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Me arrastré hasta la cama y pasé por encima del colchón hacia donde se hallaba mi ropa. La caja de píldoras estaba en los téjanos, donde yo solía guardarla. La abrí a sabiendas de que tenía unos calmantes de acción rápida en ella. Vi que todo mi almacén de bellezas — butacuálido HC1— había desaparecido. Eran ilegales como el demonio en todas partes, y por eso abundaban. Yo tenía ocho al menos. Debí haberme tomado un puñado para poder dormir con los delirantes trifets. Nikki cogió el resto. Ahora no me preocupaban. Quería opiáceos, cualquier opiáceo, rápido. Tenía siete tabletas de soneína. Cuando las tragara, sería como si el sol saliera entre nubes sombrías. Me calentaría en un susurrante y cálido sosiego, una sensación de bienestar fluiría por todas las partes heridas y lastimadas de mi cuerpo. La idea de ir al cuarto de baño a buscar un vaso de agua me pareció demasiado ridícula para tenerla en cuenta. Uní saliva y coraje y me tragué las soneínas una a una. Tardaron veinte minutos en hacerme efecto, pero el anticipo fue suficiente para aliviar un poco el acuciante tormento.

Antes de que las soneínas empezaran a arder, alguien llamó a mi puerta. Di un pequeño e involuntario grito de alarma. No me moví. El golpe, educado pero firme, se repitió.

Yaa shabb —respondió la voz.

Era Hassan. Cerré los ojos y deseé creer lo suficiente en algo como para rezar.

—Un minuto —dije. No podía gritar—. Deja que me vista.

Hassan empleó un saludo más o menos amistoso, pero eso no significaba nada. Fui hacia la puerta lo más de prisa que pude, llevando sólo mis téjanos. Abrí la puerta y vi que Abdulay se encontraba allí con Hassan. Malas noticias. Les invité a entrar.

—Bismillah —dije, invitándoles a entrar en nombre de Dios.

Era sólo una formalidad y Hassan la ignoró.

—A Abdulay Abu-Zayd se le deben tres mil kiam —dijo con toda sencillez, al tiempo que abría los brazos.

—Es Nikki quien se los debe. Id a molestarla a ella. No estoy de humor para vuestras pringosas gilipolleces.

Ese fue mi error. El rostro de Hassan se ensombreció como el cielo del oeste durante un simún.

—La protegida ha huido —me informó—. Tú eres su representante. Tú te hiciste responsable de la deuda.

¿Nikki? No podía creer que Nikki me hubiera hecho eso.

—Todavía no es mediodía —dije.

Se trataba de una burda maniobra, pero fue lo único que pude imaginar en ese momento.

Hassan asintió.

—Nos pondremos cómodos.

Se sentaron en el borde de la cama y me miraron con ojos fieros y una expresión voraz que no me gustó nada. ¿Qué podía yo hacer? Se me ocurrió que debería llamar a Nikki, mas eso no tenía sentido. Seguramente, Hassan y Abdulay ya habían visitado el edificio de la calle Trece. Entonces fui consciente de que la desaparición de Nikki y la paliza que las «Viudas Negras» me habían propinado guardaban una cierta relación. Nikki era su mascota. Aquello tendría algún sentido, pero no para mí, todavía no, al menos. «De acuerdo —pensé —, tendré que pagar el dinero de Abdulay y sacárselo a Nikki cuando la agarre».

—Escucha, Hassan. —Me humedecí los labios, hinchados y partidos—. Puedo darte dos mil quinientos, todo lo que tengo en el banco por el momento. Mañana te pagaré los otros quinientos. Es lo mejor que puedo hacer.

Hassan y Abdulay intercambiaron una mirada.

—Pagarás los dos mil quinientos hoy —dijo Abdulay—, y los otros mil mañana.

Otro intercambio de miradas.

—Rectifico, otros mil quinientos mañana.

Me lo gané. Quinientos para pagar a Abdulay, quinientos para resarcirle y quinientos para resarcir a Hassan.

Asentí de mala gana. No había elección posible. De repente, todo mi dolor y mi furia se concentraron en Nikki. Tenía ganas de encontrarla. No me importaba que estuviera frente a la mezquita de Shimaal, iba a hacerle pagar cada fíq de cobre por el infierno que me había causado, con las «Viudas Negras» y esos dos bastardos gordos.

—Pareces algo incómodo —dijo Hassan, afable —. Te acompañaremos al banco. Iremos en mi coche.

Le observé durante bastante rato, deseando que existiera un modo de borrar de su rostro aquella sonrisa condescendiente.

—No tengo palabras para expresar mi agradecimiento —dije al fin.

Hassan me respondió con un descuidado ademán de su mano.

—No se dan las gracias cuando uno cumple con su obligación. Alá es el más grande.

—Alabado sea Alá —dijo Abdulay.

—Sí, tienes razón —respondí.

Al abandonar mi apartamento, Hassan se pegó a mi hombro izquierdo y Abdulay a mi derecho.

Abdulay se sentó delante, junto al chófer de Hassan. Yo lo hice detrás, al lado de Hassan, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la tapicería de piel auténtica. Nunca en mi vida había subido en un coche como aquél y no me hubiera importado uno peor en ese momento. El dolor aumentaba y se hacía más agudo. Sentía gotitas de sudor que resbalaban despacio por mi frente. Debí quejarme.

—Cuando terminemos nuestra transacción —murmuró Hassan—, nos ocuparemos de tu salud.

Realicé el resto del trayecto al banco sin una palabra, sin un pensamiento. A medio camino, las soneínas me hicieron efecto y, de repente, pude respirar con toda placidez y aligerar un poco mi carga. El flujo persistió, incluso creí que iba a desmayarme, y se convirtió en una maravillosa y radiante aura de esperanza. Casi no oí a Hassan cuando llegamos al cajero automático. Utilicé la tarjeta, confirmé mi saldo y extraje dos mil quinientos cincuenta kiam. Eso me dejó con un total de seis kiam en mi cuenta. Le di veinticinco de los grandes a Abdulay.

—Mil quinientos mañana —dijo. —Inshallah —contesté con sorna.

Abdulay levantó la mano para golpearme, pero Hassan se la cogió y le detuvo; luego, le murmuró unas palabras que no entendí. Guardé los cincuenta restantes en mi bolsillo y entonces me di cuenta de que no llevaba más dinero. Debería tener algo, el dinero del día anterior más los cien de Nikki, descontando los que me hubiese gastado la noche anterior. Quizá Nikki los había cogido, o una de las «Viudas Negras». No tenía mucha importancia. Hassan y Abdulay se consultaban en voz baja. Por último, Abdulay tocó su frente, sus labios y su pecho y se marchó. Hassan me cogió por el hombro y me llevó hasta su lujoso y brillante automóvil negro. Intenté hablar, me costó un poco.

—¿Dónde…? —pregunté.

Mi voz sonó extraña, ronca, como si hiciera décadas que no la empleaba.

—Te llevaré al hospital —dijo Hassan —. Si me perdonas, te dejo aquí. Tengo obligaciones urgentes. Los negocios son los negocios.

—La acción es la acción —repuse.

Hassan sonrió. No creo que sintiera una animosidad especial contra mí.

—Salamtak —dijo.

Me deseaba paz.

Allah yisallimak —contesté.

Bajé del coche en el hospital para indigentes y fui a urgencias. Tuve que mostrar mis documentos de identificación y esperar hasta que sacasen mis datos de la memoria de su ordenador. Me senté en una silla plegable de acero gris, con una copia impresa de mis datos sobre el regazo y esperé a que me avisaran… durante once horas. Las soneínas se habían evaporado a los noventa minutos. El resto del tiempo fue un infierno delirante. Me senté en una habitación enorme, llena de enfermos y heridos, todos pobres, que sufrían. Los lamentos de dolor y los alaridos de los niños eran incesantes. El aire estaba viciado por el humo del tabaco, la peste de los cuerpos, de la sangre, de los vómitos y de la orina. Por fin, me atendió un doctor hostil, que murmuraba para sí mientras me examinaba, sin preguntarme nada en absoluto, vendaba mis costillas, extendía una receta y me echaba de allí.