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Me quedé donde estaba, dejé que los otros lo asediaran, pero él se dirigió hacia mí y me puso un brazo alrededor de los hombros.

– Aquí está el hombre -anunció-. El mejor jodido detective que ha habido. El dinero de este hombre -le dijo a Billie- esta noche no sirve. No puede pagar una copa, no puede pagar una taza de café y, si habéis puesto lavabos de pago desde la última vez que estuve aquí, sus monedas de diez centavos tampoco sirven.

– El meadero sigue siendo gratis -dijo Billie-, pero no le des ideas a Jimmy.

– Venga, no me digas que él no lo ha pensado ya -dijo Tommy-. Matt, chico, te quiero. Estaba en un aprieto, el mundo se me quería echar encima y tú no me fallaste.

¿Pero qué coño había hecho yo? Yo no había ahorcado a Miguelito Cruz ni le había sacado una confesión a Ángel Herrera. Ni siquiera los había visto a ninguno de los dos. Sin embargo, sí que había cogido el dinero de él y ahora parecía como si tuviera que dejarle que me pagara mis copas.

No sé cuánto tiempo nos quedamos allí. Curiosamente, mi ritmo de bebida descendió a medida que el de Tommy subió. Me pregunté por qué no habría llevado a Carolyn; no creía que él se preocupara demasiado de las apariencias ahora que el caso estaba cerrado para siempre. Y me pregunté si ella entraría en el bar. Después de todo, era el bar de su barrio y se sabía que ella iba por allí sola.

Después de un rato, Tommy me estaba metiendo prisa para irnos del Armstrong's, así que quizá yo no fui el único que se imaginaba que Carolyn pudiera aparecer.

– Es momento de celebraciones -me dijo-. No queremos quedarnos todo el rato en un mismo sitio hasta que nos crezcan raíces. Queremos salir e irnos de juerga.

Tenía el Riviera y me subí. Nos pasamos por varios sitios. Había un ruidoso bar griego en el East Side donde los camareros parecían mafiosos. Había algunos locales de solteros modernos, incluido el que era propiedad de Jack Balkin, donde, al parecer, Skip había robado bastante dinero como para abrir el Miss Kitty's. Finalmente estuvimos en una oscura cueva con olor a cerveza en el Village; después de un rato me di cuenta de que me recordaba al bar noruego de Sunset Park, el Fiordo. En aquellos días yo conocía bastante bien los bares del Village, pero aquel lugar era nuevo para mí y jamás fui capaz de volver a encontrarlo. Tal vez no estaba en el Village, tal vez estaba en algún punto de Chelsea. Él conducía y yo no le estaba prestando demasiada atención a la geografía.

Estuviera donde estuviera, aquel lugar era tranquilo, para variar, y allí era posible entablar conversación. Me encontré a mí mismo preguntándole qué había hecho yo que mereciera tales generosos elogios. Un hombre se había suicidado y otro había confesado, y ¿cuál había sido mi papel en ambos incidentes?

– Toda esa información que recopilaste -dijo.

– ¿El qué? Debería haberte traído trozos de uñas para que le hubieras encargado a alguien que les hiciera vudú.

– Me refiero a Cruz y a los maricones.

– Estaba acusado de asesinato. No se ahorcó porque tuviera miedo de que lo atacaran por haber dado palizas a maricones cuando él era menor de edad.

Tommy dio un sorbo de güisqui escocés. Dijo:

– Hace unos días, un tipo negro se acerca a Cruz mientras hacen cola para la comida. Un negro enorme, como el Edificio Seagram. «Espera a llegar a Green Haven», le dice. «Allí todos los chicos malos te van a ver como a una novia. El médico va a tener que hacerte un culo nuevo cuando salgas de allí.»

No dije nada.

– Kaplan -dijo- habló con alguien que habló con alguien y de ahí viene todo. Cruz consideró la idea de jugar a «tira la pastilla de jabón» para la mitad de los tipos encerrados y lo siguiente que se sabe es que ese cabrón asesino estaba bailando en el aire. ¡Hasta nunca!

Me quedé sin respiración. Pensé en ello mientras Tommy fue a la barra a por otra ronda. No había tocado el vaso que tenía delante de mí, pero le dejé que pidiera copas para los dos.

Cuando volvió, dije:

– Herrera.

– Cambió su historia. Lo confesó todo.

– Y le colgó el asesinato a Cruz.

– ¿Por qué no? Cruz ya no estaba aquí para quejarse. Probablemente Cruz lo hizo, pero quién sabe quién fue en realidad y ¿a quién le importa? El caso es que nos diste la palanca.

– Para Cruz -dije-. Para hacer que se suicidara.

– Y para Herrera. Esos hijos que tiene en Puerto Rico. Drew habló con el abogado de Herrera y el abogado de Herrera habló con Herrera y el mensaje fue: «Mira, te van a acusar de robo hagas lo que hagas y probablemente de asesinato, pero si cuentas la historia apropiada estarás encerrado menos tiempo que si no la cuentas, y sobre todo, ese agradable señor Tillary va a olvidar el pasado y cada mes habrá un bonito cheque para tu mujer y tus niños en Santurce».

En la barra, algunos hombres mayores estaban reviviendo el combate entre Louis y Schmeling. El segundo, el combate en el que Louis deliberadamente castigó al campeón alemán. Uno de esos hombres estaba lanzando puñetazos circulares al aire, haciendo una demostración.

Yo pregunté:

– ¿Quién mató a tu mujer?

– O el uno o el otro. Si tuviera que apostar, diría que Cruz. Él tenía esos ojos pequeños redondos y brillantes; si lo mirabas de cerca podías ver que era un asesino.

– ¿Cuándo lo miraste de cerca?

– Cuando estuvieron por casa. La primera vez, cuando limpiaron el sótano y el ático. ¿Te había dicho que habían sacado algunos trastos de mi casa?

– Me lo dijiste.

– No la segunda vez -dijo-, sino cuando estuvieron limpiando juntos.

Sonrió ampliamente, pero lo miré fijamente hasta que su sonrisa vaciló.

– Fue Herrera el que os ayudó en la casa -dije-. Tú nunca conociste a Cruz.

– Cruz se pasó por allí, le echó una mano.

– Eso no lo habías mencionado antes.

– Claro que sí, Matt. O a lo mejor olvidé mencionarlo. De todos modos, ¿qué más da?

– Cruz no era un tipo que hiciera trabajos manuales -dije-. No habría ido a ayudar a sacar trastos de una casa. ¿Cuándo lo miraste a los ojos?

– ¡Por Dios santo! A lo mejor fue viendo una foto en el periódico, a lo mejor me lo imagino y me parece que puedo ver sus ojos. Bueno, déjalo, ¿vale? Da igual los ojos que tuviera porque esos ojos ya no pueden ver más.

– ¿Quién la mató, Tommy?

– ¡Hey! ¿No te he dicho que lo dejes estar?

– Responde a la pregunta.

– Ya la he respondido.

– La mataste tú, ¿verdad?

– ¿Es que estás loco? Y baja la voz, por el amor de Dios. La gente puede oírte.

– Mataste a tu mujer.

– Cruz la mató y Herrera lo ha jurado. ¿Es que no te basta? Y tu jodido amigo poli ha investigado mi coartada, no ha parado, ha estado como un mono buscando piojos. No hay forma de que yo hubiera podido matarla.

– Claro que la hay.

– ¿Ah, sí?

Una silla cubierta de bordados, una vista del parque Owl's Head. El olor del polvo y, por encima de él, el olor de un ramillete de pequeñas flores blancas.

– Lirios del valle -dije.

– ¿Qué?

– Así es cómo lo hiciste.

– ¿De qué estás hablando?

– El tercer piso, la habitación en la que vivía su tía. Olí su perfume allí arriba. Creí que el aroma se había quedado fijado en mi nariz por haber estado en su dormitorio antes de subir, pero no fue así. Ella estuvo allí arriba y lo que olí fueron rastros de su perfume. Por eso la habitación me atrajo, sentí su presencia allí, la habitación estaba intentando decirme algo, pero yo no logré captarlo.

– No sé de qué estás hablando. ¿Sabes lo que te pasa, Matt? Que estás un poco borracho, eso es todo. Mañana te despertarás y…