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Pero sí que tenía esas anotaciones sobre el Ratón Mickey y sobre su adolescencia en la que se había dedicado a dar palizas a homosexuales en el Village. Hay muchos jóvenes de clase trabajadora que se dedican a ese deporte y que seguro que actúan sintiendo verdadera ira y demostrando su masculinidad, sin darse cuenta de que al hacerlo están intentando matar una parte de ellos mismos que no se atreven a reconocer. En ocasiones rinden más de lo esperado, y acaban lisiando y matando a un hombre gay. Yo había hecho algunas detenciones en esa clase de casos y en una ocasión los chicos se habían quedado impresionados al descubrir que se habían metido en un problema de verdad, al descubrir que los polis no estaban de su parte y que no se librarían después de lo que habían hecho.

Empecé a guardar mi libreta, pero luego me levanté y eché diez centavos en el teléfono. Busqué el número de Drew Kaplan y lo llamé. Pensé en la mujer que me había hablado del Ratón Mickey y me alegré de no tener que ver su llamativa ropa en una mañana como aquella.

– Scudder -dije, cuando la chica me puso con Kaplan-. No sé si esto ayudará, pero tengo una pequeña prueba para demostrar que nuestros amigos no son del coro de la iglesia.

Después, fui a dar un largo paseo. Caminé por la Novena Avenida y me paré en Miss Kitty's para saludar a John Kasabian, aunque no me quedé mucho rato. Entré en una iglesia en la calle Cuarenta y Dos y luego continué por el centro de la ciudad, pasé por delante de la entrada trasera de la terminal de autobuses de Port Authority y atravesé Hell's Kitchen y Chelsea en dirección al Village. Caminé por el Meatpacking, me paré en un bar de carniceros que había en la esquina de Washington con la Trece y allí me quedé un rato entre hombres con delantales ensangrentados que bebían copas y luego cervezas. Salí afuera y vi grandes piezas de ternera y corderos suspendidos de ganchos de acero, con moscas zumbando alrededor de ellos bajo el calor del mediodía.

Caminé un poco más y me resguardé del sol, tomándome algo en el Corner Bistro, en Jane con la Cuarta, y luego en el Cookie Bar en Hudson. Me senté en una mesa en el White Horse y me tomé una hamburguesa con una cerveza.

Durante todo ese tiempo no dejé de darle vueltas a la cabeza.

Juro por Dios que no sé cómo alguien puede descubrir algo, yo incluido. Puedo ver una película en la que alguien explica cómo descubrió algo, cómo fue enlazando las pruebas hasta que apareció la solución, y a medida que escucho me parece que tiene todo el sentido del mundo.

Pero en mi trabajo eso no suele pasar. Cuando estaba en la policía, la mayoría de mis casos se solucionaban, si es que eso sucedía, de una o dos maneras. O yo no conocía la respuesta hasta que algún dato se hacía evidente repentinamente, o yo sabía desde el principio quién había hecho qué y lo único que necesitaba entonces eran pruebas suficientes para demostrarlo ante un tribunal. En el diminuto porcentaje de casos en los que fui yo el que los resolvió, lo hice mediante un proceso que no entendía entonces y que sigo sin entender ahora. Tomaba lo que tenía, lo observaba, lo observaba y lo observaba y, entonces, de repente, veía lo mismo, pero con una nueva luz, y a partir de ese momento tenía la respuesta en mi mano.

¿Alguna vez habéis hecho un rompecabezas? ¿Y os habéis quedado atascados por un momento, habéis cogido piezas y las habéis sostenido en distintas posiciones hasta que al final habéis cogido una pieza que probablemente ya habíais tenido cientos de veces entre vuestros dedos, una que habíais estado probando y colocando en distintas posiciones? Y entonces resulta que esa pieza ahora ha encajado; encaja en un sitio en el que jurarías que habías probado hacía un minuto, encaja a la perfección, encaja de un modo que debería haber resultado obvio desde el principio.

Estaba en una mesa en el White Horse, una mesa en la que alguien había grabado sus iniciales; una mesa marrón oscura con el barniz desgastado por todas partes. Me había terminado mi hamburguesa, me había terminado mi cerveza y estaba bebiendo una taza de café con un poco de burbon. Fragmentos de imágenes revoloteaban por mi cabeza. Oí a Nelson Fuhrmann hablar sobre la gente con acceso al sótano de su iglesia. Vi a Billie Keegan sacar un disco de su chaqueta y ponerlo sobre el plato. Vi a Bobby Ruslander colocarse el silbato azul entre sus labios. Vi al pecador de peluca amarilla, a Frank o a Jesse, accediendo de mala gana a mover los muebles. Vi El hombre del amanecer con la enfermera Fran, fui con ella y sus amigas al Miss Kitty's.

Hubo un momento en que no tenía la respuesta y hubo otros en que sí.

No puedo decir que hiciera algo para que ocurriera. No hice nada. Seguí cogiendo piezas del puzle, seguí dándoles la vuelta y, de pronto, ya tenía todo el rompecabezas con una pieza enganchándose a la siguiente sin problema y encajando en su sitio de manera infalible.

¿Había pensado en todo eso la noche antes, con todos mis pensamientos desenmarañados como el tapiz de Penélope? No lo creo, aunque en eso consisten las pérdidas temporales de memoria, en que nunca podré decir con certeza una cosa u otra. Sin embargo, casi me parecía que había sido así. A medida que las respuestas me venían a la mente, resultaban tan obvias… Justo como ocurre con los puzles, que una vez que las piezas encajan, no puedes creerte que no lo hubieras visto antes. Todo me parecía tan obvio que sentí que estaba descubriendo algo que ya sabía de antes.

Llamé a Nelson Fuhrmann. Él no tenía la información que yo quería, pero su secretaria me dio un número de teléfono y pude contactar con una mujer que respondió algunas de mis preguntas.

Me dispuse a llamar a Eddie Koehler y entonces me di cuenta de que estaba solo a algunas manzanas del Distrito 6. Caminé hacia allí, lo encontré sentado en su escritorio y le dije que tenía la oportunidad de ganarse el resto del sombrero que le había comprado el día anterior. Realizó algunas llamadas de teléfono sin levantarse de su mesa y cuando lo dejé allí me fui con más anotaciones en mi libreta.

Hice algunas llamadas desde una cabina telefónica de la esquina, luego fui hacia Hudson y tomé un taxi en dirección al norte. Me bajé en la esquina de la Onceava Avenida con la calle Cincuenta y Uno, y caminé hacia el río. Me detuve enfrente del Morrissey's, pero no llamé a la puerta ni al timbre. En lugar de eso, me tomé un momento para leer el cartel del grupo de teatro. El hombre del amanecer había terminado su breve temporada. Para la noche siguiente había pendiente una obra de John B. Keane. El hombre de Clare, se llamaba. Había una fotografía del actor que interpretaba el papel principal. Tenía un pelo rojo con aspecto áspero y un rostro inquietante, cargado de angustia.

Intenté abrir la puerta que daba al teatro. Estaba cerrada con llave. Llamé y cuando nadie respondió, volví a llamar varias veces más. Al rato, se abrió.

Una mujer muy baja de veintitantos años levantó la vista hacia mí.

– Lo siento -dijo-. La taquilla se abrirá mañana por la tarde. Ahora mismo estamos escasos de personal, estamos con los ensayos finales y…

Le dije que no había ido a comprar entradas.

– Solamente quiero unos minutos -dije.

– Eso es lo que quiere todo el mundo, pero no tengo tanto tiempo -dijo, como si un dramaturgo le hubiera escrito esa frase-. Lo siento -dijo luego con total naturalidad-. Tendrá que ser en otro momento.

– No, tiene que ser ahora.

– Dios mío, ¿pero qué es esto? No eres policía, ¿verdad? ¿Pero qué hemos hecho? ¿Acaso le debemos dinero a alguien?

– Trabajo para el tipo de ahí arriba -dije indicando con mi mano-. Le gustaría que cooperaras conmigo.

– ¿El señor Morrissey?

– Llama a Tim Pat y pregúntale, si quieres. Me llamo Scudder.

Desde la parte trasera del teatro, alguien con un marcado acento irlandés gritó:

– ¡Mary Jean! ¡Me cago en Dios! ¿Qué te está entreteniendo tanto?