema es que nos tenemos miedo -le dije yo-. Vosotros tenéis miedo de que cojamos los libros sin daros el dinero. Y nosotros tenemos miedo de que nos timéis y no nos deis nada a cambio del dinero, que nos volváis a chantajear con los libros o que se los vendáis a otros.

El alto sacudió la cabeza.

– Es un único trato.

– Tanto para vosotros como para nosotros. Os pagamos una vez y eso es todo. Si habéis hecho copias de los libros, libraos de ellas.

– No hay copias.

– Bien -dije-. ¿Tenéis los libros aquí? -El más bajo, el de la peluca oscura, le dio una patada a una bolsa azul marino, como esas bolsas que dan en la lavandería. Su socio la levantó y la volvió a dejar en el suelo. Les dije que podía ser cualquier cosa, que podía ser ropa sucia y que tenían que enseñarme lo que contenía la bolsa.

– Cuando veamos el dinero -dijo el alto-, verás los libros.

– No quiero examinarlos. Simplemente sacadlos de la bolsa antes de que le diga a mi amigo que traiga el dinero.

Se miraron. El de la pistola se encogió de hombros. Movió la pistola para apuntarme mientras el otro deshacía un nudo y sacaba unos libros de contabilidad parecidos a los que había visto en la mesa de Skip.

– Vale -dije-. Encended y apagad la luz tres veces.

– ¿A quién quieres hacer señas?

– A los guardacostas.

Intercambiaron miradas y el que estaba junto al interruptor apagó y encendió la luz tres veces. El fluorescente parpadeaba a ritmo entrecortado. Los tres nos quedamos allí esperando; ese tiempo pareció casi una eternidad. Me preguntaba si Skip había visto la señal, me preguntaba si ese rato que había estado solo en el coche le había servido para tranquilizarse.

Entonces lo oí en las escaleras y junto a la puerta. Le grité que entrara. La puerta se abrió y entró con el maletín en la mano.

Me miró y a continuación vio a los dos con sus barbas, sus pelucas y sus antifaces.

– ¡Jesús! -dijo.

Yo dije:

– Dos de nosotros cubrirán con las pistolas y los otros dos harán el intercambio. Así nadie podrá timar a nadie y los libros y el dinero pasaran de una mano a otra a la vez.

El más alto, el que estaba junto al interruptor de la luz, dijo:

– Hablas como si fueras todo un experto en esto.

– Lo he estado planeando. Skip, te cubro. Trae el maletín, ponlo a mi lado. Bien. Ahora tú y uno de nuestros amigos podéis colocar una mesa en el centro y apartar el resto de muebles.

Los dos hombres se miraron; el más alto le dio una patada a la bolsa para pasársela a su compañero y luego se acercó a mí. Me preguntó qué quería que hiciese y le puse a él y a Skip a colocar los muebles.

– No sé qué va a decir el sindicato de esto -dijo. La barba escondía su boca y el antifaz cubría sus ojos, pero pude notar que estaba sonriendo.