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– No -dijo él-. Tenías que hacerlo.

– Ahora sabe que su mejor amigo lo odia a muerte. -Me giré y miré hacia el Pare Vendôme-. Vive en un piso alto -dije-. Espero que no decida saltar por la ventana.

– El no es de esos.

– Supongo que no.

– Tenías que decírselo -dijo Billie Keegan-. ¿Qué vas a hacer? ¿Dejar que siga pensando que Bobby es su amigo? Esa clase de ignorancia no puede hacer ningún bien. Lo qué tú has hecho ha sido como sajarle un forúnculo. Ahora mismo duele y jode, pero la herida se curará. Si lo hubieras dejado, habría ido a peor.

– Supongo.

– Dalo por hecho. Si Bobby se hubiera librado esta vez, habría hecho algo más. Habría insistido hasta que Skip se hubiera enterado porque no ha sido suficiente sangrarle con lo del dinero, Bobby también quería restregárselo por las narices. ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Sí.

– ¿Tengo razón?

– Probablemente. Billie, quiero oír esa canción.

– ¿Eh?

– El antro sagrado… corta el cerebro en pedazos. La canción que me pusiste.

– Last Call.

– ¿No te importa?

– Hey, venga, sube. Nos tomaremos algo.

La verdad es que no bebimos mucho. Fui con él a su apartamento y puso la canción unas cinco o seis veces para mí. Charlamos un poco, pero, sobre todo, escuchamos el disco. Cuando me fui, me volvió a decir que había hecho lo correcto al desenmascarar a Bobby Ruslander. Sin embargo, yo no estaba tan seguro de ello.

24

El día siguiente dormí hasta tarde. Aquella noche estuve en Sunnyside Gardens en Queens con Danny Boy Bell y dos amigos suyos del norte de la ciudad. Había un peso medio en el cartel, un chico de Bedford-Stuyvesant que los amigos de Danny Boy tenían interés por ver. Ganó su combate fácilmente, pero yo no creo que él demostrara mucho.

Al día siguiente fue viernes y yo estaba almorzando tarde en el Armstrong's cuando Skip entró y se tomó una cerveza conmigo. Venía del gimnasio y estaba sediento.

– Jesús, hoy me he sentido muy fuerte -dijo él-. Toda la ira se va directa a los músculos. Podría haber levantado el techo del local. ¿Matt? ¿Lo traté con condescendencia?

– ¿Qué quieres decir?

– Toda esa mierda de que lo hice mi actor mascota. ¿Eso era verdad?

– Creo que simplemente estaba buscando un modo de justificar lo que hizo.

– No lo sé -dijo-. Tal vez sí que hago lo que él dijo. ¿Recuerdas que te molestaste cuando pagué tu cuenta del bar?

– ¿Y?

– A lo mejor con él hice lo mismo. Pero a mayor escala. -Se encendió un cigarrillo y tosió fuerte. Tras reponerse, añadió: -Que lo jodan, ese tío es un cerdo. Ya está. Me voy a olvidar de esto.

– ¿Qué otra cosa puedes hacer?

– Ojalá lo supiera. Me devolverá el dinero cuando sea rico y famoso; esa parte me gustó. ¿Hay algún modo de que podamos recuperar el dinero de los otros dos cabrones? Sabemos quiénes son.

– ¿Con qué puedes amenazarlos?

– No lo sé. Con nada, supongo. La otra noche nos reuniste a todos para un consejo de guerra, pero lo hiciste solo para tener a todo el mundo a mano cuando pusieras la pista sobre Bobby, ¿verdad?

– Me pareció una buena idea.

– Sí. Pero en lo que respecta a celebrar un consejo de guerra, o como quieras llamarlo, y encontrar un modo de forzar por medio de amenazas a esos actores y recuperar el dinero…

– No lo veo claro.

– No, yo tampoco. ¿Qué voy a hacer? ¿Atracar a los atracadores? No es mi estilo. Y el tema es que se trata únicamente de dinero. Quiero decir, eso es todo lo que es. Tenía ese dinero en el banco, un dinero que no me estaba aportando nada, y ahora no lo tengo, así que, ¿qué cambia eso en mi vida? ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Creo que sí.

– Ojalá pudiera olvidarme de esto -dijo-, porque no hago más que darle vueltas y vueltas a la cabeza. Ojalá pudiera olvidarlo.

Aquel fin de semana tenía a mis hijos conmigo. Iba a ser nuestro último fin de semana juntos antes de que se fueran al campamento. Los recogí en la estación de tren el sábado por la mañana y los volví a dejar en el tren el domingo por la noche. Recuerdo que vimos una película y creo que pasamos la mañana del domingo recorriendo Wall Street y el Fulton Fish Market, pero eso también pudo haber ocurrido cualquier otro fin de semana. Me resulta difícil distinguirlos en mi memoria.

Pasé la noche del domingo en el Village y no regresé a mi hotel hasta casi el amanecer. El teléfono me despertó de un sueño frustrante, un ejercicio en acrofobia; intentaba descender de una peligrosa pasarela y no podía alcanzar el suelo.

Cogí el teléfono. Una voz bronca dijo:

– Bueno, no es cómo pensaba qué iría, pero al menos no tenemos que preocuparnos de perderlo en los tribunales.

– ¿Quién es?

– Jack Diebold. ¿Qué pasa contigo? Suenas como si estuvieras medio dormido.

– Ya estoy despierto -dije-. ¿De qué estabas hablando?

– ¿No has visto el periódico?

– Estaba durmiendo. ¿Qué…?

– ¿Sabes qué hora es? Es casi mediodía. Tienes el mismo horario que los chulos, hijo de puta.

– ¡Jesús! -dije.

– Ve a por el periódico -dijo-. Te llamaré en una hora.

El News lo daba en primera plana. «Sospechoso de asesinato se ahorca en su celda», con la historia en la página tres.

Miguelito Cruz se había rasgado la ropa, había atado las tiras de tela entre sí, había colocado su cama de hierro en posición vertical, se había subido a ella, había atado su cuerda de fabricación casera alrededor de una tubería del techo y había saltado de la cama para ir a caer al otro mundo.

Jack Diebold no volvió a llamarme, pero las noticias de las seis de aquella tarde me dieron el resto de la información. Tras ser informado de la muerte de su amigo, Ángel Herrera se había retractado de su historia original y había admitido que él y Cruz habían planeado y ejecutado el robo de los Tillary por cuenta propia. Había sido Miguelito el que oyó ruidos arriba y cogió un cuchillo de la cocina cuando se dispuso a investigar. Había apuñalado a la mujer hasta matarla mientras Herrera miraba horrorizado. Herrera dijo que Miguelito siempre tuvo un temperamento brusco, pero que eran amigos, incluso primos, y que se habían inventado una versión para proteger a Miguelito. Pero ahora que Miguelito estaba muerto, Herrera podía admitir lo que había pasado realmente.

Lo curioso fue que sentí ganas de ir a Sunset Park. Yo ya había terminado con el caso, todo el mundo había terminado con el caso, pero me sentía como si tuviera el deber de estar investigando por los bares de la Cuarta Avenida, pagando copas de ron para algunas señoritas y comiendo bolsas de plátanos fritos.

Por supuesto, no fui allí. Lo cierto es que jamás consideré la posibilidad. Simplemente tenía la sensación de que era algo que tenía que hacer.

Aquella noche estuve en el Armstrong's. Tomé copas, pero no estuve bebiendo especialmente deprisa ni en demasiada cantidad, y entonces en algún momento sobre las diez y media o las once, la puerta se abrió y supe quién sería antes de girarme. Tommy Tillary, muy elegante y con el pelo recién cortado estaba haciendo su primera aparición en el Armstrong's desde el asesinato su mujer.

– Hey, mirad quién ha vuelto -canturreó y marcó esa gran sonrisa. La gente corrió hacia él para estrecharle la mano. Billie estaba detrás de la barra y apenas acababa de servirle una copa de parte de la casa a nuestro héroe cuando Tommy insistió en invitar al bar a una ronda. Fue un gesto caro; debía de haber treinta o cuarenta personas allí, pero creo que le habría dado igual si hubiera habido trescientas o cuatrocientas.