– «Hey, Joe, ¿quieres tirarte a mi hermanita?» -dije yo intentando reproducir un acento puertorriqueño.
– Tío, te sale fatal el acento puertorriqueño. Pero tienes una ligera idea. Ella trabaja unas dos semanas, sabes, se harta y coge un avión de vuelta a la isla. Y esta es la historia de Mickey el chulo.
En ese momento necesitó otra copa y yo estaba listo para tomarme otra cerveza. Le dijo al camarero que nos trajera una bolsa de plátanos fritos y al abrirla la rajó, de modo que el contenido se salió y cayó sobre la barra. Sabían como a una mezcla entre patatas fritas y virutas de madera.
Me dijo que el problema del Ratón Mickey era que se esforzaba demasiado en demostrar algo. En el instituto había demostrado que era un machito yéndose a Manhattan con unos colegas a patearse las calles del West Village en busca de homosexuales a los que dar una paliza.
Ella dijo:
– Él era el cebo, ¿sabes? Pequeño y guapo. Y luego cuando conseguían al tipo, se volvía como loco, casi quería matarlo. Los tíos que iban con él al principio decían que tenía valor, pero luego empezaron a decir que no tenía sesos. -Sacudió la cabeza-. Así que jamás me lo he llevado a casa -dijo ella-. Es mono, pero eso desaparece en cuanto apagas la luz, ¿sabes? No creo que me hubiera hecho mucho bien. -Me tocó la barbilla con una uña pintada-. No quiero a un hombre que sea demasiado mono, ¿me entiendes?
Fue una insinuación, pero supe que no quería caer en ella. El darme cuenta de eso produjo una oleada de tristeza en mi interior que surgió de la nada. No tenía nada que ofrecerle a esa mujer y ella no tenía nada para mí. Ni siquiera sabía su nombre; si nos habíamos llegado a presentar, no lo recordaba. Y, de todos modos, no creo que lo hiciéramos. Los únicos nombres mencionados habían sido Miguelito Cruz y el Ratón Mickey.
Yo mencioné otro, el de Ángel Herrera. Ella no quería hablar de Herrera. Dijo que era simpático. Que no era tan mono y, tal vez, no tan listo, pero que quizá eso fuera mejor. Sin embargo, no quiso hablar de Herrera.
Le dije que me tenía que ir. Dejé un billete sobre la barra y le pedí al camarero que le mantuviera el vaso lleno. Ella se rió, bien burlándose de mí o porque le hacía gracia la situación. No lo sé. Su risa sonaba como si alguien estuviera tirando un saco de cristales rotos por una escalera. Esa risa me siguió hasta la puerta y hasta la calle.
20
Cuando volví a mi hotel, había un mensaje de Anita y otro de Skip. Primero llamé a Syosset, hablé con Anita y con los niños. Hablamos de dinero y le dije que había recibido una paga y que pronto le enviaría algo. Hablé con mis hijos sobre béisbol y sobre el campamento al que irían en poco tiempo.
Llamé a Skip al Miss Kitty's. Otra persona respondió el teléfono y esperé hasta que él se puso.
– Quiero reunirme contigo -dijo-. Esta noche trabajo, ¿quieres pasarte luego?
– Vale.
– ¿Qué hora es? ¿Las nueve menos diez? ¿Llevo aquí menos de dos horas? Pues me parece como si llevara cinco. Matt, lo que voy a hacer es cerrar sobre las dos. Pásate sobre esa hora y nos tomamos algo.
Vi el partido de los Mets. Jugaban fuera de la ciudad. En Chicago, creo. Tenía los ojos fijados en la pantalla, pero no podía tener la mente puesta en el partido.
Me quedaba una cerveza de la noche anterior. Me la bebí durante el partido, pero ni siquiera eso me animó. Cuando el partido acabó, vi casi la mitad del informativo, apagué la tele y me tumbé en la cama.
Tenía una edición en rústica de Las vidas de los santos y busqué a santa Verónica. Leí que no se sabía con certeza que hubiera existido, pero que se suponía que había sido una mujer de Jerusalén que secó el sudor de la cara de Cristo con un paño mientras él estaba sufriendo en su camino hacia el Calvario y que en ese mismo paño se quedó marcada una imagen de su rostro.
Me imaginé la escena que le había dado veinte siglos de fama y tuve que reírme. La mujer que yo estaba viendo, la que alargaba la mano para secar la frente de Cristo, tenía la misma cara y el mismo peinado que Veronica Lake.
El Miss Kitty's estaba cerrado cuando llegué y por un momento pensé que Skip lo había mandado todo a la mierda y se había ido a casa. Luego vi que los cierres metálicos, aunque estaban echados, no tenían el candado echado y que por detrás de la barra se veía una bombilla de pocos vatios encendida. Corrí el cierre unos treinta centímetros, llamé a la puerta y él vino y me abrió; luego volvió a echar los cierres y giró la llave de la puerta.
Parecía cansado. Me dio una palmadita en el hombro, me dijo que se alegraba de verme y me llevó al final de la barra, a la zona más apartada de la puerta. Sin preguntar, me sirvió una buena copa de Wild Turkey y llenó su vaso hasta arriba de güisqui escocés.
– El primero del día -dije yo.
– ¿Sí? Estoy impresionado. Pero claro, hace solamente dos horas y diez minutos que ha empezado el día.
Negué con la cabeza.
– Es la primera copa desde que me he levantado. He tomado cerveza, pero tampoco demasiada. -Le di un buen trago a mi copa de burbon.
– Sí, bueno, yo también soy así -dijo él-. Hay días en los que no bebo. Incluso tengo días en los que no bebo más que cerveza. ¿Sabes lo que es? Para ti y para mí, el beber es algo que nosotros decidimos hacer. Es una elección.
– Hay mañanas en las que no me parece que beber sea mi elección más inteligente.
– ¡Joder! Cuenta. Pero de todos modos, sigue siendo una elección para nosotros. Es la diferencia entre tú y yo, y un tipo como Billie Keegan.
– ¿Tú crees?
– ¿Tú no? Matt, ese hombre siempre está bebiendo. Quiero decir, acuérdate de anoche. El resto de nosotros, vale, somos bebedores, pero anoche nos lo tomamos con calma, ¿no? Porque unas veces es apropiado, pero otras no. ¿Tengo razón o no?
– Supongo.
– Lo de tomarse las copas luego es otra historia, porque luego uno quiere relajarse. Pero es que Keegan ya estaba borracho antes de llegar allí, ¡por el amor de Dios!
– Pero al final resultó ser el héroe.
– Sí, imagínate. Ah, por cierto, lo de la matrícula, ¿has…?
– Robado.
– Mierda. Bueno, ya nos lo imaginábamos.
– Sí.
Le dio un trago a su copa.
– Keegan -dijo- tiene que beber. En mi caso, yo podría dejarlo en cualquier momento. No lo hago porque me gusta la sensación que me produce. Pero podría dejarlo cuando quisiera y supongo que a ti te pasa lo mismo.
– Oh, creo que sí.
– Claro que sí. Pero Keegan, no sé. No me gusta decir que es un alcohólico…
– Es muy fuerte llamarle eso a un hombre.
– Estoy de acuerdo contigo. No estoy diciendo que lo sea y bien sabe Dios que ese tipo me cae muy bien, pero creo que tiene un problema. -Se estiró-. A la mierda. Podría estar vagabundeando por Bowery perfectamente. Ojalá el coche no hubiera sido robado. Vamos detrás, vamos a echarnos un rato a relajarnos.
En el despacho, con las dos botellas de güisqui sobre el escritorio en medio de los dos, él se recostó en su silla y puso los pies encima.
– Has comprobado la matrícula -dijo-, así que supongo que ya te has puesto a trabajar en ello.
Yo asentí.
– También he ido a Brooklyn.
– ¿Adónde? ¿No será adonde estuvimos anoche?
– A la iglesia.
– ¿Y qué creías que podías averiguar allí? ¿Crees que alguno se dejó la cartera en el suelo?
– Nunca se sabe lo que puedes encontrar, Skip. Tienes que mirar por todas partes.