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– Ahí -dijo. Cerró la caja fuerte, giró la rueda de la combinación y tiró de la puerta para asegurarse de que la caja había quedado cerrada-. Perfecto -dijo-. Ahora déjame que te invite a una copa.

Salió del despacho y se metió detrás de la barra. Sirvió dos copas del mismo güisqui que habíamos tomado en el coche.

– A lo mejor te apetecía más burbon -dijo-. No lo he pensado. Y tampoco se me ha ocurrido antes cuando he comprado la botella.

– No pasa nada.

– ¿Seguro? -Se alejó un poco y escondió la pistola en alguna parte detrás de la barra. El camarero que tenía trabajando aquella noche se acercó porque quería hablar con él, así que se apartaron y conversaron unos minutos. Skip volvió, se terminó su copa y dijo que quería meter su coche en el garaje antes de que se lo llevara la grúa, pero que volvería en unos minutos. Me dijo también que si quería, podía acompañarlo.

– Ve -le dije-. Creo que yo me voy a ir a casa.

– ¿Hoy vas a acabar pronto la noche?

– No sería mala idea.

– No. Bueno, si cuando vuelva ya te has ido, te veo mañana.

No me fui a casa directo. Primero me pasé por algunos bares. No fui al Armstrong's.

No me apetecía hablar con nadie. Y tampoco quería emborracharme. No estoy seguro de lo que quería.

Estaba saliendo del Polly's Cage cuando vi pasar por la Cincuenta y Siete un coche que se parecía al Buick de Tommy. No me fijé mucho en la persona que iba detrás del volante. Caminé tras él y vi que se detuvo en una zona de aparcamiento en medio de la siguiente manzana. Para cuando el conductor salió y cerró el coche, yo ya estaba lo suficientemente cerca como para ver que se trataba de Tommy. Llevaba una chaqueta, una corbata y cargaba con dos paquetes. Uno, en forma de abanico, parecía un ramo de flores.

Lo vi entrar en el apartamento de Carolyn.

Por alguna razón, fui hasta la acera de enfrente del edificio y me quedé allí. Localicé su ventana, o la que creía que era su ventana. Tenía la luz encendida. Me quedé allí un rato, hasta que la luz se apagó.

Fui a una cabina de teléfono y marqué el 411. La teleoperadora de información me dijo que efectivamente aparecía una Carolyn Cheatham con la dirección que yo le había dado, pero que el número de teléfono no había sido facilitado. Volví a llamar, hablé con otra teleoperadora y seguí el procedimiento que emplea un policía para conseguir un número que no figura en la guía. Me lo dieron y lo anoté en mi libreta, en la misma página en la que tenía mi estúpido boceto de las orejas. La verdad es que eran unas orejas bastante corrientes, no tenían nada de especial. Pasarían totalmente desapercibidas.

Eché una moneda de diez centavos y marqué el número. Sonaron cuatro o cinco tonos y, entonces, ella lo cogió y dijo «hola». No sé que más me esperaba oír. No dije nada, ella volvió a decir hola una segunda vez y colgó.

Sentía tensión en la espalda y en los hombros. Quería meterme en una pelea. Quería golpear algo.

¿De dónde venía toda esa rabia? Quería subir allí, apartarlo de ella y golpearlo en la cara, pero, ¿qué coño me había hecho él? Hacía unos días había estado furioso con él por haberla desatendido. Y ahora me había enfurecido por no hacerlo.

¿Estaba celoso? Pero, ¿por qué? Si yo no estaba interesado en ella.

Debía de estar loco.

Volví y me fijé en la ventana. La luz seguía apagada. Una ambulancia que venía por Roosevelt aceleró en la Novena Avenida; la sirena no paraba de gemir. Música rock resonaba dentro de un coche esperando a que el semáforo cambiara. Entonces el coche salió a toda prisa, la sirena de la ambulancia se desvaneció en la distancia y, por un momento, la ciudad pareció sumirse en un absoluto silencio. Pero ese silencio se perdió en cuanto fui consciente de todos los sonidos de fondo que nunca llegan a desaparecer del todo.

Me vino a la mente aquella canción que Keegan me había puesto. No la canción entera. No me salía la melodía y no recordaba más que algunos fragmentos de la letra. Decía algo sobre una noche de poesía. Sí, algo así. Y algo sobre saber que estás solo cuando el antro sagrado cierra.

De camino a casa, me paré a comprar unas cervezas.

19

La comisaría del Distrito 6 se encuentra en la calle Diez Oeste, entre Bleecker y Hudson, en el Village. Años antes, cuando estuve allí haciendo un turno, se encontraba en un edificio mucho más ornamentado al oeste de la calle Charles. Ahora ahí se han construido pisos de una cooperativa y el edificio se llama el Gendarme.

La nueva comisaría es un edificio feo, de nueva construcción que jamás podrá ser convertido en un bloque de pisos. Estuve allí un rato el martes por la mañana, pasé por delante del mostrador de recepción y fui directo al despacho de Eddie Koehler. No tuve que preguntar, ya sabía dónde estaba.

Levantó la vista de un informe que estaba leyendo y me miró.

– Lo malo de esa puerta -dijo- es que cualquiera puede entrar.

– Tienes buen aspecto, Eddie.

– Bueno, ya sabes. Vida sana. Siéntate, Matt.

Me senté y charlamos un poco. Recordamos viejos tiempos. Cuando la pequeña charla llegó a su fin, él dijo:

– Has venido a verme porque pasabas por aquí, ¿verdad?

– Es que me he acordado de ti y he pensado que necesitarías un sombrero nuevo.

– ¿Con este tiempo?

– A lo mejor un sombrero panamá. Los sombreros de paja te protegen bien del sol.

– O a lo mejor un salacot. Pero en ezte barrio laz chicaz ze burlarían de mí -dijo ceceando.

Saqué mi libreta.

– Un número de matrícula -dije-. Pensé que tal vez podrías decirme algo.

– ¿Quieres que llame al registro de vehículos?

– Primero comprueba la lista de coches birlados.

– ¿De qué se trata? ¿Ha habido un atropello y el conductor se ha dado a la fuga? ¿Tu cliente quiere saber quién lo ha atropellado para sacarle pasta a cambio de presentar cargos contra él?

– Tienes mucha imaginación.

– ¿Me traes un número de matrícula y directamente quieres que la busque entre las matrículas de coches robados? Joder. ¿Cuál es el número?

Se lo dicté. Él lo anotó y se levantó de su escritorio.

– Tardaré un minuto -dijo.

Mientras estuvo fuera, yo estuve mirando los dibujos que había hecho de las orejas. Las orejas sí que se diferencian mucho unas de otras. Lo que pasa es que tienes que entrenarte para poder fijarte bien en ellas.

No tardó mucho. Volvió y se dejó caer en su silla.

– En la lista de los coches birlados no aparece -dijo.

– ¿Podrías mirar en el registro de vehículos?

– Podría, pero no tengo que hacerlo. Los coches no se anotan en la hoja tan rápidamente. He llamado y, sí, el coche es robado, pero entrará en la lista la semana que viene. Llamaron anoche para denunciarlo; lo robaron por la tarde o cuando empezó a anochecer.

– Me lo imaginaba -dije.

– Un Mercury del 73, ¿no? ¿Un sedán, azul oscuro?

– Eso es.

– ¿Es eso lo que querías saber?

– ¿Dónde lo robaron?

– En Brooklyn. En Ocean Parkway, en una zona bastante alejada.

– Tiene sentido.

– ¿Sí? ¿Por qué?

Sacudí la cabeza.

– No es nada -dije-. Creí que el dato del coche sería importante, pero si es robado no nos lleva a ninguna parte. -Cogí mi cartera, saqué veinticinco dólares, el precio que suele costar un sombrero en la jerga policial. Puse los billetes sobre la mesa. Él los cubrió con la mano, pero no los cogió.

– Ahora yo tengo una pregunta que hacerte -dijo.